El pasado viernes se estrenaba la última película dirigida por Margarethe von Trotta, Hanna Arendt, un biopic sobre la mujer que desglosó en el imprescindible Los orígenes del totalitarismo (1951) las raíces políticas y filosóficas del nacional-socialismo y del comunismo soviético. En la fecha de su publicación, Los origenes del totalitarismo abrió una brecha en el pensamiento político de tal magnitud que cambió la manera de concebir la acción de los Estados, el valor de la democracia representativa y el espacio que ocupan los ciudadanos en ella. Su principal novedad residía en dotar de categoría filosófica al papel del Estado y su relación con las masas, perfilando un sistema político burocrático, un régimen en el que todas las cosas se tornaban públicas, anulando cualquier autonomía del individuo y cualquier identidad política que no fuera la del Estado.
Hannah Arendt fue una pensadora alemana con un discurso que fluía a contracorriente de la dirección marcada por los partidos, ya fuera la democracia cristiana de Konrad Adenauer o la socialdemocracia de Billy Brand. Exiliada en los Estados Unidos y discípula de Martin Heidegger, con el que mantuvo una relación sentimental y al que nunca atacó públicamente, pese a su incontestable aportación a los dogmas del nacional-socialismo, su obra se entendió como una aportación ideológica al imperialismo norteamericano (hay todavía quien afirma que Hannah Arendt fue poco menos que un agente de la CIA) y a la complejidad ideológica que sostenía la guerra fría. No obstante, la lectura de sus textos exuda permanentemente el compromiso político y social de una mujer inconformista capaz de cuestionar cualquier planteamiento que vulnere una idea extremadamente sencilla: el valor de la política como instrumento para el progreso, la transformación social y la protección de la dignidad humana.
El retrato de Margarethe von Trotta se estrena en los cines cincuenta años después de que Hannah Arendt publicase Eichmann en Jerusalén (1963), el relato de uno de los juicios más importantes para la historia del derecho internacional, sin el cual no se puede entender el verdadero sentido de los crímenes contra la humanidad, el imperio del Mal en la vida cotidiana de los funcionarios y los ciudadanos del Tercer Reich, el concepto de Estado criminal, o el alegato a favor de un estatuto propio para los tribunales penales internacionales.
Hannah Arendt en Jerusalén
Hannah Arendt, interpretada en la película por Barbara Sukova, acudió como corresponsal a Jerusalén para narrar en la revista New Yorker el proceso penal que el Estado de Israel iba a celebrar contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, uno de los mayores criminales de la historia, colaborador necesario y, por lo tanto, coautor en la deportación y exterminio de seis millones de judíos desde 1941 hasta 1945.
Cuando Hannah Arendt aterrizó en Jerusalén, Adolf Eichmann preparaba su defensa desde una celda, a la espera de que tuviera lugar el juicio que lo condenase definitivamente a la horca. El teniente coronel de las SS había sido secuestrado por los servicios secretos israelíes mientras vivía en un suburbio de Buenos Aires, oculto hasta entonces bajo el nombre de Ricardo Klement y también bajo la apariencia de un soltero, católico y apátrida de treinta y siete años de edad, siete menos de los que en realidad contaba. Para Hannah Arendt, presenciar y narrar el juicio contra Eichmann suponía poner a prueba sus ideas sobre el totalitarismo en un momento, un espacio y un hombre concretos, un proceso donde volverían a revivirse todas las pesadillas del pasado y volverían a recordarse a todo sus protagonistas. Hitler, Himmler, Heydrich, Goering, Hess y todo el pueblo alemán saldrían a escena en una sala convertida poco menos que en un anfiteatro donde se iba a escenificar la gran tragedia del siglo XX. Y es que Eichmann no sólo era un individuo que había participado en el mayor crimen de la historia contra los judíos: era el hombre que, a los ojos de quienes le juzgaban, representaba a millones de alemanes que habían participado en el mayor genocidio contra el pueblo judío en toda su historia. Precisamente ésta fue la primera gran crítica que Hannah Arendt dejó anotado al inicio de su crónica. El deliberado propósito del fiscal Hausner de relatar los hechos únicamente desde el punto de vista judío deformó la realidad, incluso la realidad judía. Las palabras del primer ministro israelí David Ben Gurión al poco de conocerse el secuestro de Eichmann abundaban en este sentido: «Queremos dejar bien sentado ante todas las naciones que millones de personas, por el solo hecho de ser judíos, y millones de niños, por el solo hecho de ser niños judíos, fueron asesinados por los nazis. […] Queremos que la opinión pública sepa que no sólo la Alemania nazi fue la culpable de la destrucción de seis millones de judíos europeos».
