CLAUDIO MAGRIS
Hay en la literatura mundial, escribió Paul Valéry, figuras y personajes de tal magnitud que escapan de algún modo al control de su creador, hasta el extremo de «poder convertirse, por mediación de él, en instrumentos del espíritu universal»; éstos, proseguía el poeta francés, «van más allá de lo que fueron en la obra de su autor […] consagrados para siempre a la expresión de algunos extremos de lo humano y lo inhumano […] y, por consiguiente, desvinculados de cualquier aventura particular». Valéry escribió estas palabras para justificar la audacia de haberse atrevido a retomar el personaje de Fausto, pero pensaba también en otras grandes figuras —Ulises, Antígona, Medea, Edipo, Electra, don Juan— susceptibles de nuevas encarnaciones cada vez y por lo tanto inmortales a través de las perennes metamorfosis capaces de representar en cada ocasión simbólicamente, en clave distinta, el sentido y el destino de la humanidad y de expresar, no en la vaga abstracción de la alegoría sino en la concreción histórica de unos avatares individuales, anhelos y significados universales. Personajes semejantes producen la ilusión de tener una existencia por sí mismos, como independiente de su creador, de modo que Miguel de Unamuno podía fingir encolerizarse con Cervantes, acusándole de no haber entendido la grandeza de don Quijote…
Paradojas aparte, no es casual —ni mucho menos un misterio inefable e irracional— que estas figuras no se hayan convertido sólo en creaciones individuales, sino que hayan fascinado a generaciones y generaciones en los tiempos y los países más diversos, interpretando las más profundas razones históricas y existenciales de la civilización, y que continúen presentándose en cada época enriquecidas por la atmósfera de los siglos, por los acentos de las muchas voces, grandes y pequeñas, que renovaron y transformaron su carácter. Esta poliédrica riqueza parece darles un margen de inacabamiento, de espacio dejado a la fantasía del lector para la invención, la continuación ideal o la identificación personal.
Antígona es una de las más grandes de estas grandísimas figuras —que, observa George Steiner, proceden todas del imaginario colectivo del mito griego, con la sola excepción de don Juan, el único de los personajes míticos universales creado por la civilización posclásica, cristiana, puesto que incluso Fausto, si bien se mira, es una reelaboración, genial y poliédrica, de Prometeo. Además don Juan parece ser el único personaje mítico, convertido en patrimonio colectivo y por ende disponible para la reelaboración por parte de otros muchos artistas y potencialmente de todo artista, que ha sido inventado por un creador individual concreto, Tirso de Molina. Los demás —por ejemplo Ulises o Jasón— parecen nacidos de los oscuros albores de una fantasía mitopoiética colectiva; los primeros poetas que les dieron una forma destinada a permanecer indestructible a lo largo de los siglos, como Homero en el caso de Ulises, no los inventaron, sino que los extrajeron de leyendas y tradiciones que ya para ellos —ya para Homero— pertenecían a una antigüedad confusa y remota.
Antígona, destinada a revivir en decenas, en centenares de obras a lo largo de los siglos sucesivos —en una proliferación que desde luego no ha terminado sino que continúa todavía hoy—, es más antigua que la homónima tragedia de Sófocles, obra maestra absoluta de la literatura universal con la que la fantasía y la conciencia de la humanidad no han cesado y no cesan de medirse. Al igual que las demás grandes obras poéticas, Antígona no pertenece sólo a la literatura; es una obra que afronta en sus raíces las pasiones, las contradicciones y desgarros de la existencia y es también por ende una obra filosófica y religiosa. Antígona es un texto de esa filosofía y esa religión que, para entender concretamente la vida, no pueden limitarse a la formulación teorética de la verdad, sino que hunden la verdad y su búsqueda en la ardiente realidad de la vida misma, allí donde los problemas y los interrogantes se entrelazan con los deseos, las esperanzas o los miedos y se convierten en destino, historia concreta y viva de un hombre, de su amar, padecer y morir.
