Enrique Vila-Matas
¿Petersburgo? La palabra quedó suspendida en el aire, solitaria, única. Nadie en el plató de televisión podía negar haberla oído. Como de pasada, la había dejado caer Nabokov al nombrar por sorpresa las cuatro obras maestras de la prosa del siglo: “Son, por este orden,Ulises de Joyce, La Metamorfosis de Kafka, Petersburgo de Andrei Biely, y la primera mitad del cuento de hadas de Proust, En busca del tiempo perdido”.
¿Petersburgo? ¿Quién era Biely? Corría el verano de 1965 y en aquellos días, todavía existía un cierto interés por esta clase de inocentes asuntos. Grove Presse no tardó en reeditar, a los pocos meses, aquella misteriosa y casi olvidada novela rusa de 1906. Pronto se supo que, aunque había sido adscrita inicialmente por los críticos de su tiempo a la corriente simbolista, Petersburgojamás se había distinguido por ser una obra fácil de clasificar. Y por sus experimentos con el lenguaje y su intento de abarcar la vida cotidiana de una ciudad entera, hasta había llegado a ser considerada como el Ulysses ruso. A mí me parece que es una de las novelas más extrañas y complejas que se han escrito nunca. La he releído estos días y no influye en lo que digo el estado de ánimo con el que abordara este libro el 6 de octubre de 1981cuando comencé a leerlo por primera vez y aún me sentía bajo los efectos narcóticos de varios ensayos franceses que lo situaban en la cima de la complejidad universal. Asombra ahora, al volver a leer Petersburgo, no sólo esa complejidad –tan admirable, sin duda-, sino la desbordante facilidad técnica con la que Biely superpone en el libro varias capas de interpretación y sobre todo la facilidad –propia de un genio- con la que sabe reunir tanta exuberancia de imaginación y verbo en un espacio urbano a fin de cuentas tan limitado como mortal, pues la gran ciudad de la Perspectiva Nevski se alimenta sólo de un gran ideal o, mejor dicho, de una moda.
“-¿De qué moda?
-¿Quiere que la defina con palabras? Es como un ansia general de muerte; me emborracho con ella”.
Sin perder el humor, Petersburgo dramatiza en clave de palimpsesto esa ansia general de muerte y poetiza el fin de un lenguaje (que Biely manipula a fondo) y de una cultura que se agota ante nuestros propios ojos. El lenguaje y la necrópolis moderna parecen los centros de la narración. Pero no se sabe cuán realmente importante es el argumento. Porque Biely, al igual que sus maestros Shklovski y Eichenbaulm, era un teórico literario que distinguía entre fábula y trama. Para Biely, la fábula era el argumento, mientras que la trama era el modo narrativo que agrupaba los hechos contados. Y la fábula o pretexto para fraguar Petersburgo es sencilla, pariente lejana de Los demonios de Dostoievski: el frágil y joven pensador Nikolai Apolónovich recibe la orden de atentar con bomba contra su propio padre, el senador zarista Apolón Apolónovich Ableújov, de quien Biely nos dice, con pronunciada ironía, que es de ilustre procedencia, pues “tenía en sus orígenes a Adán”.
Seguramente no cuenta demasiado en este libro la fábula y sí en cambio la trama, entendida como una forma, como un modo de contar, tal vez un modo tan desaforado como sutil de llevar la contraria a una cierta línea recta ortodoxa, occidental. Releyendo Petersburgo, he recordado unas palabras del diario de Eichenbaulm: “Shklovski está en lo cierto cuando dice que deberíamos escribir de nuevo libros incomprensibles como el zorro que gira bruscamente a un lado mientras que el perro continua su búsqueda todo recto”. De hecho, estas palabras ya resuenan como un eco al comienzo mismo de la novela de Biely: “La Perspectiva Nevski es (debo decirlo) rectilínea, siendo como es una avenida europea”. Atamos cabos. Aunque, si lo pensamos bien, ¿acaso no estamos en Oriente? ¿Por qué tendría que ser tan recta la Perspectiva? En la trama, la gélida ciudad de Petersburgo y su gran avenida, así como el sonámbulo deseo de parricidio y el ansia general de muerte, actúan como pretexto para hilar un discurso de novela policiaca, pero también de novela mística (a la que no le faltan los mundos paralelos), de novela política, de novela intertextual, de novela de corte vanguardista, y hasta de novela de costumbres. Es un libro palimpsesto que hoy, habituados como estamos a la plaga de novelas planas que nos invade, puede incluso llegar a sorprender más de lo que pudo hacerlo cuando, con su acento vanguardista, apareció en 1906 en Rusia.
