POR JULIAN GORODISCHER Y JAVIER SINAY
Muchos cronistas argentinos del siglo XXI están impulsando, como tema hegemónico, objetos y entornos de la vida cotidiana: rutinas de repetición periódica, el ocio y el trabajo narrados por una omnipresente primera persona en contexto urbano, la propia enfermedad, el propio amor, la propia melancolía de los años perdidos...
El énfasis en el individuo, que había sido postergado del relato de realidad en favor del protagónico para el “acontecimiento de interés masivo” –que marcó el pulso de la narrativa en el corazón de los medios masivos del siglo XX, influida por una idea de mercado asociada a grandes masas lectoras–, abre paso a una nueva confianza en la capacidad transformadora que ejerce la mirada sobre la realidad. En ese mismo sentido, los rasgos de género que se reseñarán tienen que ver con ese avance del yo biográfico, omnívoro, especializado, crítico y/o analítico, sobre el mundo, la ciudad, el barrio...
Tomemos tres textos significativos de estos primeros años del siglo: los libros El interior , de Martín Caparrós –2006– y Banco a la sombra , de María Moreno –2007– y el artículo “El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de La Pampa”, de Leila Guerriero, reciente premio González Ruano al mejor periodismo hispanoamericano 2013. En ellos, se hace objeto del “yo”, centro articulador de estos dos diarios de viaje y de la memoria de infancia de Guerriero, revisada a la luz de su lectura de Madame Bovary . Los tres dialogan con un imaginario actual que ya no concibe a lo real sino como mirada que lo constituye (haciendo uso del monólogo interior, el poema, la asociación libre y la sobre-exposición de un cronista en personaje). Reivindican una explosión estetizante y estilizada de subjetividad contra el magma atomizado y ruidoso en blogs y redes sociales.
Formar familia
En Correrías de un infiel , el libro que Osvaldo Baigorria publicó en febrero de 2004 –en la colección “Aquí me pongo a cantar”, Editorial Catálogos–, la crónica se propuso “remontar la travesía al origen que encierran las letras de mi apellido”, según anota el cronista. Sus correrías son evocación de la historia de su antepasado el coronel Manuel Baigorria y traen el eco constante de la aventura de Una excursión a los indios ranqueles , de Lucio V. Mansilla.
La familia no es, por cercana, precisamente el más sencillo territorio para explorar: allí conviven tensiones, secretos y afectos que complejizan tramas y recorridos. Es también tragedia. Lo sabe el autor-coraje que explora en su felicidad y su dolor para extremar y tensar los clímax narrativos. Lo íntimo, en la sección “Mundos íntimos” de Clarín (primera irrupción, editada por Daniel Ulanovsky Sack, de la crónica confesional a la manera del personal essay de origen norteamericano en prensa gráfica masiva argentina), atañe –por ejemplo– al testimonio de una familia conmovida por la pérdida, como en la destacada “Mi hijo murió: recordar su alegría es mi homenaje”. Allí, Mario Grinberg conecta con el tono del sacrificio, dando como resultado un constante pico de tensión dramática.
Lo privado, en “Cuadernos privados”, la columna que en este mismo diario publica los domingos Laura Ramos, ejerce un neo-costumbrismo chispeante y liviano, funcionando como nota de color desligada del valor “actual” o “primicia”, posmodernizando (individualizando, atomizando) los propios ámbitos (sus familias elegidas, rejuntes) abordados anteriormente por la misma cronista en la columna “Buenos Aires me mata”, del suplemento Sí, una década y media atrás. El aguafuerte se traslada, aquí, a los territorios de un lumpen-elitismo en los márgenes de la información corriente.
La tendencia a armar, reinterpretar y narrar la propia familia encuentra otro clímax, en 2002, cuando Jorge Fernández Díaz publica Mamá , crónica según el punto de vista de una inmigrante española, encarnada sobre la base de cincuenta horas de entrevista con su propia madre.
Alan Pauls evocó sus vacaciones familiares en La vida descalzo y Graciela Mochkofsky reivindicó la posibilidad del objeto en el seno profundo de la mitología familiar de su Tío Boris (2006), como vía para interrogarse sobre el sentido del heroísmo y la decadentización del comunismo en la Argentina. A la serie se agrega, este mes, Cristian Alarcón (chileno nacionalizado argentino), con Un mar de castillos peronistas(Marea, 2013). Aquí, el cronista que noveló como nadie la villa y la droga contemporáneas en Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa ahora explora la intimidad de su propio clan por opción –amigos, pareja y familia sanguínea– para dar testimonio, en verdad, de las obsesiones de la Argentina de la última década, sus actores políticos, las nuevas prácticas del deseo y el consumo en la mediana edad.