La poesía se eleva a la altura del pensamiento y de la fe, que tienen necesidad de ella para penetrar en la vida de los hombres y abarcarla por completo, superando el aislamiento abstracto de la mera especulación intelectual y metafísica. En los grandes textos de los orígenes, como por ejemplo los de los presocráticos, no hay distinción entre poesía, ciencia, reflexión y religión, sino que un único discurso poético intenta captar la totalidad del mundo, decir qué es lo que es y cuál es su significado. La filosofía, para comprender la realidad y su sentido, necesita de los poetas; el pensamiento platónico necesita dialogar con la poesía homérica, el aristotélico con la tragedia y el hegeliano —y también el de Heidegger— con Antígona.
Gran parte de la filosofía y la literatura de los últimos doscientos años es, como documenta Steiner, una continua confrontación con Antígona, un intento de recrearla y de encontrar en ella las respuestas a las cuestiones radicales de la existencia y la historia. Sólo el Libro de Job va tan a fondo en el reflejo de la aflicción de existir. Para Hegel, «de todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno —y lo conozco casi todo […]—Antígona se me aparece como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria» y su protagonista, la «divina Antígona», es «la más radiante figura humana que haya hecho jamás su aparición en la tierra», mientras que para De Quincey es «hija de Dios antes de que Dios fuera conocido» y Friedrich Hebbel la define como «la obra maestra entre las obras maestras, al lado de la cual no se puede colocar nada de lo antiguo ni de lo moderno». La lectura de Sófocles, y en particular de Antígona, constituye un nudo de la relación entre Hegel, Hölderlin y Schelling, relación de la que nace un momento fundante, de auténtico viraje, en la historia y el pensamiento de la civilización contemporánea, y Hegel parece poner a veces la figura de Antígona por encima de la de Sócrates e incluso de Jesucristo y habla, a propósito de Antígona, de un «momento de Getsemaní».
Goethe, que en su búsqueda de la conciliación parece a menudo eludir lo trágico —aunque defina como «tragedia» su Fausto, a pesar de la salvación final, por lo demás ambigua—, hace que Antígona resuene en su Ifigenia, figura de purísima humanidad que obedece, como la heroína de Sófocles, a un «mandamiento más antiguo» que la bárbara ley positiva que requiere acciones inhumanas, y evoca un inquietante conflicto entre civilización «griega» y «barbarie», en el que el bien y el mal no se hallan unívocamente en ninguna de las dos partes. Para Kierkegaard, Antígona es la figura de la «culpa inocente» y de la radicalización trágica de las relaciones ético-familiares; para Hölderlin es la figura de ese enfrentamiento trágico que contempla la irrupción lancinante de lo divino —y de las violentas y luminosas revoluciones históricas— en el círculo de la vida del individuo, determinando un enfrentamiento entre éste y los dioses que es la esencia más profunda y desgarrada de lo trágico, porque provoca la destrucción salvaje del individuo puro y divinamente poseído, que tiene que alzarse contra Dios aunque sea —o mejor, precisamente porque es— su hijo más digno.
Durante dos siglos se han sucedido muchas Antígonas, desde la de Alfieri a la de Brecht, desde la de Anouilh a la de Smolé, desde la apelación de Romain Rolland a la «eterna Antígona» contra la guerra al texto de Heinrich Boll que se sirve de esa tragedia griega para representar las relaciones existentes entre piedad, terror y mentira en la Alemania trastornada por el terrorismo y su represión. Toda reelaboración, comentario y reposición es una interpretación del nudo central de la tragedia, el conflicto entre la ley del estado —en este caso representada por el decreto de Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinice, muerto mientras luchaba contra su ciudad y su patria— y las «leyes no escritas de los dioses», el mandamiento ético absoluto que le impone a Antígona la obligación de enterrar al hermano caído en la guerra fratricida, de observar la eterna ley del amor fraterno y universal y la pietas debida a los muertos, ley que ningún derecho positivo puede infringir sin perder con ello su legitimidad.
