Thursday, February 27, 2014

Lionel Asbo: adorable hijo de puta


Víctor Guillot

Hay cierto sarcasmo que funciona como una espátula con la que uno va levantando la pintura desconchada de la pared. Las sátiras de Martin Amis son espátulas que van rascando las paredes desconchadas de su país, de sus instituciones sociales, rasca que te rasca, con deleite y fruición, rasca que te rasca, sobre toda esa morralla social, vanidosa, engreida y fanática del dinero y la fama que los medios de comunicación, los partidos y los bancos han esculpido sobre la sociedad capitalista británica, como un sofisticado, hermoso y pestilente mojón de mierda. Para cuando has terminado de leer sus novelas más cabronas, sólo te quedan ganas de ir al water y giñar. El  cinismo y la risa te han dejado esa extraña sensación de cagarte en todo entre enormes carcajadas, provocándote una revoltura intestinal divertida, mezquina y placentera que te invita a purgar tu mierda sobre la taza blanca del retrete, observarla complacientemente y después tirar de la cadena. El water también se rie con una prolongada carcajada. Observas como el agua se lo lleva todo. Martin Amis es un water terriblemente inteligente. No distingue lo que traga o todo lo que se traga es susceptible de ser asimilado a la mierda.  De modo que nada ni nadie se salva en sus historias: ni los periodistas, ni los políticos, ni los plutócratas ni las putas. Gente con la letra p a cuestas. En la literatura de Martin Amis todo queda al descubierto y todo acaba siendo deglutido y procesado, convertido en lo que es la mayoría de las veces: mierda. Así que uno se va tranquilamente al trono, abre el ojete y mientras el cerullo cae gracias al empuje mágico de la fuerza de la gravedad, contempla que las paredes de su casa todavía siguen limpias porque nos pasamos la vida, como Martin Amis, rasca que te rasca. Pues bien, algo así sucede con Lionel Asbo. El estado de inglaterra (Anagrama).
Siguiendo la estela de Dinero, Exito o Perro Callejero, Lionel Asbo trata de una bestia parda, un monstruo total, procedente de los bajos fondos de Londres. Asbo es auténtico lumpenproletariado subvencionado, chaps del bueno, genuina carne de presidio, que entra y sale de la cárcel con la misma familiaridad que usted y yo vamos a la consulta del médico cuando nos engancha una mala gripe. Un buen día, al analfabeto Asbo le toca la lotería y su vida cambia. De pronto se convierte en El Patán de La Loto. Qué puede sucederle a un hombre así con 140 millones de libras. Absolutamente de todo. Y eso es lo bueno. Con dinero, un psicópata callejero puede llegar a ser mejor psicopata y mearse en la cara de todo el mundo sin reproches, tan solo con grandes dosis de odio y aplausos. Mola.
Como las putillas más famosas, como los futbolistas que surgieron de algún barrio podrido, o esas cantantes anoréxicas y analfabetas que esnifan farlopa a cualquier hora y enseñan las tetas para ocupar las primeras portadas del Sun y otros tabloides sensacionalistas, Lionel Asbo pasa de ser un peligroso ciudadano al que hay que tener permanentemente controlado a trasvestirse en un talento desaforado al que todos quieren conocer y todos quieren destruir. Porque en la vida de Lionel Asbo se han cruzado un chulo y una puta: el dinero y la fama. Dos perros que te siguen a todas partes, que ladran y muerden, rabiosos y venenosos, dos chuchos dispuestos a hacerte rico y a arruinarte, a concederte la gloria y a destruirte, a elevarte a los altares y arrastrarte a los infiernos. Sus aullidos se escuchan en todas partes. Todo resulta terriblemente tierno. Así es Inglaterra.
Martin Amis vuelve a la sátira más cabrona, a libros como El cristiano mágico donde el humor y la escatología caminan juntas de la mano o a esa mirada dickensiana que nos advierte de algo que siempre olvidamos: la vida no es generosa. Por lo tanto, por qué lo iba a ser Lionel Asbo. El dinero no conseguirá que nuestro amigo reparta la pasta entre sus seres queridos. No hay compasión ni generosidad, solo instinto de venganza, ganas de destruir y destruirse, ansias por derrochar, devorar, morder y hacer el mal. Lo que más me gusta de Asbo es que no tiene conciencia de sus estragos, tan solo es una pieza más del sistema y como tal está perfectamente engrasada. Su mierda es nuestra mierda. La mierda fresca es buen engrasante. El contrapunto a tan carismática vileza será su sobrino Desmond, un muchacho capaz de introducir cierta cordura en el devenir de Lionel. El joven Des se ha pasado la adolescencia tirándose a la madre de su tio Asbo. No se preocupen, no se alarmen, esta circunstancia no será un problema para que el prudente y culto Desmond logre lo que siempre había deseado: una modesta felicidad, junto a su mujer y su hija. Porque Lionel Asbo, a fin de cuentas, no deja de ser el Estado de Inglaterra, un tipo y un país tan grande como miserable, tan miserable como cualquier otro hijo de puta de la clase trabajadora de un jodido barrio de Londres y tan grande como aquel Imperio del que sólo queda su corona. Y ahora me voy al trono. A su salud.

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De NEVILLE, 27/02/2014
Fotografía: Martín Amis

Wednesday, February 26, 2014

Europeos en extinción


Reseña hecha porIván Marcos  @ivanmarcos
Encontré el presente libro fruto de la casualidad, rebuscando en las estanterías de la librería-café La Fugitiva en Madrid. Debo confesar que ya el propio título del libro me cautivó, así como las siguientes palabras de la contraportada "Europa fue lo que todavía es gracias a sus minorías, al entramado sutil de sus diversidades, a su babel lingüística. No aparecen en el telediario ni en los periódicos, pero muchas comunidades de europeos están en vías de desaparición".
El autor realiza un fascinante viaje humano, histórico y antropológico para contarnos de primera mano las historias de cinco pueblos olvidados de la vieja Europa.
El libro se subdivide en cinco capítulos independientes que nos llevan al interior de minorias que se encuentran en cinco países muy diferentes como son: Bosnia, Eslovenia, Italia, Macedonia y Alemania.
El  primer capítulo nos lleva de viaje a Bosnia y a una ciudad compleja y fascinante como es Sarajevo. Las historias se van mezclando entre el pasado y el presente para llevarnos a la vida de los últimos sefardíes. Las conexiones con la expulsión de España se mezclan con instantes de su pasado reciente en el que la ciudad sufrió la sin razón de la guerra y la barbarie. Hoy apenas son unas decenas, pero hace décadas y siglos fueron una comunidad muy importante en una ciudad cosmopolita e integradora que está de lleno en el centro de la Historia del viejo continente.
El segundo capítulo nos traslada  a Eslovenia y nos lleva a la pequeña zona de la Gottschee donde todavía se conservan las tradiciones y la herencia de un pueblo germano parlante que ha sufrido el peso de la Historia. El recorrido histórico nos lleva a través de siglos y hasta acabar en el siglo XX, donde las dos Guerras Mundiales ,la caída del imperio austro húngaro o la desintegración de Yugoslavia marcó el nombre del país al que pertenecían.
Con el tercer capítulo nos vamos a Italia, a la región de Calabria donde conocemos a las gentes Arbëreshë que son una minoría de origen albano. Vamos conociendo las vidas y el pasado de un pueblo que desciende de  refugiados debido en muchos casos a la invasión que el imperio otomano hizo sobre Albania y otros pueblos balcánicos. Unas gentes sencillas que ven la vida discurrir  a medio camino entre el recuerdo nostálgico del que fue país de sus antepasados y la integración en diversos pueblos del sur de Italia.
El viaje a Alemania se produce en el cuarto capítulo y nos lleva a entender la vida y el pasado de los sorabos, un pueblo eslavo enclavado en territorio alemán. Como ocurrió con tantos otros pueblos de Europa, sus fronteras y las migraciones vienen parejas a las dos contiendas bélicas del siglo XX, el comunismo y el avance del imperio otomano sobre los Balcanes.
Y para terminar nos vamos a Macedonia, al pequeño país de los Balcanes , para conocer parte de la historia de los aromanos. El inmenso peso de la Historia marca el origen latino de unos pueblos que marcan lo inclasificable que son las actuales fronteras del Este de Europa.
El libro nos deja la sensación de estar en un fascinante viaje antropológico, donde en pleno siglo XXI podemos recrearnos ante el enorme peso de la Historia. Y como en los grandes libros, podemos imaginar el enorme legado de unos pueblos que con escasos miles de personas se resisten a desaparecer. Frente a ellos, el paso del tiempo, la Historia que no se detiene y la nueva uniformidad de una vieja Europa que naufraga en los primeros compases del siglo XXI. Una obra fascinante e imprescindible.
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DE LEER Y VIAJAR, 25/02/2014
Imagen: Cubierta de libro

“¡Métete a puta…!” (Marca España)