El juicio contra Eichmann se convirtió en una sucesión de relatos atroces. Como afirma Hanna Arendt al comienzo de su libro, «la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos, no en los actos de Eichmann». Aun así, esta gravísima circunstancia no impediría a la pensadora alemana elaborar su propio fallo político y moral, no sólo de Eichmann (a quien, obviamente, declaró culpable y merecedor de la muerte por haber colaborado en la comisión de crímenes horrendos), sino de todo Occidente (los alemanes, los nazis, la resistencia, los judíos, los gobiernos del resto de países), por los crímenes que se sucedieron desde la llegada de Adolf Hitler al poder hasta la capitulación de Alemania, tras su derrota en la segunda guerra mundial. Este propósito es el que le permitirá acuñar la emblemática frase “la banalidad del Mal”, quizá la que mejor sintetiza hasta qué punto el Mal puede penetrar en la conciencia, no sólo de un individuo engarzado como un engranaje en una maquinaria diabólica dedicada al exterminio en masa, sino de todo un país, independientemente de su condición política, étnica o religiosa.
El acusado
El gran reportaje de Hannah Arendt se detiene en varios capítulos a describir quién diablos era Eichmann, coómo ascendió en las SS, qué papel jugó realmente en la deportación, concentración y muerte de millones de judíos y, sobre todo, qué sucedía entonces por su cabeza, qué razón última le permitía vivir no sólo justificando sus actos, sino vanagloriándose de su exacerbado sentido del honor y el cumplimiento del deber.
El teniente coronel Adolf Eichmann
En principio, Adolf Eichmann no pasaba por ser un lumbreras, más bien todo lo contrario, un tipo anodino que nunca había destacado en nada durante su juventud, que no pudo hacer carrera universitaria alguna, según él mismo afirmaba, por las desdichas económicas de su familia (su padre había sido contable para Compañía de Tranvías y Electricidad de Solinguen, primero, y de Linz, después), que había trabajado, por mediación de su padre, en la Vacum Oil Company como vendedor, y despedido poco antes de afiliarse al Partido Nacionalsocialista y a las SS en 1932. Precisamente, ese mismo año Eichmann se alistaría en un campamento militar donde pronto sería ascendido a cabo. Como el propio acusado había escrito durante los primeros interrogatorios policiales tras ser arrestado, durante los catorce meses de adiestramiento destacó en un solo aspecto: su brillante comportamiento en la instrucción de castigo, que ejecutaba concienzudamente. Sin embargo, atormentado por la monotonía, tan pronto como se enteró de que había plazas vacantes, ingresó en el Servicio de Seguridad del Rechsführer de Himmler, más conocida como SD.
Mientras inicia su andadura en la burocrática SD, Adolf Eichman se sumerge en la cultura judía. Aunque piensa en convertirse en un especialista en asuntos judíos, sus conocimientos son bastante superficiales: un par de libros dedicados al sionismo y algún periódico alemán escrito en yiddish bastarían a su juicio para dar conferencias, escribir folletos y actuar como espía en diferentes organizaciones sionistas. Son los años previos a la aprobación de las leyes de Nuremberg del año 1935, por las cuales todo judío alemán perdería automáticamente sus derechos políticos, pasando a convertirse en ciudadano de segunda categoría.
La SD tenía un objetivo muy concreto: espiar a los miembros del partido y dar así la susperioridad a las SS sobre la organización regular de la organización. Con el paso del tiempo, acabaría siendo el centro de información e investigación de la Gestapo. En un principio Eichmann sólo debía archivar información referente a francmasones y elaborar un plan museístico sobre ellos. Los nazis tenían una morbosa querencia a convertir en museo todo aquello que destruían. Sin embargo, en 1938 le sería encomendada una nueva tarea: la emigración forzosa del pueblo judío. Como escribe Arendt: «todos los judíos, prescindiendo de los deseos que albergaran y de su ciudadanía, debían ser obligados a emigrar, lo cual, en palabras corrientes, se llama expulsión. Siempre que Eichmann recordaba los doce años de su vida en el partido, no podía dejar de considerar que el mejor de todos ellos fue el que pasó en Viena como director del Centro de Emigración de Judíos Austriacos» Poco antes había sido ascendido a teniente por su «amplio conocimiento de los métodos de organización e ideología de los enemigos, los judíos».