Ciertamente, Antígona no es sólo eso; es también, como observa Steiner, una suma de rodas las relaciones y los conflictos humanos esenciales: entre vejez y juventud, sociedad e individuo, mundo de los vivos y mundo de los muertos, hombres y divinidad, ethos masculino y femenino, amor y sacrificio, esfera de la intimidad privada y su profanación pública, martirio del corazón expuesto en la plaza pública.
Antígona se opone sobre todo a Creonte, pero también —en una relación de íntima unión sentimental y al mismo tiempo de radical diversidad de ánimo— a Ismene, la hermana dulce como ella pero temerosa ante la transgresión de la ley y sus consecuencias, y a Hemón, el hijo de Creonte que la ama y al que ella ama también, pero a cuyo amor le está prohibido abandonarse, porque su piedad la consagra a la muerte y al reino de los muertos. Además, Antígona, con su sacrificio, purifica y redime la cadena de culpas de su estirpe, descendiente de los dientes del dragón que mató Cadmo, hasta el parricidio y el incesto de Edipo. Pero Antígona es, también y en primer lugar, «hermana» —con esta palabra da comienzo la tragedia—, es decir, figura de ese vínculo fraterno que desempeña un papel tan intenso en la historia de la civilización —desde los albores al triángulo filadélfico del Pietismo, desde el culto clásico de la amistad al romántico, desde la Orestea a Edda o a La canción de los Nibelungos— contraponiéndose o sobreponiéndose cada vez a la relación amorosa y a la relación vertical entre padres e hijos.
Pero la Antígona es, en primer lugar, el conflicto entre Antígona y Creonte, entre las dos leyes que, encarnadas en sus respectivas personas, se enfrentan. Incluso sin llegar a la exaltación de Creonte realizada recientemente por Bernard-Henry Lévy, quienes más se han conmovido ante la grandeza espiritual de Antígona, han subrayado también, como observa Steiner, que Creonte no es sólo un tirano, porque si así fuera, dice Heidegger, no sería siquiera digno de ser contrapuesto a la heroína. Hegel, turbado como estaba por la sublime figura de Antígona, ve sin embargo en su rebelión contra el orden de Creonte no sólo un mandamiento universal, sino también un culto de la familia y de los vínculos de sangre y por lo tanto un culto subterráneo, inferior, una moral personal y privada a la que el Estado no puede someterse, sino que, aun tributándole un honor religioso, el Estado debe someter a su más alta y objetiva realización de lo universal humano; la familia no puede sobreponerse al Estado sin provocar una regresión tribal.
Tragedia no significa, desde este punto de vista, contraposición del bien y el mal, de una pura inocencia a una culpa truculenta, sino que es un conflicto en el que no es posible asumir una posición que no comporte inevitablemente, incluso en el heroísmo del sacrificio, también una culpa. La grandeza de Antígona, para Hegel infinitamente superior a Creonte, estriba en el hecho de que ella, a diferencia de éste, sabe que su altísima opción es también culpable, mientras que Creonte lo ignora, por lo menos hasta que la desventura lo arrastra también a él. Hay que añadir que la pietas de Antígona se convierte en un valor universal —como en realidad sucede en la tragedia de Sófocles, casi como en una respuesta por anticipado a las críticas de Hegel— sólo si se extiende de los hermanos de sangre a todos los hombres concebidos como hermanos, superando así todo ethos tribal-nacional.
Para Hölderlin, que traduce y reescribe a Sófocles con unos resultados de incomparable potencia poética, Antígona es la tragedia del encuentro entre lo divino y lo humano, encuentro que supone una altura suprema pero también una lucha devastadora y en el que fatalmente el hombre, ser limitado, trasciende y rompe destructivamente sus límites, desencadenando así una fuerza vital ilimitada —«aórgica», como la llama el poeta— que, en el enfrentamiento con el orgánico, terrible y a la par salvífico orden divino, le conduce a la autodestrucción. Las edades revolucionarias constituyen un aspecto histórico de esta tragedia liberadora y destructiva, en la que la redención que el héroe individual trae al mundo, abatiendo el viejo orden opresivo e instaurando o por lo menos haciendo vislumbrar un orden nuevo y espiritualmente superior, comporta una culpa que el redentor-culpable debe pagar con la muerte.