Miguel Sánchez-Ostiz
Un concejal del PP en Villarrobledo, a una parada: "Métete a puta" El responsable de Empleo en Villarrobledo (Albacete), Andrés Martínez, indica a una mujer en paro que le fue a pedir ayuda que ejerza la prostitución o dé a su niña en adopción.
Toda la vileza y toda la mugre de una época está resumida en el encabezamiento de esa noticia: estupidez y crueldad, chulería de señorito. Algo va rematadamente mal y no es solo la economía. Algo se ha roto y anda desatado, o siempre lo estuvo y no nos habíamos dado cuenta: el poder asociado a la mala entraña, basado en esta y solo en esta. Pero esa es una noticia entre tantas que no das abasto a comentarlas. Palabras gastadas. Todo dicho. Les resbala. De eso se aprovechan. Entre tanto condecoran con el mérito policial a la virgen, desmontan la justicia universal, convierten servicios públicos gratuitos en negocios privados, apedrean a los inmigrantes, mienten de manera feroz en la Cámara y las mismas instituciones del Estado les corrigen diciendo que los datos económicos que aportan son mentira, han transformado la protección policial de la ciudadanía en una delincuencia organizada, burlan las leyes de manera torera sin que eso tenga consecuencias... no hay quien los pare o eso parece. Leer las portadas de los diarios da vértigo y si te alejas te persiguen como buscapiés: nunca te puedes ir lo suficientemente lejos.
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De vivirdebuenagana, blog del autor, 26/02/2014

El nuevo autoritarismo en América Latina


Héctor E. Schamis
En América Latina, la democracia está en coma. Salvo honrosas excepciones, los presidentes de la región buscan una sola cosa: quedarse en el poder más tiempo del estipulado al asumir, y donde dice “más tiempo”, léase “para siempre”. La consecuencia de ello es el establecimiento de un orden político despótico y personalista, diferente a los de antaño—basados en la institución militar—pero simultáneamente parecidos: una suerte de Macondo pero con elecciones.
Estos nuevos autócratas han usado diversos métodos para perpetuarse, todos efectivos, además, en paralizar a la oposición. Chávez, por ejemplo, logró modificar la constitución en pos de su reelección indefinida. Es su sucesor, Maduro, quien intentará amarrarse al poder para siempre. Si ello se logra por medio de elecciones limpias o por medio del fraude, como en abril pasado, es trivial, sobre todo una vez que el pajarito en su sombrero confirmó la legitimidad del resultado.
Evo Morales, por su parte, hizo aprobar la nueva constitución en 2009, la cual estipula que los mandatos anteriores a la vigencia de la misma cuentan, inhabilitándolo explícitamente. Pero eso fue en 2009. Ahora, el Tribunal Constitucional autorizó la candidatura del presidente en ejercicio para un tercer período consecutivo. La alquimia legal invocada es que la nueva constitución refundó el estado—el Estado Plurinacional—y por lo tanto la primera presidencia de Morales ocurrió en “otro” estado.
Correa también modificó la constitución, que ahora autoriza dos períodos consecutivos. Más precavido que Morales, se aseguró su tercer periodo desde el comienzo, especificando que el mandato bajo la constitución anterior no contaba. Es decir, bajó el reloj a cero en 2009, y así tendrá el poder en sus manos hasta el año 2017. Seguramente verá entonces cómo hace para quedarse otro rato.
A diferencia de los anteriores, Ortega prefirió no perder su valioso tiempo en una tediosa reforma de la constitución, que en Nicaragua prohíbe toda reelección inmediata. Él simplemente presentó su candidatura y la Corte Suprema dictaminó que era “legal”. Así de simple: el más alto tribunal violando la ley suprema para satisfacer al jefe del ejecutivo; igualito a los Somoza.
En Argentina, los adulones a sueldo hablan de "Cristina eterna". No satisfecha con doce años en el poder, entre los propios y los de su difunto marido, la Presidenta intentará postularse a un tercer período a partir de 2015. Para ello necesita dos tercios del Congreso y una Convención Constituyente, eso luego de las elecciones parlamentarias de octubre próximo. El problema de la señora es que su popularidad está hoy alrededor del 35 por ciento y su imagen negativa llega a dos tercios del electorado. Sobre la base de estos datos, sólo le restaría cumplir su mandato, empacar y negociar una partida elegante, porque además no tendrá a la Corte Suprema de su lado como Morales y Ortega.
Pero no, como ella es “vieja y terca”, según nos hizo saber Mujica, ahora está embarcada en un asalto directo a los medios y al Poder Judicial. Así, ordenó a toda su bancada legislativa aprobar, en apenas diez días, la ley de “democratización” del Consejo de la Magistratura, el órgano que designa a los jueces. ¿Por qué tanto apuro? Porque la Magistratura también designa a los miembros de la Justicia Electoral, el órgano que norma el proceso comicial entero, desde el empadronamiento de los ciudadanos hasta el cómputo de los votos. La señora Kirchner está ajustada con el tiempo, pero si logra imponer nuevos jueces electorales rápidamente, ya hay quienes auguran un vasto fraude electoral en octubre. Entonces sí, tal vez, logre las bancas necesarias para la reforma constitucional que la acerque a su tan ansiada eternidad.


Este nuevo autoritarismo— ¿si todo esto no es autoritarismo, qué cosa lo es?—se justifica por una ideología progresista, revolucionaria, liberadora, popular, bolivariana y demás, que dice que hace falta tiempo para consolidar la gran transformación en curso. Muy pomposo y muy solemne, pero son todas pamplinas, eso es nada más que una narrativa para ingenuos. Aquí no hay ideología ni principios, aquí no hay más que petrodólares, negocios mal habidos, lavados de dinero, boliburgueses, ladrikirchneristas y piñatas Sandinistas. Este supuesto proyecto transformador es simplemente una corrupción de tal magnitud, que el poder omnímodo y perpetuo es imprescindible para garantizar su impunidad.
Esta “nueva izquierda”, que tanto ha criticado al neoliberalismo y las privatizaciones, en realidad es idéntica a la “vieja derecha”: ambas han privatizado el poder.
*Héctor E. Shamis es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC.
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Del blog de Triunfo Arciniegas DE OTROS MUNDOS, 16/05/2013

Monday, February 24, 2014

Zweig com humor


Orlando Margarido
Berlim -- Talvez a maior, e única, surpresa deste início de Berlinale, além da temperatura nem tão baixa assim para fevereiro, é saber nos créditos finais que o novo filme de Wes Anderson, The Grand Budapest Hotel, é inspirado em escritos de Stephan Zweig. Surge na tela, inclusive, a data e local de nascimento e morte do autor vienense que, como se sabe, morreu em Petrópolis. Quais escritos são estes não se esclarece. Mas não pude deixar de pensar na coincidëncia da cidade fluminense ser a da nossa familia imperial, com seu palácios e prédios históricos. Será que Anderson sabe disso, ou detectou as referëncias nestes tais escritos? Porque seu filme tem essa ambiencia de riqueza e realeza moldada ainda em antigos preceitos e convenções aristocráticas que se pretende manter no limite de um mundo que começa a ruir. No caso, é a Segunda Guerra que vem se apresentar na trama central, relembrada por um dos personagens quando mais velho e no momento sob a égide do comunismo. Nesse sentido, sim, há a relação direta com o judeu Zweig, que se exilou no Brasil para fugir do nazismo.
Mas divago, porque o que Anderson faz é mais uma vez investir na fantasia um tanto infantilizada de seus filmes, como costuma ser. O cenário é o monumental hotel do título, local refinado no topo dos alpes onde se hospedam os ricos europeus. Quem cuida deles é o conciérge interpretado por Ralph Fiennes, que ao herdar uma pintura valiosa de uma de suas amantes quando esta morre, precisa escapar da perseguição do filho da milionária (Adrien Brody) e seu capanga (Willem Dafoe). Escolhe para seu companheiro de avetura um bell boy (Tony Revolori). O visual surreal e colorido se mantém, mas o elenco soma agora mais estrelas do que aquelas já frequentes em sua trupe, como Tilda Swinton e Bill Murray. São rápidas aparições, até mesmo pontas, de Jude Law, Harvey Keitel, Edward Norton, Saoirse Ronan, além das estrelas francesas Léa Seydoux e Mathieu Amalric, o que dá a dimensão do poder de mobilização de Anderson. Já disse que não sou fã de seu cinema, mas aqui ao menos ele nos trouxe algo mais para pensar sobre a decadência de civilizações, vá lá, que ao final sabemos não ser uma reflexão dele.
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De Carta Capital (Brasil), 06/02/2014
Imagen: Escena del filme

¿Quién escribe las no escritas leyes de los dioses?

CLAUDIO MAGRIS

Hay en la literatura mundial, escribió Paul Valéry, figuras y personajes de tal magnitud que escapan de algún modo al control de su creador, hasta el extremo de «poder convertirse, por mediación de él, en instrumentos del espíritu universal»; éstos, proseguía el poeta francés, «van más allá de lo que fueron en la obra de su autor […] consagrados para siempre a la expresión de algunos extremos de lo humano y lo inhumano […] y, por consiguiente, desvinculados de cualquier aventura particular». Valéry escribió estas palabras para justificar la audacia de haberse atrevido a retomar el personaje de Fausto, pero pensaba también en otras grandes figuras —Ulises, Antígona, Medea, Edipo, Electra, don Juan— susceptibles de nuevas encarnaciones cada vez y por lo tanto inmortales a través de las perennes metamorfosis capaces de representar en cada ocasión simbólicamente, en clave distinta, el sentido y el destino de la humanidad y de expresar, no en la vaga abstracción de la alegoría sino en la concreción histórica de unos avatares individuales, anhelos y significados universales. Personajes semejantes producen la ilusión de tener una existencia por sí mismos, como independiente de su creador, de modo que Miguel de Unamuno podía fingir encolerizarse con Cervantes, acusándole de no haber entendido la grandeza de don Quijote…

Paradojas aparte, no es casual —ni mucho menos un misterio inefable e irracional— que estas figuras no se hayan convertido sólo en creaciones individuales, sino que hayan fascinado a generaciones y generaciones en los tiempos y los países más diversos, interpretando las más profundas razones históricas y existenciales de la civilización, y que continúen presentándose en cada época enriquecidas por la atmósfera de los siglos, por los acentos de las muchas voces, grandes y pequeñas, que renovaron y transformaron su carácter. Esta poliédrica riqueza parece darles un margen de inacabamiento, de espacio dejado a la fantasía del lector para la invención, la continuación ideal o la identificación personal.