En Petersburgo, que anunciaba una promiscuidad de géneros que más tarde se abriría camino en la narrativa del siglo, se superponen numerosas escrituras, consecuencia de la visión que Biely tenía del arte: una visión como de anamnesis, de invasión de la conciencia artística por un superconsciente, de especie de desposeimiento de uno mismo. Sabiendo esto, quizás no nos resulte tan extraño que Biely sufriera en 1911, en Sils Maria, sobre el peñasco en que Nietzsche había tenido la intuición del eterno retorno, una especie de gran crisis nerviosa. Había experimentado el ascenso incandescente de las “lavas del superconsciente”. ¿Se separó de sí mismo?
Todo indica que, a través de una fría ecuación intelectual, llegó a experimentar la misma apertura de mente que pueden facilitar ciertas drogas que logran nuestra conexión completa con el cosmos. Por una brecha de su cerebro, entró el mundo exterior, entraron los vivos y, sobre todo, una legión de muertos.
El artista, aquel que sabe percibir algo superior a su realidad, se exilia de sí mismo y el magma supra-natural penetra impetuosamente en él. Esta sensación de apertura, de fisura o de hueco, la describe Biely con frecuencia. En ella se inspiran varios episodios de Petersburgo: es el tema de la brecha que, al final del capítulo tercero, se forma en el cerebro del senador: “Algo, con un rugido semejante al del viento en la chimenea, succionó rápidamente la conciencia de Apolón Apolónovich a través del boquete azul del parietal: hacia más allá del infinito”
Creo que nunca mi propia risa de lector ha llegado a conmoverme tanto. Mezcla estrambótica de humor oriental y trascendencia, siempre próxima a estallar, como la bomba contra el senador. La grieta, la fisura sobrenatural, la rotura, son imágenes cardinales en la temática de esta nerviosa novela. Como texto policiaco, Petersburgo gira en torno al posible atentado parricida y desgrana lentamente una acción inmóvil, de suspense y horror y, en definitiva, de angustiado eterno retorno. Como novela política, no está del lado de los terroristas, pero tampoco simpatiza con los poderosos; las mismas pesadillas atormentan a unos y otros y todos son agentes de destrucción, del mismo modo que Apolónovich padre y Apolónovich hijo son la misma cara de la misma moneda, o de cierta promiscuidad fisiológica: el uno imagina a su padre durante la cópula, y el otro sueña en abrir un agujero para espiar a su hijo.
Como novela intertextual (como novela de recapitulación de los temas esenciales de la biblioteca de su patria, porque también todo eso es Petersburgo) es simplemente extraordinaria: Gogol, Pushkin, Dostoievski, Lermontov, Chejov, están discretamente presentes en la trama que resume, en un no menos discreto pero efectivo plano secreto, la historia de la línea más noble de la gran narrativa rusa. Como novela mística, por su parte, ofrece seguramente la cara más interesante y la más alucinante de este palimpsesto. El hombre es un vestigio de otra cosa. Biely alude a las otras realidades y a huellas olvidadas. Y con una prosa rítmica que nos embruja hace avanzar su endiablada trama, es decir, su modo o forma extraña de estructurarlo cósmica y mentalmente todo; su modo de conducirnos con severidad –puntuada por un narrador irónico, cervantino- hacia esa ruina general en la que ya estábamos instalados, sin saberlo, antes de comenzar a leer tan grandísima obra maestra.
De El País, Babelia, 8 de agosto de 2009
Imagen: Andrei Byeli por León Bakst
Monday, September 17, 2012
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