La dirección del Centro de Emigración de Judíos Austriacos supuso para Adolf Eichmann un reto personal. Ese reto consistía básicamente en trasladar en convoy a los judíos fuera de Alemania hacia los «reasentamientos» organizados en los países ocupados o afines, siempre que la legislación permitiera su acogida. La solvencia con la que Eichmann cumplía las órdenes de sus superiores, Heydrich y por encima de éste, Himmler, le convirtieron en un ejecutor muy a tener en cuenta desde la Cancillería para conseguir que Alemania fuera un país libre de judíos, antes de que Hitler aprobara definitivamente la llamada «Solución Final».
El diablo en el laberinto: la Solución Final
La expulsión de los judíos se tornaría una solución extremadamente complicada y al mismo tiempo insuficiente para alcanzar el objetivo perseguido por Hitler para cuando se declarase la guerra el 1 de septiembre de 1939. Fue en ese momento cuando el régimen nazi se hizo abiertamente totalitario y criminal. Uno de los pasos más importantes, desde el punto de vista orgánico, fue el decreto firmado por Himmler, que fusionaba el Servicio de Seguridad de las SS, al que había pertenecido Eichmann desde 1934, y que era un órgano del partido, con la policía de seguridad del Estado, que comprendía la Policía Secreta del Estado, más conocida como la Gestapo. El resultado de esta fusión fue el nacimiento de la Oficina Principal de Seguridad del Reich (RSHA). La RSHA estaba dirigida por Reinhardt Heydrich y comprendía 7 secciones principales. La sección IV era el negociado de la Gestapo y estaba dirigida pro Heinrich Müller. Su tarea era combatir a los «elementos hostiles del Estado». La sección IV estaba integrada por dos subsecciónes. La subscción IV-A se ocupaba de los acusados de comunismo, sabotaje, liberalismo y asesinato. La subsección IV-B se ocupaba de las sectas: católicos, protestantes, francmasones y judíos. Cada una de estas dos subsecciones poseía oficina propia, designada con un número arábigo, y así, a Eichmann se le encargó la Subsección IV-B-4 de la RSHA. Eichman dependía de Müller, cuyo superior era Heydrich que estaba bajo las ordenes de Himmler quien dependía directamente de Hitler.
A todas estas oficinas había que sumar otra organización paralela compuesta por los altos jefes de las SS y de la policía que estaban al mando de las organizaciones regionales. Su cadena de mandos no enlazaba con la RSHA, sino que eran directamente responsables ante Himmler. Todas ellas funcionaban como una maquinaria burocrática. Ostentaban un enorme poder y competían entre sí ferozmente lo que no significaba un alivio para las víctimas, ya que su ambición era siempre la misma: matar tantos judíos como fuera posible.
De izquierda a derecha, Heydrich, Himmler y Hitler, durante un encuentro en Praga.
El control de la burocracia y el coste económico que suponía para Alemania desplazaron la política de emigración forzosa. Cuando Eichman se hizo cargo de la oficina IV-B-4 de la RSHA se enfrentaba todavía un incómodo dilema: por una parte, la emigración forzosa era la fórmula oficial para la solución de la cuestión judía y, por otra, la emigración había dejado de ser posible. Ante esta situación, propuso tres alternativas posibles. La primera consistía en reasentar a todos los judíos en un protectorado tan grande como fuera posible ubicado en el centro de la Polonia occidental, que ya estaba en manos de los alemanes. En principio, su idea encajaba con el plan aprobado por Reinhardt Heydrich: la concentración de todos los judíos en guetos, establecimiento de consejos de decanos judíos y deportación de todos los judíos a la llamada Zona del Gobierno General. Una vez iniciadas las deportaciones, Eichmann se encontró con el mayor obstáculo. El responsable de los judíos en Polonia, Hans Frank, no admitía interferencias de la RSHA, de manera que muchos fueron ejecutados y otros, incluso repatriados, cosa que no había sucedido nunca hasta entonces.