Antígona es una de las más grandes de estas grandísimas figuras —que, observa George Steiner, proceden todas del imaginario colectivo del mito griego, con la sola excepción de don Juan, el único de los personajes míticos universales creado por la civilización posclásica, cristiana, puesto que incluso Fausto, si bien se mira, es una reelaboración, genial y poliédrica, de Prometeo. Además don Juan parece ser el único personaje mítico, convertido en patrimonio colectivo y por ende disponible para la reelaboración por parte de otros muchos artistas y potencialmente de todo artista, que ha sido inventado por un creador individual concreto, Tirso de Molina. Los demás —por ejemplo Ulises o Jasón— parecen nacidos de los oscuros albores de una fantasía mitopoiética colectiva; los primeros poetas que les dieron una forma destinada a permanecer indestructible a lo largo de los siglos, como Homero en el caso de Ulises, no los inventaron, sino que los extrajeron de leyendas y tradiciones que ya para ellos —ya para Homero— pertenecían a una antigüedad confusa y remota.

Antígona, destinada a revivir en decenas, en centenares de obras a lo largo de los siglos sucesivos —en una proliferación que desde luego no ha terminado sino que continúa todavía hoy—, es más antigua que la homónima tragedia de Sófocles, obra maestra absoluta de la literatura universal con la que la fantasía y la conciencia de la humanidad no han cesado y no cesan de medirse. Al igual que las demás grandes obras poéticas, Antígona no pertenece sólo a la literatura; es una obra que afronta en sus raíces las pasiones, las contradicciones y desgarros de la existencia y es también por ende una obra filosófica y religiosa. Antígona es un texto de esa filosofía y esa religión que, para entender concretamente la vida, no pueden limitarse a la formulación teorética de la verdad, sino que hunden la verdad y su búsqueda en la ardiente realidad de la vida misma, allí donde los problemas y los interrogantes se entrelazan con los deseos, las esperanzas o los miedos y se convierten en destino, historia concreta y viva de un hombre, de su amar, padecer y morir.

La poesía se eleva a la altura del pensamiento y de la fe, que tienen necesidad de ella para penetrar en la vida de los hombres y abarcarla por completo, superando el aislamiento abstracto de la mera especulación intelectual y metafísica. En los grandes textos de los orígenes, como por ejemplo los de los presocráticos, no hay distinción entre poesía, ciencia, reflexión y religión, sino que un único discurso poético intenta captar la totalidad del mundo, decir qué es lo que es y cuál es su significado. La filosofía, para comprender la realidad y su sentido, necesita de los poetas; el pensamiento platónico necesita dialogar con la poesía homérica, el aristotélico con la tragedia y el hegeliano —y también el de Heidegger— con Antígona.

Gran parte de la filosofía y la literatura de los últimos doscientos años es, como documenta Steiner, una continua confrontación con Antígona, un intento de recrearla y de encontrar en ella las respuestas a las cuestiones radicales de la existencia y la historia. Sólo el Libro de Job va tan a fondo en el reflejo de la aflicción de existir. Para Hegel, «de todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno —y lo conozco casi todo […]—Antígona se me aparece como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria» y su protagonista, la «divina Antígona», es «la más radiante figura humana que haya hecho jamás su aparición en la tierra», mientras que para De Quincey es «hija de Dios antes de que Dios fuera conocido» y Friedrich Hebbel la define como «la obra maestra entre las obras maestras, al lado de la cual no se puede colocar nada de lo antiguo ni de lo moderno». La lectura de Sófocles, y en particular de Antígona, constituye un nudo de la relación entre Hegel, Hölderlin y Schelling, relación de la que nace un momento fundante, de auténtico viraje, en la historia y el pensamiento de la civilización contemporánea, y Hegel parece poner a veces la figura de Antígona por encima de la de Sócrates e incluso de Jesucristo y habla, a propósito de Antígona, de un «momento de Getsemaní».

Goethe, que en su búsqueda de la conciliación parece a menudo eludir lo trágico —aunque defina como «tragedia» su Fausto, a pesar de la salvación final, por lo demás ambigua—, hace que Antígona resuene en su Ifigenia, figura de purísima humanidad que obedece, como la heroína de Sófocles, a un «mandamiento más antiguo» que la bárbara ley positiva que requiere acciones inhumanas, y evoca un inquietante conflicto entre civilización «griega» y «barbarie», en el que el bien y el mal no se hallan unívocamente en ninguna de las dos partes. Para Kierkegaard, Antígona es la figura de la «culpa inocente» y de la radicalización trágica de las relaciones ético-familiares; para Hölderlin es la figura de ese enfrentamiento trágico que contempla la irrupción lancinante de lo divino —y de las violentas y luminosas revoluciones históricas— en el círculo de la vida del individuo, determinando un enfrentamiento entre éste y los dioses que es la esencia más profunda y desgarrada de lo trágico, porque provoca la destrucción salvaje del individuo puro y divinamente poseído, que tiene que alzarse contra Dios aunque sea —o mejor, precisamente porque es— su hijo más digno.

Durante dos siglos se han sucedido muchas Antígonas, desde la de Alfieri a la de Brecht, desde la de Anouilh a la de Smolé, desde la apelación de Romain Rolland a la «eterna Antígona» contra la guerra al texto de Heinrich Boll que se sirve de esa tragedia griega para representar las relaciones existentes entre piedad, terror y mentira en la Alemania trastornada por el terrorismo y su represión. Toda reelaboración, comentario y reposición es una interpretación del nudo central de la tragedia, el conflicto entre la ley del estado —en este caso representada por el decreto de Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinice, muerto mientras luchaba contra su ciudad y su patria— y las «leyes no escritas de los dioses», el mandamiento ético absoluto que le impone a Antígona la obligación de enterrar al hermano caído en la guerra fratricida, de observar la eterna ley del amor fraterno y universal y la pietas debida a los muertos, ley que ningún derecho positivo puede infringir sin perder con ello su legitimidad.

Ciertamente, Antígona no es sólo eso; es también, como observa Steiner, una suma de rodas las relaciones y los conflictos humanos esenciales: entre vejez y juventud, sociedad e individuo, mundo de los vivos y mundo de los muertos, hombres y divinidad, ethos masculino y femenino, amor y sacrificio, esfera de la intimidad privada y su profanación pública, martirio del corazón expuesto en la plaza pública.

Antígona se opone sobre todo a Creonte, pero también —en una relación de íntima unión sentimental y al mismo tiempo de radical diversidad de ánimo— a Ismene, la hermana dulce como ella pero temerosa ante la transgresión de la ley y sus consecuencias, y a Hemón, el hijo de Creonte que la ama y al que ella ama también, pero a cuyo amor le está prohibido abandonarse, porque su piedad la consagra a la muerte y al reino de los muertos. Además, Antígona, con su sacrificio, purifica y redime la cadena de culpas de su estirpe, descendiente de los dientes del dragón que mató Cadmo, hasta el parricidio y el incesto de Edipo. Pero Antígona es, también y en primer lugar, «hermana» —con esta palabra da comienzo la tragedia—, es decir, figura de ese vínculo fraterno que desempeña un papel tan intenso en la historia de la civilización —desde los albores al triángulo filadélfico del Pietismo, desde el culto clásico de la amistad al romántico, desde la Orestea Edda o a La canción de los Nibelungos— contraponiéndose o sobreponiéndose cada vez a la relación amorosa y a la relación vertical entre padres e hijos.

Pero la Antígona es, en primer lugar, el conflicto entre Antígona y Creonte, entre las dos leyes que, encarnadas en sus respectivas personas, se enfrentan. Incluso sin llegar a la exaltación de Creonte realizada recientemente por Bernard-Henry Lévy, quienes más se han conmovido ante la grandeza espiritual de Antígona, han subrayado también, como observa Steiner, que Creonte no es sólo un tirano, porque si así fuera, dice Heidegger, no sería siquiera digno de ser contrapuesto a la heroína. Hegel, turbado como estaba por la sublime figura de Antígona, ve sin embargo en su rebelión contra el orden de Creonte no sólo un mandamiento universal, sino también un culto de la familia y de los vínculos de sangre y por lo tanto un culto subterráneo, inferior, una moral personal y privada a la que el Estado no puede someterse, sino que, aun tributándole un honor religioso, el Estado debe someter a su más alta y objetiva realización de lo universal humano; la familia no puede sobreponerse al Estado sin provocar una regresión tribal.

