Tuesday, September 11, 2012

La casa en alquiler de Leonora Carrington

Vicente Leñero


Ya lo dije. A fines de los años ochenta, conseguir en compra o en alquiler una casa en Cuernavaca era una lotería. Nos agotábamos buscando. Estela recurría a amigos cuernavaquenses o a corredores de bienes raíces. Nada.
Un día le telefoneó Betsie Hollants, aquella amiga generosa que había sido maestra en el CIDOC y a quien Iván Illich no valoró en su tiempo como debía.
—Leonora Carrington quiere alquilar su casa —le informó Betsie.
—¿Leonora Carrington?
—Leonora Carrington. Los espera el sábado a las dos de la tarde.
Al noreste de Cuernavaca, en una zona agradable, nos abrió la puerta la famosa mujer. Llevaba un batón hasta los pies, el cabello recogido y un chal sobre los hombros.
Nunca la habíamos visto en persona y ella no tenía idea de nosotros. Yo recordaba un tríptico suyo en casa de María Félix y un libro de arte con sus pinturas que me atreví a mironear. Tenía una dedicatoria con plumón negro en la primera página: A María, con un gran beso en la boca / Leonora.
Mientras la Carrington nos mostraba la casa —austera, tétrica, con un enorme laurel de la India en el jardín terregoso— nos explicó que deseaba rentarla, a un precio razonable, por cierto, porque uno de sus hijos (no recuerdo si Gabriel o Pablo) se había vuelto a casar y su nuera actual no quería pisar terrenos que había pisado la otra. Por eso Leonora ya sólo venía a Cuernavaca de cuando en cuando y por eso pedía —como condición— que le dejáramos libre una pequeña habitación en la planta alta. Más que habitación parecía una celda monacal con una cama angosta sin cabecera, un par de sillas y una mesa para dibujar semejante a un restirador. Paredes blancas, sin cuadros.
No colgaba un solo cuadro en toda la fúnebre casa de la Carrington, de no ser el calendario de la cocina con un típico grabado de Helguera, de ésos que regalan en las tlapalerías.
También utilizaría la cocina cuando la necesitara, agregó como segunda exigencia. Ella con sus trastes, nosotros con los nuestros.
—¿Les importa?
Precisamente en la cocina espaciosa, gastada, lúgubre, Leonora nos invitó a sentarnos para conversar.
—¿Agua o té?
Era un torrente la pintora contando a detalle buena parte de su vida que ahora todos conocen gracias a las múltiples entrevistas que le hicieron, algunas muy a su pesar, y a biografías como la de Elena Poniatowska. Su infancia en Inglaterra. Su romance con Max Ernst. Su trato con los surrealistas. Breton, Buñuel, Picasso. Su internamiento en una clínica psiquiátrica. Su matrimonio con Renato Leduc. Su viaje a México, definitivo.
—¿No quiere que vayamos a comer a un restorán de por aquí? —interrumpió Estela.
—Ay no, para qué, mejor pedimos unos pollos rostizados.
—Vamos a un restorán, Leonora, la invitamos.
—Echemos un volado. Si ganan, vamos al restorán. Si pierden, los pollos rostizados.
Perdimos por pedir águila y terminamos comiendo ahí mismo, en la cocina, los pollos que llegaron después de una llamada telefónica.
Leonora hablaba ahora de Remedios Varo, la mejor, la más entrañable de sus amigas que le llevaba nueve años de edad y que murió el 8 de octubre de 1963, hacía veinte años.
Se deshacía en elogios para ella, a quien conoció en París cuando ambas iniciaban la ruta surrealista. Juntas hablaban de filosofía, compartían sus angustias e incluso se infiltraban en sus respectivos sueños, como escribió alguna vez —según Susana Cato— Janet A. Kaplan.
—La tarde que murió Remedios —precisó Leonora— comimos juntas con algunas personas y ella estaba bien, me pareció. Al terminar la comida Remedios se fue para su casa y yo para la mía. Apenas llegué me llamó por teléfono. La oí muy nerviosa, alterada, llena de miedo. Voy para allá, le dije, y salí corriendo. Cuando llegué, Remedios estaba muerta.
—Un paro cardiaco, ¿verdad? Eso se dijo.
—Eso se dijo, pero fue un crimen.
—¿Un crimen?
—Sí, fue un crimen, un crimen. Yo lo sé. —y los ojos de Leonora brillaron incandescentes como las chispas de un cuadro.
A la hora en que Estela y yo regresamos a México, el sol picaba aún sobre el valle. Coincidimos. La casa en alquiler de Leonora Carrington, cargada de misterios, quizá de duendes y fantasmas, no era una buena opción para nosotros.

Publicado en la Revista de la Universidad de México, 08/2012

Imagen: Leonora Carrington/The Dybbuk, 1974

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