Vida cotidiana y enfermedad
Durante estos primeros años del siglo argentino, María Moreno se dedicó a desandar “lo real instituido”: todos esos mecanismos discursivos que nos regulan día a día y que constituyen procesos automáticos en los cuales fundamos una cosmovisión, una manera de ver el mundo y de reconocernos nosotros, de acuerdo a postulados y a premisas que ya no cuestionamos.
Para ella –como para Edgardo Cozarinsky en Palacios plebeyos (2006) y María Sonia Cristoff en su saga de caminatas urbanas (“Caminata bárbara”, por caso, en Buenos Aires, la ciudad como un plano y en la serie de entregas “Derivas porteñas” que publicó la sección quincenal No ficción, de Ñ, en 2011 ) poner el cuerpo en riesgo significa exponerse pero no en el campo de batalla sino en la habitación de un hotel o en la combi que lleva de un lado a otro a un contingente de turistas o en el simple derrotero funcional a la vida práctica.
Ahí está el verdadero terror. El peligro está en lo cotidiano, el monstruo es el vecino de asiento; la acechanza es del mozo de la plaza veneciana que, por otra parte, la cronista jamás visitó –como reconoció en entrevistas publicadas–.
En la era de las mediaciones simbólicas expandidas a todos los ámbitos y momentos de la vida humana, en un mundo gobernado por los archivos digitales, donde hay más antenas y pantallas que hogares que les dan uso, Moreno dota de un nuevo valor, no menor pero sí prescindible, a la experiencia del in situ.
Proponer una mitificación de lo real significa, entonces, permitir incluso en el campo de la crónica realista de hábitos cotidianos la irrupción de elementos fantásticos, como hizo Daniel Link en su crónica-novela Montserrat (2007), donde logró pervertir de alguna forma la estructura rutinaria de la semana para que un día no sea igual al que le sigue, posibilitando que, en la escala de lo próximo, se desarrolle la aventura.
En otro plano, en el registro militante del cuaderno de expiación, Marta Dillon enConvivir con virus –sus columnas publicadas en Página/12 desde fines de los 90 y luego editadas como libro– vino haciendo desde fines del otro siglo un aporte sustancial a la deconstrucción de lo real/ cotidiano –a la que abona también otros grandes relatos del cuerpo enfermo como el recientemente editado en e-book Biografía de mi cáncer de Patricia Kolesnicov o las columnas “Soy positivo”, de Pablo Pérez en el suplemento Soy. En todos, se da la sobre-exposición del cuerpo a través de sus deseos, sensaciones, temblores.
Al personaje de Dillon, en una de esta serie de memorias anti-higienistas por entregas, no le gusta cómo le quedan los pantalones y menos le gusta mancharse la ropa interior porque los intestinos no le responden. “No hay enemigo –escribe– sino contradicciones que llevan mi nombre.” En el relato autobiográfico de los cronistas enfermos, el síntoma, las limitaciones y aspiraciones del organismo, son medios para escapar del “terrible gueto del alma sojuzgada por la vergüenza de sí misma” (escribió Didier Eribon).
Para quien debió durante tanto tiempo interpretar un personaje, el exhibicionismo es lo opuesto a la vergüenza. Así como el temor o el riesgo de infección invaden la cama, también el deseo –en Dillon y Pérez– se manifiesta en la guardia, el consultorio, la farmacia: deseo e infección se funden en un doble movimiento de diferenciación y contaminación recíproca. Esta vez, el detalle de vida cotidiana, la obsesión desatada en la rutina de la toma, la dieta, las excreciones, etcétera, cumplen la función de calmar la imaginación (alimento del estereotipo y el prejuicio) en vez de incitarla.
Crítica y cronistas
A comienzos del siglo, en el preciso año 2000, José Pablo Feinmann decide contar como historias sus reseñas y publica Pasiones de celuloide , donde recoge varios textos en torno al cine y les da la forma de una confesión donde admite: “Para mí, escribir fue escribir sobre cine”. Con los años, Feinmann volvió a relatar el cine ( Siempre nos quedará París , El cine por asalto ) y moldeó un estilo propio de crítica en el que el contexto y la propia experiencia valen tanto como lo que se ve en pantalla, acaso retomando las grandes críticas narradas de Ernesto Schóo, Enrique Raab y Felisa Pinto en la revista Primera Plana.
En lo que va de este siglo, la crítica halló varias vías para modelar las originales y fronterizas manifestaciones de la crónica. Miguel Brascó relató el campo culinario enPasarla bien –el tomo dedicado a los restaurantes de la colección In situ, 2006–; Alejandro Seselovsky se sumergió en la televisión pasatista en Trash (2010); y Carlos Ulanovsky trazó por fin su propia historia (luego de anotar la de la radio, la televisión y los medios gráficos en tres grandes tomos) en Redacciones (2012), una autobiografía profesional que lleva al lector de viaje por los últimos cincuenta años del periodismo argentino. Completan el panorama las antologables crónicas sobre cine y teatro de Moira Soto, las de Hugo Beccacece, las “Pistas” de Diego Manso en Ñ y las reseñas de rock y cine de Mariana Enríquez.