Tragedia no significa, desde este punto de vista, contraposición del bien y el mal, de una pura inocencia a una culpa truculenta, sino que es un conflicto en el que no es posible asumir una posición que no comporte inevitablemente, incluso en el heroísmo del sacrificio, también una culpa. La grandeza de Antígona, para Hegel infinitamente superior a Creonte, estriba en el hecho de que ella, a diferencia de éste, sabe que su altísima opción es también culpable, mientras que Creonte lo ignora, por lo menos hasta que la desventura lo arrastra también a él. Hay que añadir que la pietas de Antígona se convierte en un valor universal —como en realidad sucede en la tragedia de Sófocles, casi como en una respuesta por anticipado a las críticas de Hegel— sólo si se extiende de los hermanos de sangre a todos los hombres concebidos como hermanos, superando así todo ethos tribal-nacional.

Para Hölderlin, que traduce y reescribe a Sófocles con unos resultados de incomparable potencia poética, Antígona es la tragedia del encuentro entre lo divino y lo humano, encuentro que supone una altura suprema pero también una lucha devastadora y en el que fatalmente el hombre, ser limitado, trasciende y rompe destructivamente sus límites, desencadenando así una fuerza vital ilimitada —«aórgica», como la llama el poeta— que, en el enfrentamiento con el orgánico, terrible y a la par salvífico orden divino, le conduce a la autodestrucción. Las edades revolucionarias constituyen un aspecto histórico de esta tragedia liberadora y destructiva, en la que la redención que el héroe individual trae al mundo, abatiendo el viejo orden opresivo e instaurando o por lo menos haciendo vislumbrar un orden nuevo y espiritualmente superior, comporta una culpa que el redentor-culpable debe pagar con la muerte.

La tragedia es pues conflicto entre ley, Gesetz, e imperativo moral, Gebot, cada uno de los cuales tiene su valor. Pero Antígona es la tragedia, perennemente actual, del tener que elegir entre esos dos valores, con todas las dificultades, los errores y también las culpas que esa elección, en sus concretas circunstancias históricas, comporta. La ley positiva, por sí misma, no es legítima, ni siquiera cuando nace de un ordenamiento democrático o del sentimiento y la voluntad de una mayoría, si atropella a la moral; por ejemplo una ley racista, que sancione la persecución o el exterminio de una categoría de personas, no será justa aunque venga aprobada democráticamente por una mayoría en un parlamento regularmente elegido, cosa que podría ocurrir o ya ha ocurrido.

Una violencia infligida a un individuo no es justa por el mero hecho de que el así llamado sentimiento común la apruebe, como quisiera hacernos creer cierta sociología mal entendida. El antisemitismo en Alemania en la época del nazismo o la violencia contra los negros en Alabama correspondían ciertamente al sentimiento de una amplia, quizás amplísima parte de las poblaciones de esos países, pero no por ello eran justas. A veces puede ser verdad lo que grita el doctor Stockmann en El enemigo del pueblo de Ibsen: «La mayoría tiene la fuerza, ¡pero no la razón!» Y entonces hay que obedecer a las «no escritas leyes de los dioses» a las que se atiene Antígona, aunque dicha obediencia —o sea desobediencia a las inicuas leyes del Estado— pueda acarrear consecuencias trágicas.

Llegados a este punto surge una pregunta terrible, trágica a su vez: ¿cómo sabemos que esas leyes no escritas son efectivamente de los dioses, o sea son principios universales, y no en cambio arcaicos prejuicios, ciegas y oscuras pulsiones del sentimiento, condiciones de quién sabe qué vínculos atávicos? Estamos justamente convencidos de que el amor cristiano hacia el prójimo, los postulados de la ética kantiana que exhorta a considerar a todo individuo siempre como un fin y nunca como un medio, los valores ilustrados y democráticos de libertad y tolerancia, los ideales de justicia social, la igualdad de los derechos de todos los hombres en todos los lugares de la tierra son fundamentos universales que ningún Creonte, ningún Estado puede violar. Pero sabemos también que a menudo las civilizaciones —incluida la nuestra — han impuesto con violencia a otras civilizaciones unos valores que ellas consideraban universales humanos y que en cambio no eran sino el producto secular de su cultura, de su historia y su tradición, que era simplemente más fuerte. Cuando un Dios habla a nuestro corazón, hay que estar preparados para seguirle a toda costa, pero sólo después de habernos preguntado con la máxima lucidez posible si quien habla es un Dios universal o bien un ídolo de nuestros oscuros remolinos interiores. Si la mayoría no tiene razón, como grita Stockmann, es fácil caer en la tentación de imponer por la fuerza otra razón, que a su vez sólo tiene la fuerza de su parte. La desobediencia a Creonte comporta a menudo tragedias no sólo para quien desobedece, sino también para otros inocentes, arrastrados por las consecuencias.

La tragedia, pero también la dignidad humana, consiste en el hecho de que no hay una respuesta preconstituida a este dilema; lo único que hay es una difícil búsqueda, no exenta de riesgos, incluidos los morales. Todos sabemos que es ilícito imponer y prohibir por la fuerza la profesión de una fe religiosa, imponer o impedir fusil en mano ir a la iglesia, pero ante el seguidor de una secta que querría dejar morir a su hijo antes que hacerle una transfusión de sangre, estamos listos para intervenir e imponer por la fuerza esa transfusión de sangre que salve a su hijo; creemos —quizás en este caso sabemos— que estamos actuando justamente, pero sabemos también que esa intervención es el primer paso en un camino que podría llevarnos al final a imponer todas nuestras convicciones morales por la fuerza.

No nos podemos sustraer a la responsabilidad de optar por los valores universales y comportarnos en consecuencia; si se renuncia a esta asunción de responsabilidad, en nombre de un relativismo cultural que pone cualquier actitud en el mismo plano que cualquier otra, se traicionan las «no escritas leyes de los dioses» de Antígona y nos hacemos cómplices de la barbarie. Pero hace falta darse cuenta de lo pesada y trágica que es esa responsabilidad y de lo difícil que es resolver esa contradicción. Todorov ve en Montesquieu una vía intermedia ideal entre el justo relativismo cultural, respetuoso con las diversidades, y el quantum necesario de universalismo ético sin el que no es pensable una vida política, civil y moral.

Se trata de una vieja cuestión y a la vez de la más actual de hoy en día, de nuestra época dramáticamente llamada, como ninguna otra antes, a conciliar la fe en lo universal con el respeto de las diversidades. Una vez más, Antígona, tras dos mil quinientos años, habla a una generación de su presente, nos habla a nosotros de nuestro presente. El derecho natural, con sus inviolables principios universales, se contrapone a la norma positiva injusta; la legitimidad niega a la legalidad inicua. El Estado es un servidor del bien común, y cuando por el contrario lo oprime, la obediencia a sus leyes injustas se convierte en una culpa —en un pecado, como dirían los teólogos— y la rebelión en un deber. Pero para no caer en otra culpa, o sea, para no desbaratar la legalidad —insustituible tutela civil y democrática del individuo— con una legitimidad que, justamente por lo vaga y jurídicamente infundada que es, no sería más que una ideología potencialmente totalitaria como toda ideología, hay sólo un camino, recuerda Norberto Bobbio: luchar para crear una legalidad más justa sin limitarse a contraponer las «voces del corazón» a las normas positivas, sino haciendo que esas voces del corazón se conviertan en normas, en nuevas normas más justas, transformándolas y sometiéndolas a la comprobación de la coherencia lógica y de las repercusiones sociales; comprobación propia de toda norma y de su creación.

Un eminente jurista, Tullio Ascarelli, veía en Antígona no una abstracta contraposición de la conciencia individual frente a la norma jurídica positiva, del individuo particular frente al Estado, sino la lucha de la conciencia para traducirse en normas jurídicas positivas más justas, para crear un Estado más justo. Creonte, al final, asume conscientemente que su ley es inicua y se siente preparado —aunque demasiado tarde— para cambiarla. Las «no escritas leyes de los dioses» van escribiéndose en leyes humanas más justas, aunque su transcripción sea interminable y a cada ley positiva la conciencia oponga la exigencia de una ley mejor. La tragedia no radica en que ese proceso sea interminable, esa perenne perfectibilidad suya es si acaso su gloria; hay más bien muchas razones para temer que el progreso se interrumpa y que temibles recaídas inhumanas hagan retroceder a la historia, que no garantiza a priori ningún progreso, a la barbarie, la civilización a la ferocidad, la convivencia al odio. La tragedia es que los pasos hacia adelante de la humanidad exigen asimismo el sacrificio de innumerables Antígonas, que también hoy continúan enterrando a hermanos, hijos, padres o compañeros tronchados por la violencia de los hombres.

