Al subir la colina, se mira hacia lo lejos el paisaje normando, pero no puede verse nada del castillo. Sin embargo, debe estar allá arriba el castillo en el que vive el señor Paul Morand, cuando no barrena por el mundo disfrazado de la Virgen de los Durmientes. No hay castillo.
El coche rueda lentamente hacia arriba las largas serpentinas -no hay castillo. Ya estamos arriba - no hay castillo. Luego se atraviesa una oscura arboleda, después un rincón verde claro con arbustos -y ahí está, en el vasto silencio, la pequeña construcción castelar con la fachada en el más puro Luis Xlll. Este castillo mira a lo lejos sobre los campos cercanos a Rouen -pero no puede ser visto.
Aquí no hay nadie; sólo un malhumorado perro pequinés tirado perezosamente al sol, mostrando su lengua negra. Miramos los alrededores. El parque no es un "parque" cuidado, como el que ha aparecido en las novelas correspondientes -no está abandonado, pero, en cierta forma, es un parque en vacaciones, uno que descansa en apacible relación con su hermano el bosque. Entramos.
Pasos en el vestíbulo. Batir de puertas: el señor Morand. Buenas tardes.
El señor Morand parece como si tuviera una madre de origen asiático -lo cual seguramente no es cierto, pero el viaje es su segunda madre, la que le ha otorgado ese aire malayo (sólo vista desde atrás, esa cabeza redonda no tiene aspecto asiático). Apretón de manos y gestos invitantes, y en el pequeño salón, por el que vagan velozmente nuestros ojos, estamos ya en medio de la conversación. ¿De qué hablan los poetas?
De acuerdos, naturalmente, y de tiradas, y elevan tan alto las alas de la imaginación, que ni los mismos editores pueden alcanzarlos, y hasta ahí todo está en orden. Este cuento moderno se cuenta en tres escenarios: precisamente en este salón, en un pequeño comedor, en el cuarto de trabajo de Morand.
El salón es un hábil y nervioso bric‑à‑brac con fondo histórico, en el que hay una mesa inglesa de té medio chaparra, y lo que llama inmediatamente la atención es la armonía con la que coinciden todas las épocas. La boiserie, los muebles antiguos y las lámparas nuevas, las viejas ventanas y la luz eléctrica: todas son de un buen establo y conviven como animales pura sangre. El severo trazado de la arquitectura ha sido disuelto en miles de miniaturas juguetonas que, sin embargo, no alteran el tono fundamental. El salón no es un salón; es una sala y es adecuado para este hombre.
El comedor tiene paredes gris claro y puertas cubiertas de seda roja; se trata de un recuerdo del Escorial: como una boca vivamente maquillada, el rojo surge casi dolorosamente de la superficie gris. Una magnífica chimenea adorna el panorama; no se opone a que el té se caliente eléctricamente, mira benévolamente este tiempo, que no es el suyo, pero con el cual se conforma. El comedor no es un comedor, pero es adecuado para Morand.
El cuarto de trabajo es un pequeño camarote. Desde la ventana, el escritor contempla el cielo y la claridad frente a la casa. Aquí predomina una gran tranquilidad. En el cuarto de trabajo hay un par de cojines de cuero y huele a mar. Aquí escribe el errabundo.
El perro pequinés debe decir buenas tardes, lo que hace en un chino igualmente hosco; ha recibido un correctivo por perseguir a las palomas. "¡Maifat‑se la!" le digo con la feliz suposición de que es chino. Morand busca un libro y nuestra mirada cae en el tatuaje de su brazo... El dibujo azul pálido contrasta con el color amarillento de la carne. Hablamos del mundo, afuera y adentro.
¿Los franceses no viajan? La joven generación francesa viaja y Paul Morand es uno de ellos.
Traducción de Javier García-Galiano
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De NEXOS, 01/03/1996
Imagen: Portada de un libro de Paul Morand
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