El segundo intento de Eichamann consistía en deportar a más de cuatro millones de judíos a la isla de Madagascar, pero al cabo de un año, la idea pasó ser considerada “caduca”. Según Hitler y Himmler, los alemanes ya estaban psicológicamente preparados para dar un paso mayor: ya que no existía ningún territorio donde pudiera efectuarse la evacuación, la única solución era el exterminio, aprobado en la conferencia de Wansee. A partir de entonces, Eichmann quedó relegado a un segundo lugar. La Solución Final quedaba bajo el mando de las SS y la policía alemana. Otra oficina principal, la Oficina Principal para Administración y Economía (WVHA) era la encargada de determinar la “capacidad de absorción” de las diferentes instalaciones de matanza y también de las recurrentes necesidades de esclavos en las numerosas empresas industriales que habían encontrado rentable establecer sucursales en al vecindad de algunos campos de exterminio. Eichmann recurría constantemente a la WVHA para poder averiguar el destino final de cada envío de judíos.
La orden de exterminio de todos los judíos, no sólo los rusos y polacos, dada por Hitler, aun cuando fue promulgada más tarde, tuvo sus orígenes en la misma Cancillería del Führer, en su oficina personal. Esta orden no guardaba ninguna relación con la guerra, ni se basaba, a modo de pretexto, en necesidades de naturaleza militar. La Solución Final, el programa de exterminio en cámaras de gas, nació a consecuencia del programa de eutanasia de Hitler. Las primeras cámaras de gas fueron construidas en 1939, para cumplimentar el decreto de Hitler, dictado en septiembre del mismo año, que afirmaba «debemos conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor». Entre el mes de diciembre de 1939 y el de agosto de 1941, alrededor de 50.000 alemanes fueron muertos mediante gas de monóxido de carbono, en instituciones en las que las cámaras de la muerte tenían las mismas engañosas apariencias que las de Auschwitz, es decir, parecían duchas y cuartos de baño. El secreto de estas instalaciones se destapó mas pronto que tarde, provocando la indignación de una parte de la sociedad alemana. Quienes habían trabajado en el programa de eutanasia en Alemania fueron enviados al Este para construir nuevas instalaciones, a fin de exterminar en ellas a pueblos enteros.
La labor principal de Eichmann consistía en tener preparados los desplazamientos ferroviarios e informar a los consejos de los decanos judíos del número de judíos que necesitaban para cargarlos. Los consejos de los decanos estaban integrados por los judíos más prominentes de cada ciudad o región. De manera que no eran los nazis, sino los consejos quienes elaboraban las listas de los deportados. Los judíos se inscribían en registros, rellenaban infinidad de formularios, contestaban páginas y páginas de cuestionarios referentes a los bienes que poseían para permitir que se los embargaran, luego acudían a los puntos de reunión establecidos y eran embarcados con destino a su propia muerte. La maquinaria de exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de que los horrores de la guerra se cebaran en la carne de Alemania, y la intrincada burocracia de dicha maquinaria funcionaba con la misma infalible precisión en los años de fácil victoria que en aquellos otros de previsible derrota. Al principio, cuando aún cabía tener conciencia, rara vez ocurrieron defecciones en las filas de la elite gubernamental o de los altos oficiales de las SS. Las defecciones comenzaron a producirse cuando se hizo patente que Alemania perdería la guerra.
Para los judíos, el papel que desempeñaron sus dirigentes en la destrucción de su propio pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la historia de los sufrimientos en Europa. En el informe sobre Eichmann elaborado por Hannah Arendt se afirma definitivamente que: «el hecho, harto conocido, de que el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuviera a cargo de comandos judíos, quedó limpia y claramente establecido por los testigos de la acusación, quienes explicaron que estos comandos trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios, que arrancaban los dientes de oro y cortaban el cabello a los cadáveres, que cavaron tumbas y, luego, las volvieron a abrir para no dejar rastro de los asesinatos masivos, que fueron técnicos judíos quienes construyeron las cámaras de gas, incluso el verdugo al servicio de la horca era judío».