1996


En Utopía y desencanto 
Título original: Utopia e disincanto. Storie, speranze, illusioni del moderno 
Claudio Magris, 1999 
Traducción: J.A. González Sainz 


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De Biblioteca IGNORIA

Imagen: Antígona frente a Polínice muerto, por Nikiforos Lytras

Friday, February 21, 2014

EL PERIODISMO SEGÚN MONSANTO


Por: Soledad Barruti
Ilustraciones: 
Pablo Smerling
—Cuidate —me dijo una científica cuando le conté lo que me había pasado—. La táctica de Monsanto es siempre la misma: primero intentan con la seducción, si no funciona te difaman y si seguís molestándolos, te demandan.
Hacía un mes que mi libro, Malcomidos, estaba en la calle: en 465 páginas dice Monsanto sólo 27 veces. Sobre la empresa en particular no cuenta nada que no se haya contado antes: que la compañía ingresó a nuestro país hace 50 años como una empresa de plásticos y que en 1996, aprovechando la plataforma menemista de ensordecimiento público, se consolidó para instalar su experimento de cultivos transgénicos a campo abierto y en la comida de todos. Que logró la aprobación de sus productos sin siquiera traducir sus estudios, cuando (salvo Estados Unidos) ningún otro país parecía querer abrirle la puerta. Que los dos caballitos de batalla de la producción transgénica que impulsaban se habían ido cayendo a fuerza de realidad: ni había menos hambrientos en el mundo (
la cifra coquetea año a año entre los 800 y mil millones), ni los cultivos eran menos tóxicos que los no transgénicos (se usan cada vez más plaguicidas para trabajar esos campos por la resistencia que ganan las malezas e insectos). Para escribir eso no necesitaba una entrevista con Monsanto. Además, estaba segura de que no me la habrían dado. La empresa no da entrevistas salvo a medios y periodistas aliados.
Y sin embargo, el mensaje.
“Hola Soledad. Quería contactarte y no encontré otro medio más que este. Trabajo en Monsanto. Me gustaría conversar con vos sobre transgénicos y agroquímicos. Intercambiar opiniones y fuentes. Simplemente eso. Muchas gracias”.
Recibí este mensaje por Facebook, dos días antes de que un grupo de vecinos instalara un campamento frente a la planta que Monsanto estaba construyendo en el pueblo Malvinas Argentinas en Córdoba. La empresa nunca antes se había enfrentado a una acción como esa. Firmaba Pancho: Francisco Do Pico, gerente de relaciones gubernamentales de Monsanto. Un chico, según su foto de perfil, de treinta y pocos bastante parecido al príncipe William de Inglaterra.
Con cierta ansiedad angustiante le pasé mi teléfono y esperé.
Me llamó a la mañana siguiente.
— Nos gustaría invitarte a una charla acá en nuestras oficinas.
— Imagino que sabés lo que pienso: que no estoy de acuerdo con el modelo productivo que impulsa Monsanto.
— Sí, pero si hay algo que queremos en Monsanto es tener la posibilidad de generar un intercambio.
***
Hay hítos en la lucha antimonsanto que se repiten y se reescriben en el imaginario en todo el mundo. En India, la organización Vía Campesina incendió tres campos experimentales de Monsanto, y juntó en pocos días 10.000 firmas para que la empresa se fuera del país. En Haití, destrozada luego del terremoto de 2010, organizaciones campesinas marcharon al ministerio de Agricultura para oponerse a una donación de 475 toneladas de semillas híbridas que planeaba hacer la empresa, alegando que era un modo vil de terminar de enterrar al campesinado local: la presión fue tal que el gobierno admitió que no tenía modo de administrar y controlar organismos genéticamente modificados. En Hawaii, una mujer joven y hermosa de Molokai que vive con sus dos hijos junto a un campo de maíz transgénico de Monsanto empezó una cruzada luego de que su hijo menor enfermara por respirar una tormenta de polvo tóxica. En Perú un movimiento colectivo liderado por campesinos desde el interior y cocineros como Gastón Acurio desde las ciudades, logró que no se cultivarán semillas transgénicas al menos por diez años. En México donde el maíz transgénico estaba contaminando los cultivos locales frenaron las siembras de Monsanto por fuerza popular. Europa se aferra a su principio precautorio (hasta que algo –una semilla transgénica o un agroquímico- no demuestre que no es dañino para la salud o el ambiente, no se usa) y desde su sociedad mantiene una guerra sin cuartel para que no ingresen más de lo que ya ingresaron. “Monsanto es la semilla del diablo”, dijo el presentador de HBO Bill Maher en uno de sus shows más vistos de 2012. Y así, en cada lugar del mundo.
Hay un Día Mundial Contra Monsanto (12 de octubre) del que en 2013 participaron 500 ciudades en 52 países marchando con disfraces de esqueletos, máscaras de la muerte, entre ollas populares de maíz de mil colores: ese maíz que amenaza con quedar devorado por el maíz BT.
Hasta en China las luchas sociales contra esa empresa se volvieron la expresión más rotunda contra los desmadres cada vez más groseros del capitalismo. Tal vez porque los problemas que devienen del accionar de Monsanto se sientan todos los días a la mesa: Monsanto es lo que comemos. La compañía de semillas más poderosa del mundo y la dueña del 90 por ciento de las semillas transgénicas que existen. Son sus granos transgénicos lo que comen los animales de cría industrial (gallinas, pollos, cerdos, vacas, salmón); es el 80 por ciento de la comida industrial que tiene entre sus ingredientes soja o maíz transgénico (galletitas, chocolate, vinagre, patitas de pollo, helados, aderezos), y es la comida real –que tiene cada vez menos espacio donde crecer y menos mercado- en franca desaparición (frutales, girasol, trigo, herbívoros alimentados con pasto).
En la Argentina, también. Aquí, si uno habla de Monsanto, tiene que hablar de Malvinas Argentinas.
***
Pensé en muchas formas de ir al encuentro de Monsanto. Con abogado, con grabador, con cámara. Pensé preguntas que haría, pensé preguntas que me harían, anoté cosas que buscaría mirar.
Pero había pasado un mes desde el primer llamado y de Monsanto no había vuelto a saber nada.
De los que sí había sabido en ese tiempo era de los acampantes de Malvinas Argentinas. Lo sabía por las redes sociales, por los medios en Córdoba y, cada tanto, por los diarios nacionales. Y lo sabía por algunos campantes que me escribían cada tanto.
La movilización había empezado en otro pueblo cercano, en Ituzaigo, a mediados de 2012. Luego de 12 años de lucha, un grupo de vecinos cordobeses habían logrado llevar a jucio a un aplicador de agroquímicos (Edgardo Pancello) y a un productor sojero (Francisco Parra) por fumigación ilícita y contaminación dolosa. O sea, por arrojar químicos venenosos sobre sus casas, patios, veredas, tanques de agua; por volver tóxico el aire que respiraban cientos de familias. Con 169 casos de cáncer y 30 muertes por esa enfermedad asumidos por la justicia (los demandantes denunciaban el doble de casos), en el derrotero que atravesó durante esa década el caso de Ituzaingó se fue volviendo un emblema para el resto de los pueblos fumigados del país: hay aproximadamente 12 millones de personas que viven en zonas rurales.
El mismo día que el tribunal, en vez de mandarlos presos, inhabilitó por ocho y diez años a los acusados, Monsanto anunciaba, por teleconferencia desde Nueva York acompañados por la presidenta Cristina Fernández sus planes para Malvinas Argentinas: instalarían ahí la acopiadora de semillas más grande del mundo.
Ese anuncio fue lo que faltaba.
—Busqué en internet la mayor cantidad de información que pude y lo fui corroborando en la realidad: con mi marido íbamos a un campito que teníamos por acá cerca y veíamos como mes a mes había menos vida: ni animales, ni pájaros, ni bichos. Sólo soja y esos venenos que huelen agrio y lo matan todo —cuenta Beba, una abuela de cejas rubias, casi transparentes, que enciende sus ojos como rayitos negros cuando habla de la fuerza colectiva que sintió cuando se juntó con sus vecinos para alzarse contra el atropello.
Al principio eran 300 en contra de una inversión de $ 1.500 millones. Los 300 repetían lo mismo: para autorizar el proyecto no había habido evaluación interdisciplinaria de impacto ambiental a nivel provincial como exige la Constitución de esa provincia y que los venenos que se iban a usar estaban prohibidos en Europa.
En unos días había abuelos, padres, chicos, maestros, cocineros, talleristas, desocupados, hippies, universitarios, veganos, carnívoros, troskistas, idealistas y otros que buscaban cómo darle forma a la protesta. En un momento, el 18 de septiembre, estaban frente a la planta de Monsanto celebrando una primavera que no parecía primavera –“un día de viento norte furioso que te golpeaba en las piernas y en la cara –dice Beba-- ese viento que se desata porque en Córdoba no han quedado ni árboles”- cuando alguien dijo: “¿Y si nos quedamos?”. Y se quedaron.
Virginia Basualdo es de una delgadez que alguien podría confundir con fragilidad y una esperanza que lo enciende todo. Apenas pasó los treinta años, es madre de dos chicos de cuatro y dos, a los que cría sola. “Como muchos en Córdoba, estoy harta de que nos pasen por encima. La secretaría de ambiente en esta provincia es un chiste: ha dejado que cualquier proyecto se concrete sin medir las consecuencias. Vivimos entre incendios, crisis hídricas, contaminación. Por eso cuando me enteré del bloqueo de Malvinas fui sin pensarlo. Por fin, dije. No me preguntes por qué, fue una especie de premoción. Y llegué y los vi, dije: acá me quedo. Si hay una batalla en el mundo que me interesa pelear es esta: Monsanto mata, contamina, envenena. Y yo los voy a frenar. Voy a frenarlos por mí pero sobre todo voy a frenarlos por mis hijos”.
El acampe lleva varios meses, pero los eventos más intensos ocurrieron, atomizados, en esa primera etapa. Ocho días de furor colectivo sostenidos en ganar los días esperando que no sucediera lo que intuían inminente: que los fueran a sacar. El jueves 26 de septiembre miembros de la UOCRA caminaron por el acampe, solo eso: una afrenta pasiva y temeraria. “Mandaron a los de la UOCRA a apretar”, me escribió Virginia, “no sabemos qué puede pasar pero ahí estaremos aguantando”. Tres días después la policía reprimió con palos, con gas, con balas de goma.
En lo que quedaba de septiembre y avanzaba octubre en el acampe pasó de todo: llegó el premio Nóbel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, llegaron los medios de todo el país, llegaron vecinos de otras provincias, los acampantes hicieron demandas judiciales y Monsanto siguió intentando sortear el piquete pero sin llamar más la atención.
La lucha se consolidó y llegó a Río Cuarto: allí, el intendente terminaría impidiendo la concreción de otro proyecto de la empresa.
***
Monsanto tiene un pasado fascinante que empieza en Missouri a comienzos del siglo XX con un joven químico, John Francis Queeny, casado con una tal Olga Monsanto. John quiere venderle sacarina al mundo y logra hacerlo cuando encuentra a un comprador perfecto, otra incipiente empresa norteamericana: Coca Cola. Desde el comienzo, Monsanto –nombre elegido por JFQ más como agradecimiento a la familia de su esposa por poner el capital inicial que como tributo amoroso-- tiene éxito. Tanto que logra ubicarse en el epicentro de la floreciente industria química que exploró plásticos y sustancias de lo más diversas, hasta que le llegó el momento del verdadero éxito: ese que se armó con el mundo en guerra. Bayer, Dow Chemical, Monsanto: todas las empresas que están detrás de la agroindustria tienen un pasado de guerra sucia. Monsanto estuvo detrás de la fabricación del Agente Naranja, por ejemplo. En su acción civil fabricó y vendió el contaminante cancerígeno PCB (utilizado para enfriar generadores eléctricos en todo el mundo), ocultando los estudios que alertaban que se trataba de un contaminante cancerígeno, como fue demostrado en la demanda que iniciaron 3500 víctimas en Estados Unidos y que le costó a la empresa 700 millones de dólares.
“Muchas de las cosas que se dicen malas de nosotros vienen del pasado”, les dijo Francisco Do Pico a los vecinos del Valle del Conlara en San Luis en una reunión de “intercambio”. “Esa empresa no existe más. Lamentablemente en su momento no se cambió de nombre, la empresa se siguió llamando como se llamaba. Y todavía nos vinculan con muchas cosas que para nosotros es difícil explicar o hacernos cargo porque ni habíamos nacido en ese entonces”.
La Monsanto de hoy –la que vende semillas y agroquímicos y oculta ese pasado reciente--, señalan los directivos de Monsanto, es la que entró en escena en el momento histórico de “la guerra contra el hambre”, ésa que empezó en la Revolución Verde a fines de los 60 y se completó en los 90 con la Revolución transgénica: cuando lograron dar con plantas que sobrevivieran a los agroquímicos que querían vender. Monsanto fue pionera en la tecnología aplicada al agro, marcándole al planeta un rumbo trazado por un maíz que exuda su propio insecticida y plantas de soja que pueden ser bañadas en un herbicida sin morir: glifosato.