Como correlato de este avance del relato sobre la crítica, también incide la teoría en territorios de la crónica, en memorables cruces entre narración, in situ y análisis como fueron –selección entre un vasto corpus–: “Cazadores en el granero del mundo” (Matilde Sánchez en Clarín, 2001), El fin del amor y otras mentiras (M. Moreno, 2002), así como las narraciones híbridas de Juan José Becerra en Ñ (2010), las coberturas “ensayadas” de actos masivos a cargo de Beatriz Sarlo para La Nación y dos medios digitales íntegramente abocados a desentrañar los vericuetos de la narración de la crítica y la teoría académica: las revistas Otra Parte -dirigida por Marcelo Cohen y Graciela Speranza- y Anfibia (UNSAM), bajo el control de Cristian Alarcón.
De cuerpo presente
En julio de 2006, Martín Caparrós publicó El interior y trajo nuevos aires a la crónica: aires de poesía. A lo largo de su viaje por la Argentina, el que es considerado por algunos como el más grande cronista vivo del idioma español recurre varias veces a las estrofas para narrar la realidad de pueblos y rutas nacionales. Caparrós describe en poema un campo de soja o reflexiona sobre un pueblo jujeño. Pocos meses después, en 2007, María Moreno recurre a los versos en Banco a la sombra , su libro de textos sobre plazas publicado en la colección In situ de Editorial Sudamericana. Moreno le dedica un poema a la Plaza Navona, de Roma, donde evoca una tarde de amor, y algunos años más tarde Edgardo Cozarinsky la cita en su novela La tercera mañana: “Ningún amor termina/ yace en la cara oscura de la mente...” .
Pero es Josefina Licitra la que, en Los otros (2011), le da a la poesía un punto de máximo cruce con el periodismo al diseñar un largo canto de 14 páginas hablado por uno de sus personajes: una profesora que, a la vera del Riachuelo, en un viaje en auto, evoca los rincones de un barrio decadente. Un/a cronista que dice “yo” con tanto énfasis como para que surja el lirismo irrumpe junto con otros que se embarran en el campo pero convirtiendo en acto performático el subgénero gonzo de sus precursores alineados con Hunter Thompson. Bajo influencia de las experiencias de suplantación de identidad de la revista colombiana SOHO (desde 1999) y de los aires de modernización que representó la edición de Cabeza de turco (2000, del alemán Gunter Wallraff como Alí, un inmigrante turco destinado a “sobrevivir”), empezaron a proliferar los performers locales de alta calidad narrativa, desde el pionero Cicco en Yo fui un porno star (El cuenco de plata, 2006), punto más alto de su recorrido de antihéroe urbano, quien propone fingir para encontrar una verdad esencial, y el empleado precario impostado por Alejandro Seselovsky en “Diario de un telemarketer” (Rolling Stone, 2007), donde define como prioridad narrativa local a esa zona de la degradación del cuerpo y el espíritu joven que también se encarnó en el más reciente Alta Rotación (2009) de Laura Meradi. Y Violeta Gorodischer se convierte en personaje protagonista de su crónica Buscadores de fe , haciendo pasar por su vivencia la amplia gama de la espiritualidad contemporánea que opera sobre una princesa judía híper psicoanalizada que se termina convirtiendo en “diksha-giver”.
"Quiero irme"
En Los otros (2012), de Josefina Licitra, hay una escena nocturna y suburbana, peligrosa, en la que la cronista (el personaje) anota: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son. No quiero cruzar las vías. Quiero irme”. Sonia Budassi (en Apache , 2010) narra el off de una entrevista malograda con el futbolista Carlos Tevez; Sebastián Hacher en Sangre salada (2011) intenta rechazar un vaso de alcohol en una fiesta andina; Rodolfo Palacios –que hereda y actualiza a los cronistas policiales clásicos en Adorables criaturas – se ríe de sí mismo con el lector y con los asesinos a los que retrata. El joven e intrépido mochilero latinoamericanista es convertido por Joaquín Linne, en Misoginia latina (2010), en un fóbico que cuenta su sistema neurótico obsesivo puertas adentro del hostel. Desde el narrador de viajes al cronista policial se muestran vulnerables, testigos de situaciones que querrían evitar pero que deciden vivir. En la debilidad, el individuo resurge en todo su esplendor.
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De Revista Ñ, 12/07/2013
Ilustración: Martín Tognola
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