Eichmann, Kant y el imperativo categórico
Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, Eichmann sólo cumplía con su deber. Su deber no era asesinar, ni ordenar que otros llevasen a cabo las ejecuciones. El suyo era simplemente coordinar a los consejos judíos y organizar los desplazamientos a los distintos campos de concentración donde hombres, mujeres y niños acabarían sucumbiendo en una cámara de gas. Su papel en el exterminio consistía poco menos que en lavarse las manos como Poncio Pilatos. Su papel consistía en hacer cumplir órdenes y que otros la cumplieran.
Sin embargo, en su cabeza, este cumplimiento del deber no sólo consistía en obedecer órdenes, era otra cosa, se trataba de acatar la ley, una ley general que trascendía cualquier norma escrita, una especie de imperativo categórico de carácter demoníaco. Durante el interrogatorio policial, Eichmann confesó que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant. La afirmación era sencillamente repugnante ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina cualquier tipo de obediencia ciega.
«Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales». La cuestión aquí radica en saber que esas leyes generales eran estrictamente las aprobadas por Adolf Hitler, leyes que legalizaban la Solución Final y convertían a Alemania en un estado criminal que aprobaba leyes criminales. La adaptación de Kant al régimen del III Reich vendría a ser un perverso axioma que diría tal que así: compórtate de tal manera que si el Führer te viera aprobaría tus actos. Gran parte de la horrible perfección en la ejecución de la Solución Final se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significaba únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece.
Sería ocioso intentar averiguar qué era más fuerte en Eichman, su admiración hacia Hitler o su decisión de seguir siendo un ciudadano fiel cumplidor de las leyes del Tercer Reich, cuando Alemania era ya un montón de ruinas. Las órdenes de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibían el tratamiento propio de una ley. La ley de Hitler exigía que la conciencia de los alemanes alentaran a todos a matar, pese a que los organizadores de las matanzas (nazis y judíos) supieran muy bien que matar era algo que iba en contra de los deseos normales de cualquier persona. Como indica Hannah Arendt para referirse a la banalizad del mal «el mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente, la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes, al beneficiarse con ellos».
En orden a determinar un juicio sobre Eichmann y todos los alemanes, noruegos, húngaros, rumanos, holandeses, franceses y yugoslavos que actuaron como él, parece importante destacar que Eichmann carecía de motivos, salvo el ascenso en el escalafón, para colaborar con el exterminio de los judíos y de otros pueblos. Eichmann no sentía ningún tipo de animadeversión ni odio por los judíos, en ningún momento se paró a reflexionar sobre esto. Sencillamente era su necesidad de cumplir con el deber lo que le impulsaba a ser una parte del sofisticado engranaje de una maquinaria burocrática dedicada al exterminio. En ningún momento Eichmann cuestionó la ilicitud de las órdenes pero esto, en contra de su abogado, no le eximía de su responsabilidad. Por eso merecía ser ahoracado.
Adolf Eichmann comparece ante el Tribunal Penal de Jerusalén.
La campaña contra la imagen de Hannah Arendt resultó bastante efectiva. Acusada de antisionista, hubo un momento en que la difamación logró tambalearla de su cátedra de filosofía en la Universidad de Chicago. De alguna manera, Arendt ponía de manifiesto varias cosas: la primera era que el miedo había logrado que los consejos judíos aceptaran la Solución Final. En segundo lugar, que los miembros de los consejos de los judíos no eran el pueblo judío. En tercer lugar, que el juicio a Eichamann no era por matar a judíos, sino a hombres y mujeres en masa, independientemente de que estos fueran o no judíos. Como es obvio, el informe sobre Eichmann en Jerusalén causó un gran escándalo entre los israelíes que interpretaron las palabras de Hannah Arendt como un alegato en defensa de Eichmann y una acusación a los judíos, que de víctimas habían pasado a ser colaboradores del genocidio de su propio pueblo. Incluso el juicio carecía de toda legitimidad, pues para Hannah Arendt, los crímenes contra la humanidad debían ser juzgados en un tribunal penal internacional permanente y no ante un tribunal ad hoc que había tratado de redimir a través de los crímenes de Eichmann, el dolor de los judíos.
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De NEVILLE, 25/06/2013
Fotografía: Eichmann durante el juicio