Con millones de dólares en publicidad, en campañas políticas, en ciencia aplicada a esa industria, Monsanto avanzó. Con eso y con un bufete de abogados que impuso contratos leoninos sobre los productores, tanto con sus clientes como con los que no querían serlo. Así, en todos los países que tuvieran leyes de patentes lograron cambiar las formas que habían regido a la agricultura desde siempre: los productores deben comprar las semillas cada vez que quieren sembrar, no puede guardarlas ni reutilizarlas ni mucho menos compartirlas. Violar ese contrato termina en demandas millonarias. En 2003 el Centro de Seguridad Alimentaria en Estados Unidos analizó la 
situación de los agricultores en ese país y dijo que Monsanto “ha usado investigaciones, mano dura y persecusiones despiadadas” contra ellos. Ni siquiera los que no son clientes de la empresa están a salvo de algo así. Percy Schmeiser es un productor canadiense que se hizo famoso porque Monsanto lo llevó a la corte y a la quiebra luego de que encontraran que sus cultivos habían sido contamiandos con transgénicos por los cultivos vecinos. Y ninguno de los pasos que ha dado la compañía últimamente hace pensar que vayan a suavizar la presión: unos meses atrás Monsanto compró Climate Corporation, una empresa con 200 científicos que generan 50 terabytes de datos sobre campos privados por hora. Qué hará Monsanto con esa información es todavía un misterio.
Ahora bien, aunque hay libros y documentales (el más famoso, 
El Mundo según Monsanto, de Marie-Monique Robin) dedicados a desentrañar los manejos non sanctos de la empresa, Monsanto invierte miles de millones de dólares en lobby y publicidad, dejando circunscripto el debate que le resulta incómodo lejos de los grandes de medios de comunicación.
Quien quiera profundizar en los costados más oscuros del negocio (el ahogo de los productores, los litigios, los debates científicos) deben andar a oscuras por las grietas filosas de la información que circula a raudales en espacios tan inciertos como internet.
Monsanto en Google tiene casi siete millones de entradas. Algunas son de información oficial, otras de estudios independientes, muchas de grupos de protesta y otras muchas de mitos e historias improbables que nadie sabe de dónde salen. Hay quienes afirman que Monsanto es la CIA, o la Otan, o el Geof. Otros arriesgan que la empresa es el plan final de una familia de judíos perversos y muy ricos y poderosos que quieren crear un nuevo orden mundial: los Rothschild. También hay quienes ven a Monsanto arrojando estelas químicas sobre la población para diezmarla. Y no faltan los que con la mente atraviesan la órbita terrestre hasta llegar a los aliens y dibujan en el cuello de Obama señales de un reptil comandado por Monsanto.
Y Monsanto escucha todo eso -la información seria y la inexplicable- y calla. Y así, resguardados en ese silencio ominoso despliegan su mejor estrategia: lograr que otros peleen o se rían en su nombre.
***
“Hola Francisco me interesaría concretar esa charla que me habías propuesto. Tengo varias cosas que me gustaría preguntarles”, escribí unos días antes de viajar a Córdoba.
“Hola Soledad, no me olvidé de nuestra reunión, lo tengo re presente, pero el bloqueo a nuestra planta de Córdoba nos tiene ocupadísimos”, respondió enseguida. “¿Semana que viene?”.
“Dale. ¿Miércoles por la mañana? Tengo una serie de preguntas. ¿Puedo llevar grabador?”
“Preferiría que hagas llegar todo por escrito y nosotros te contestamos por escrito. Hablemos tranquilos igual. En off”.
Le aclaré que iría como periodista, que aunque no fuera con grabador, me interesaba utilizar la información para posibles artículos.
No me respondió entonces sino dos días después, también por mail: “Te paso aquí varias cosas que hacen a la otra campana.
“Tarea para el fin de semana. Realmente te sugiero que leas a Mark Lynas. Ex ambientalista convertido que a nosotros no nos quiere, pero que si quiere la biotecnología”, terminaba.
Conocía a 
Mark Lynas, un famoso activista contra el cambio climático, colaborador de medios como The Observer y Ecologist y creador de la película The age of Stupid, que intempestiva y sospechosamente a comienzos de 2013 empezó a dejar de defender lo que había defendido. “Lamento haber iniciado el movimiento anti-transgénico a mediados de los 90 ya que con ello ayudé a demonizar una importante opción tecnológica que puede utilizarse en beneficio del medio ambiente”, dijo, haciendo que uno se preguntara: ¿Qué hace que una persona que piensa A, de repente, empiece a decir “A es lo peor”?
Frente a la Plaza San Martín de Retiro, entre una tarjeta de crédito y una compañía de seguros, se despliegan los pisos de Monsanto en Capital Federal. El departamento de finanzas, de comunicación, de desarrollo, de legales. Paredes de ascensores ploteados de verde, gigantografías de maíz. Una especie de agro porn que un poco asusta. Sillones de un cuerpo armados, tapizados de un lila gastado que se funde con un marrón pálido. Una mesa ratona con revistas de negocios para el campo: problemas en el campo, soluciones para el campo. La recepcionista --pelo negro encrespado, ojos redondeados, sonrisa extática, y fervorosa simpatía—, la luz tenue, el silencio de un mundo de oficinas que se oculta tras una puerta de vidrio que muestra una pared de durlock verde pálido.
Según la consultora 
Great Place to Work, que tiene por cliente a Monsanto, Monsanto es una de las 10 mejores empresas para trabajar en Argentina.
Francisco Do Pico es alto, rubio, de ojos claros y dientes grandes. “Esto es Monsanto”, dice mientras me conduce por los pasillos asfixiantes –típico salón de mega empresa- hacia una oficina cerrada: “Reacomodamos el lugar y ahora se parece a las oficinas de Google”. Boxes con sus separadores que antes llegaban al techo serruchados a la mitad. Un lugar que empieza y termina en sí mismo como una cápsula de escritorios, donde ahora todos hacen lo que unos meses antes no: se ven las caras. 
La oficina a la que me invita a pasar es una computadora, un escritorio, cuatro sillas, papeles. Una oficina genérica. Francisco se sienta de cara a la computadora. Yo me siento entre dos chicas: una rubia y una morocha que manejan la comunicación de la empresa hacia adentro y hacia afuera. Él estudió ciencias políticas y atiende los asuntos gubernamentales de Monsanto como hace poco atendía los de Siemmens. Ellas son periodistas: la morocha está aprendiendo, la rubia ya ama el agro. A los tres les faltan años para llegar a los 40. Sobre la mesa, portarretratos con fotos familiares. En la pared, dibujitos de los marcianos de Mi Villano Favorito.
Monsanto habla en off para decir lo mismo que en on y lo mismo que dicen de un modo u otro los doce documentos que me mandó Francisco como “tarea para el fin de semana”, además de la conferencia de Lynas. Explicaciones sobre la agricultura de avanzada. Sus métodos de superproducción que, aprendieron a comunicar, es el único modo de detener el hambre. Las ventajas del glifosato sobre otros químicos y los problemas agrícolas que devienen no de sus combos tecnológicos sino del mal uso que hacen de eso los productores. Una teoría cada vez más endeble: porque o los productores del mundo son todos inoperantes, o la naturaleza responde a pies juntillas a la teoría de la evolución y no hay forma –ya lo demostraron las cucarachas- de que la química sea la que ponga el punto final.
— Monsanto no fumiga —dice la rubia de saco rojo y camisa blanca— No podemos hacernos responsables del mal uso de la tecnología.
¿Y si es la tecnología, que no tiene en cuenta todo ese devenir natural del medioambiente la que falla?
No. Eso nunca sucede.
La charla se estanca en tecnicismos. Aburre.
Les pregunto qué se siente. Cuando van a un asado, en las reuniones escolares, entre amigos; si no les produce nada que los miren raro cuando dicen que trabajan en Monsanto.
La media sonrisa de Francisco, la mirada esquiva de la morocha, el ruido de la silla de la rubia. Sin hablar, cada uno a su modo parece decir que sí.
— Hay muchos mitos en torno a Monsanto —dice Francisco.
La oficina respira la misma ligereza que se respira en todas las oficinas corporativas: algo que hace que la vida parezca un poco un juego o una serie de televisión. La realidad –la del campo, la del acampe, la de los pueblos fumigados– parece del otro lado de un vidrio, algo de lo que acá se está a salvo, igual que se está a salvo de un embotellamiento o una manifestación desde el ventanal de un piso alto.
Me preguntan por qué no pedí una entrevista antes siendo que me interesan estos temas. Les respondo que ellos no dan entrevistas. Me aseguran que sí, ponen esta reunión como ejemplo. Les recuerdo que no estoy autorizada ni a grabar.
Ninguno parece querer entender lo absurdo del planteo.
Francisco me acompaña hasta abajo. Tomamos un ascensor cubierto de bolsas plásticas sucias de restos de escombros. Me cuenta: Monsanto crece, abre más oficinas en el mismo edificio y amplía su personal. Monsanto da trabajo. Monsanto muestra un mundo claro como no es claro el funcionamiento de los ambientalistas, dice Francisco y, ya en el palier frente a los molinetes que me devolverán a la calle, aprovecha las vueltas de la charla para comparar la transparencia de un trabajo formal como el que ahí se ofrece, a la reacción colectiva de un grupo que dedica su tiempo a luchar contra esta empresa. Lo de los asambleístas no puede ser gratis.
—Nadie puede tener todo ese tiempo gratis, ¿viven del aire? —se pregunta—. No, el de los ambientalistas es un trabajo que alguien seguramente está pagando, deja entrever. Un alguien mucho más dudoso y oscuro. Multinacionales que navegan por las tinieblas del capitalismo verde construido para voltear al capitalismo de ley que ellos sostienen. O peor, la competencia. Hay una teoría muy difundida en torno a eso: los movimientos anti Monsanto estaría patrocinados por las otras químicas.
—Tenelo en cuenta —me dice antes de despedirnos—. Averiguá, preguntá, investigá ahí también.
Le digo que sí, que pierda cuidado. Pero insiste. Insiste y me recuerda que sabe que yo tenía intenciones de ir al acampe.
—Ya que te vas a juntar con ellos está bueno que lo hagas con el mapa de situación completo.
—Hay cosas que son re injustas —dice mirándome a los ojos.
—¿Por ejemplo?
— Por ejemplo que en el país hay más de 40 plantas iguales y de repente bloquean esta. ¿Por qué Monsanto? Eso es re injusto.
La lucha contra Monsanto tiene un alto componente emocional. Sobre todo en nuestro país donde los que lo enfrentan fueron víctimas del innegable aumento de índice de enfermedades que aparecieron en sus pueblos con las fumigaciones. Para ellos Monsanto es, sobre todo, un símbolo. Es el siglo XX intoxicado por el abuso de la química, la debilidad de los Estados frente a las corporaciones, o su alianza. Monocultivos que no alimentan personas sino animales y que se extienden sobre todo el planeta.
Para los empleados encargados de la imagen de Monsanto (que están ahí como podrían estar en Adidas o en Mac) parece ser difícil entender que son un símbolo pero, sobre todo, parece ser difícil convencer a alguien de otra cosa.
***

