Sunday, September 30, 2012

Diarios/Una deuda de amor

Katherine Mansfield 

NOVIEMBRE 1915. Bandol. Creo que hace mucho tiempo que sé que la vida se me ha acabado, pero no me di cuenta ni lo reconocí hasta que murió mi hermano. Sí, aunque él yace en el centro de un pequeño bosque en Francia y yo sigo andando erguida y sintiendo el sol y el viento del mar, estoy tan muerta como él. Ni el presente ni el futuro significan nada para mí. He dejado de sentir "curiosidad" por la gente; no deseo ir a ningún lugar; y el único valor posible que cualquier cosa puede tener para mí es el que me recuerde a algo que ocurrió o tuvo lugar cuando él estaba vivo. 

"¿Te acuerdas, Katie?" Oigo su voz en árboles y flores, en perfumes, en la luz y en la sombra. ¿Ha pervivido alguien, aparte de estas personas que están tan lejos? ¿O todos han fracasado y se han desdibujado siempre porque les he negado la realidad? Supongamos que muero sentada en esta mesa, jugando con mi abrecartas indio, ¿quién sentiría la diferencia? Nadie notaría diferencia alguna. Y si es así, ¿por qué no me suicido? Porque siento que tengo una tarea que realizar por el pasado maravilloso que ambos vivimos. Quiero escribir sobre ello porque él quería que lo hiciera. Hablamos de ello en Londres, en mi pequeña habitación de arriba. Le dije: pondré simplemente en la primera página: Para mi hermano, Leslie Heron Beauchamp. Muy bien: así será… 

El viento cesó con el crepúsculo. En el aire hueco cuelga medio aro de luna. Reina un gran silencio. Oigo a una mujer cantando una canción a media voz en algún lugar. Tal vez está acurrucada ante una estufa pues es el tipo de canción que las mujeres cantan ante un fuego: melancólica, cálida y tranquila. Veo una casita con tiestos de flores bajo las ventanas y la masa suave de un almiar de heno en la parte de atrás. Las aves se han ido todas a reposar: contornos lanudos en las barras del gallinero. El asno, cubierto con un paño, está en el establo. El perro 
descansa en la caseta, la cabeza en sus patas delanteras. El gato, sentado junto a la mujer, con la cola bien enrollada, y el hombre, aún joven y descuidado, viene subiendo la carretera de atrás. De pronto aparece una mancha de luz en la ventana y en el lecho de pensamientos de 
más abajo, y empieza a caminar más deprisa, silbando. 

Pero ¿dónde está ahora esta gente animada? ¿Estos jóvenes fuertes, con cuerpos duros y sanos, y pelo rizado? No son ni santos ni filósofos; son personas decentes -pero ¿dónde están? 

22 de enero de 1916. Ahora, en realidad, ¿qué es lo que quiero escribir? Me pregunto, ¿soy menos escritora de lo que solía ser? ¿Es mi necesidad de escribir menos urgente? ¿Me sigue pareciendo natural continuar con esta forma de expresión? ¿Ha sido suficiente el lenguaje? ¿Deseo algo más que relatar, que recordar, que tranquilizarme? 

Hay momentos en que estos pensamientos medio me asustan y casi me convencen. Me digo: estás ahora tan llena de ti misma, del placer de estar viva, de vivir, de aspirar a un mayor sentido de la vida y de un amor más profundo que se te ha consumido lo otro. 

Pero no, en el fondo no estoy convencida pues en el fondo mi deseo de escribir nunca ha sido tan ardiente. Solo la forma que escogería para hacerlo ha cambiado totalmente. Ya no me preocupa la misma apariencia de las cosas. Las personas que vivieron y que yo deseaba llevar a mis relatos me han dejado de interesar. Las tramas de mis relatos me dejan perfectamente fría. No pongo en duda que todas estas personas existen y que todas sus diferencias, complejidades y resoluciones son verdaderas para ellos, pero ¿por qué debería yo escribir sobre ellos? No los siento próximos. Se han cortado completamente todos los falsos hilos que me vinculaban a ellos. 

Ahora, ahora quiero escribir recuerdos de mi propio país. Sí, quiero escribir sobre mi país hasta que agote mi bagaje. No solo porque es una "deuda sagrada" que debo a mi país, porque allí nacimos mi hermano y yo, sino también porque en mi pensamiento recorro con él todos los lugares de la memoria. Nunca estoy muy lejos de ellos. Deseo ardientemente renovarlos en la escritura. 

¡Ah! Las personas -las personas que allí quisimos- también sobre ellas deseo escribir. Otra "deuda de amor". Deseo por un momento poner ante los ojos del Viejo Mundo nuestro país aún no descubierto. Debe ser misterioso, como si flotara. Tiene que dejarles sin respiración. Tiene 
que ser "una de esas islas…" Lo contaré todo, incluso cómo rechinaba la cesta de la ropa en el 75. Pero se tiene que contar todo con un sentido del misterio, resplandeciente, con una incandescencia pasada, porque tú, mi pequeño sol de allí, te has puesto. Te has caído hacia el borde deslumbrante del mundo. Ahora me toca a mí representar mi papel. 

También quiero escribir poesía. En el umbral de la poesía me encuentro siempre temblando. El almendro, los pájaros, el pequeño bosque donde estás tú, las flores que no ves, la ventana abierta a la que me asomo, y donde sueño que te tengo apoyado en mi hombro, y las veces en que tu foto "parece triste". Pero sobre todo te quiero escribir un tipo de elegía larga... Tal vez no en verso. Quizá tampoco en prosa. Casi seguro será un tipo de prosa especial. 

KATHERINE MANSFIELD nació en Wellington (Nueva Zelanda) en 1888 y emigró a Londres en la adolescencia. A partir de la muerte en la guerra de su hermano menor escribió relatos que están entre lo mejor de la tradición cuentística en inglés. Entre sus libros se cuentan Preludio y La fiesta en el jardín. Murió en 1923. 


El País, Montevideo, 08/2012

Foto: Katherine Mansfield y John Middleton Murry en 1920

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