Mi libro habla de esto: de que nuestro sistema de producción de alimentos está en crisis. Expulsa agricultores y no produce alimentos sanos y de buena calidad que estén al alcance de todos. Tenemos el 57 por ciento de las tierras cultivables ocupadas por soja transgénica que se exporta en más del 90 por ciento para alimentar animales en China y generar biocombustibles. Nuestros alimentos están en franca desaparición. Alcanza con darse una vuelta por la verdulería: cada vez hay menos variedad y los precios parecen incontenibles. Pero en lugar de pensar en rediseñar la matriz para posibilitar el acceso a la comida, se está plantando soja hasta en La Matanza y muchas instituciones –entre las que se cuentan muchas universidades- parecen concentradas en alentar el modelo.
Una semana antes de llegar a Córdoba recibí un nuevo mail de Francisco Do Pico.
“Soledad: Quería compartir con vos lo que me pasó ayer.
Ojalá esto te sirva para abrir un poco tu mente, ya que tu libro sólo publica una campana de la realidad.
Yo soy un empleado, convencido de lo que hago, y no merezco haber sufrido lo que sufrí ayer y todavía padezco hoy.
Ojalá aproveches tu viaje a Córdoba para repudiar este acto”.
El mail estaba acompañado por un video en el que se lo veía dictando una charla para alumnos en la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad del Litoral, cuando un grupo de alumnos junto a Sofía Gatica, líder de las madres de Ituzaingó, ingresaba al aula donde ellos hablaban y con cánticos los hacía abandonar la sala. No se veían golpes ni escupitajos. Sí se escuchaban insultos, se sentía la encerrona. Sí era un escrache y como todo escrache, era una situación intimidante.
Le respondí que así como no compartía el trabajo de su empresa, no compartía ninguna forma de agresión.
“Espero que estés bien”, le dije.
Y luego no hablé más.



Es imposible establecer un correlato entre lo que sigue y el resto de las cosas pero así devinieron los días.
Acababa de imprimir los pasajes a Córdoba cuando me enviaron la foto: mi cara con el logo de Monsanto en fucsia estampado en la frente.
La foto conducía a una nota, escrita como una denuncia apurada que se titulaba: “Desenmascarando a Soledad Barruti”.
Allí explicaban que habían descubierto que yo no era periodista sino una especie de agente encubierto de Monsanto para colar los mensajes de la compañía en la prensa. De un modo solapado mi misión era generar una confusión colectiva de la que ya no se podría salir.
En sólo 24 horas la nota se había viralizado en Facebook y en cadenas de mail.
En 48 horas, llegaba a mi correo otra nota diciendo lo mismo con otras palabras en el mismo sitio (BWN). La primera estaba firmada por una tal Laura Cohen Star, la segunda por un tal Diego Ignacio Mur. Los insultos se propagaban en Twitter por una serie chicas –fotos de chicas lindas, violentas, y de origen alemán: Celeste Fassbined, Lessly Daecher, Violeta Amsel. “¿Te creés que nadie se cuenta?” “¿Cuánto te paga Lord Rothschild?”, preguntaban entre hashtags similares: #BWNPatagonia #FuckMonsanto #FuckRothschild #FuckSionism. O algo así. Había chicos escribiendo, con mismos hashtags pero con menos violencia. Un tal Agustín, un tal Carlos, Diego Mur que retuiteaba todo.
La primera reacción fue no prestarle atención. Pero la segunda nota, sumada al llamado de mi madre, asustada, ¿Viste esto que me mandaron por mail?, terminó en un llamado a Pablo Slonimski, abogado de la editorial Planeta, que publicó el libro, para que hiciera algo.
—¿Qué?
—Algo. Eso que hacen las personas cuando las difaman. Mandan cartas documento, esas cosas.
—No es tan fácil eso.
—¿Por qué no?
—Primero tenés que buscar un nombre, una dirección a donde mandarla y, por último, lograr que te den bola. Tené en cuenta que no sabés ni quién está haciendo esto ni por qué.
—¿Y qué hago?
—Primero averiguá.
Detrás de todos esos nombres no encontré más que una persona real: Diego Ignacio Mur. El resto parecían ser perfiles falsos manejados por él, con fotos tomadas de fotologs o páginas porno. De Mur no pude averiguar mucho: se trataba de un técnico en computación de poco más de 40 años que vivía en El Bolsón y mantenía un Blog (
BWN o Bondwana Argentina). Ahí publicaba artículos de lo más diversos: anti vacunación, anti Greenpeace, anti marihuana, y, sobre todo, anti judíos. Entre la “información” aseguraba que el HIV es una enfermedad provocada por los antibióticos y las vacunas, el cáncer es un hongo o el único recurso que le queda al cuerpo para su supervivencia, y los transgénicos son un plan maestro de envenenamiento silencioso de la población para establecer un nuevo orden mundial.
“Monsanto es una corporación asesina, genocida, cancerígena y judía”, escriben diariamente cada uno de los presuntos avatares de Mur (todas esas chicas de twitter) mientras alientan una y otra vez el escrache público de cualquiera que trabaje ahí, empezando por el CEO de la compañía.
A pesar de la propaganda antisemita, el blog no fue prohibido sino que devino en diario –
El Bolsón Web- y, entre notas de turismo y búsqueda de promotoras, cuenta con publicidades y (según datos de Mur) con cien mil visitas diarias.
Encontrarse de pronto frente a este universo despierta ante todo impotencia. No hay herramientas frente al absurdo como no hay armas que se puedan usar contra los fantasmas.
—Armemos un comunicado — me propusieron en la editorial.
Pero ante noticias como: “CFK obliga a las embarazadas a aplicarse una vacuna que puede producir abortos”, o “Niños vacunados padecen un 500% más de enfermedades que los no vacunados” o “Adolescente demuestra que el holocausto no existió y se saca un diez en el colegio”, cualquier respuesta parecía ridícula.
Sin dirección legal a la que responder, lo que más me preocupaba era saber con qué reacción me encontraría en el acampe. Porque en la página web de BWN, entre todas esas notas descabelladas había videos sobre y desde el acampe: entrevistas a Sofía Gatica, talleres sobre “medicina alternativa”, notas de apoyo, de aparente alianza. BWN era, de cara a sus lectores, un activista más. Y, de cara a los que apoyan Monsanto, la prueba cabal de que sus detractores son personas desinformadas y violentas.
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El acampe de Malvinas Argentinas empieza a la vera de la ruta, sobre una banquina ancha. Ya son cinco puestos cubriendo el perímetro de 36 hectáreas. En cada carpa desde hace meses los chicos duermen sobre el suelo, entre el calor, el frío, la lluvia y las bucólicas ganas de que esto funcione. El primer puesto --La escuelita-- es el único que no da al camino. El puesto dos –La tranquera-- tiene música y chicos con rastas que se depliegan por todo el espacio de cara al sol rabioso y seco que rebota desde la ruta. El tres –Amaranto-- está a pocos metros de distancia y es ya una especie de ecoaldea: una casa de adobe con cocina, despensa para guardar las donaciones –de comida, de ropa, de agua-- y huerta orgánica: gomas de auto en desuso que contienen la germinación de maíz, de tomate, de pimientos y de plantas de amaranto: una planta que para los productores de soja es maleza, pero que en algunas variedades da nutritivos cereales. El puesto cuatro –El Che Guevara-- ostenta una donación tan útil como simbólica: la carpa que utilizaron durante todos sus años de lucha los asambleístas de Famatina que lograron expulsar a la minera Barrick Gold. Finalmente el cinco es una sola carpa adentro del predio de Monsanto, Vaca Muerta la llaman, en honor al animal que yace pudriéndose entre las moscas a escasos pasos de ahí.
El acampe cuenta con una asamblea –
Malvinas lucha por la vida- que trabaja junto con las Madres de Ituzaingó. Pero también reciben el apoyo de recién llegados a la militancia, referentes emblemáticos de las luchas sociales, médicos, biólogos, universidades como la Universidad Nacional de Córdoba, la Universidad Nacional de Río Cuarto  y Universidad Católica de Córdoba. El día a día se respira festivo pero también nervioso. Entre los vecinos del pueblo, todo es más difuso: de los cientos de locales que había al comienzo quedan cada vez menos, porque cuando empezaron los aprietes muchos se fueron para no volver. Algunos por miedo, otros porque empezaron a ver con malos ojos los problemas y al mismo tiempo a atender las promesas de Monsanto (trabajo, prosperidad, seguridad) y de la intendencia (planes sociales, canastas de comida, seguridad). En la asamblea también hubo varios desencuentros que se expandieron por las redes sociales: chispazos que nadie podría decir cómo empezaron pero que generaron quiebres difíciles de resolver.
“Acá resistimos lo que sea, de acá no nos vamos si no es en un cajón”, dice Sofía Gatica.
Ella no duerme en el acampe porque trabaja de administrativa en la ciudad pero está en cada asamblea, cada marcha, cada vez que puede. A pocas semanas de iniciado el acampe la amenazaron de muerte cuando estaba tomándose el colectivo para ir a trabajar y a los pocos días la agarraron a los golpes en una esquina. Está segura que el que la golpeó había estado en las marchas contra Monsanto, caminando a su lado, como un activista más.
—¿Sofía no vio lo de BWN?, le pregunto a Virginia cuando nos quedamos solas.
— ¿Lo que dicen de vos y Monsanto? No sé si lo vio con todo lo que pasó últimamente. Yo sí vi lo que escribieron, muchos lo vieron, pero yo leí tu libro y les dije: no se puede creer en esa gente. Están medio locos, ¿no?
Virginia me cuenta que los últimos días los malvinenses empezaron a recibir llamados invitándolos a participar de una encuesta telefónica. “Las preguntas que les hacían eran increíbles: ¿A quién reconoce como referente del acampe?, les preguntan. O: ¿Usted cree que hay que reprimir? Contra eso luchamos todo el tiempo”.
Por suerte, dice, a favor tiene miles de adhesiones que llegan de todo el mundo. Partidos de izquierda como el MST y el Partido Obrero, intelectuales como 
Maristella Svampa, Norma Giarracca y Miguel Teubal. Médicos y científicos que ya son emblema de estos movimientos: el biólogo molecular Andrés Carrasco, el neonatólogo Medardo Ávila Vázquez y el biólogo Raúl Montenegro. También Pérez EsquivelManu Chao, y el cantante Axel que tuitea a su millón y medio de seguidores por qué es necesario seguir unidos contra esa empresa. O Botafogo, que les cantó en vivo por C5N.
Todo un espectáculo internacional que a Monsanto, quien finalmente reconoció públicamente que tiene problemas de imagen lo agarra malparado (“No hemos empleado lo necesario para hablar con los consumidores y los medios de comunicación” (que se oponen a la biotecnología) dijo Robert Fraley, vicepresidente de la compañía). En los últimos meses Monsanto rearmó su página web incluyendo preguntas y respuestas, contrató a empresas expertas en relaciones públicas y realizó cambios en su staff, incorporando personas más jóvenes, como Do Pico, en la sede local. El propósito: dejar claro que no son una empresa de temer sino un grupo de personas inteligentes y amigables destinado a dar de comer al mundo y, ahora también, hablar con periodistas, comunicar sus proyectos a la sociedad, oír y debatir con sus detractores.
Pero ¿qué es realmente Monsanto?
“Soledad: Sin ánimo de ofender, no creo que en este asunto estés actuando como periodista sino más bien como activista. Que sigas bien”, me escribió Francisco la mañana siguiente a que visité el acampe. En el correo, lamentaba que me hubiera sacado fotos con Sofía Gatica.
La misma mañana en BWN saldría una nueva nota diciendo que yo había salido de un casting de la compañía. Al lado de mi foto junto a Gatica había un epígrafe: a la izquierda, Soledad Barruti, de Monsanto, a la derecha Sofía Gatica.
¿Podría encontrar algún modo de hilvanar esos hechos?
Según el 
último reporte del Center for Corporate Policy (CCP) en Washington, uno de cada cuatro activistas en cualquier movimiento es en realidad un infiltrado para hacer espionaje (un espionaje de película con escuchas y operaciones y agentes de gobierno incluidos). Entre las empresas que harían inteligencia sobre sus detractores –activistas, periodistas, científicos—estaría Monsanto. El servicio de seguridad de elite llamado unos meses atrás Blackwater y ahora Academi, habría sido, según el informe, “el brazo de inteligencia de Monsanto; proveyendo agentes infiltrados”.
Le comento esto a Beba ya de vuelta en Buenos Aires y le pregunto si ella cree que entre ellos hay infiltrados, si no tienen miedo.
—No te quepa ninguna duda M´hija. Ya hemos descubierto a más de uno, y todo el tiempo nos quieren hacer pelear. Y algunos se enganchan en las peleas. Al mismo tiempo Monsanto aprovecha y está queriendo conquistar a los vecinos para que, cuando haya asamblea popular, voten a favor de la instalación de la planta. Pero en la Asamblea, la lucha por la vida es fuerte. No lo van a lograr.
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De ANFIBIA, 05/02/2014
Fotos: Soledad Barruti