La tragedia es pues conflicto entre ley, Gesetz, e imperativo moral, Gebot, cada uno de los cuales tiene su valor. Pero Antígona es la tragedia, perennemente actual, del tener que elegir entre esos dos valores, con todas las dificultades, los errores y también las culpas que esa elección, en sus concretas circunstancias históricas, comporta. La ley positiva, por sí misma, no es legítima, ni siquiera cuando nace de un ordenamiento democrático o del sentimiento y la voluntad de una mayoría, si atropella a la moral; por ejemplo una ley racista, que sancione la persecución o el exterminio de una categoría de personas, no será justa aunque venga aprobada democráticamente por una mayoría en un parlamento regularmente elegido, cosa que podría ocurrir o ya ha ocurrido.
Una violencia infligida a un individuo no es justa por el mero hecho de que el así llamado sentimiento común la apruebe, como quisiera hacernos creer cierta sociología mal entendida. El antisemitismo en Alemania en la época del nazismo o la violencia contra los negros en Alabama correspondían ciertamente al sentimiento de una amplia, quizás amplísima parte de las poblaciones de esos países, pero no por ello eran justas. A veces puede ser verdad lo que grita el doctor Stockmann en El enemigo del pueblo de Ibsen: «La mayoría tiene la fuerza, ¡pero no la razón!» Y entonces hay que obedecer a las «no escritas leyes de los dioses» a las que se atiene Antígona, aunque dicha obediencia —o sea desobediencia a las inicuas leyes del Estado— pueda acarrear consecuencias trágicas.
Llegados a este punto surge una pregunta terrible, trágica a su vez: ¿cómo sabemos que esas leyes no escritas son efectivamente de los dioses, o sea son principios universales, y no en cambio arcaicos prejuicios, ciegas y oscuras pulsiones del sentimiento, condiciones de quién sabe qué vínculos atávicos? Estamos justamente convencidos de que el amor cristiano hacia el prójimo, los postulados de la ética kantiana que exhorta a considerar a todo individuo siempre como un fin y nunca como un medio, los valores ilustrados y democráticos de libertad y tolerancia, los ideales de justicia social, la igualdad de los derechos de todos los hombres en todos los lugares de la tierra son fundamentos universales que ningún Creonte, ningún Estado puede violar. Pero sabemos también que a menudo las civilizaciones —incluida la nuestra — han impuesto con violencia a otras civilizaciones unos valores que ellas consideraban universales humanos y que en cambio no eran sino el producto secular de su cultura, de su historia y su tradición, que era simplemente más fuerte. Cuando un Dios habla a nuestro corazón, hay que estar preparados para seguirle a toda costa, pero sólo después de habernos preguntado con la máxima lucidez posible si quien habla es un Dios universal o bien un ídolo de nuestros oscuros remolinos interiores. Si la mayoría no tiene razón, como grita Stockmann, es fácil caer en la tentación de imponer por la fuerza otra razón, que a su vez sólo tiene la fuerza de su parte. La desobediencia a Creonte comporta a menudo tragedias no sólo para quien desobedece, sino también para otros inocentes, arrastrados por las consecuencias.
La tragedia, pero también la dignidad humana, consiste en el hecho de que no hay una respuesta preconstituida a este dilema; lo único que hay es una difícil búsqueda, no exenta de riesgos, incluidos los morales. Todos sabemos que es ilícito imponer y prohibir por la fuerza la profesión de una fe religiosa, imponer o impedir fusil en mano ir a la iglesia, pero ante el seguidor de una secta que querría dejar morir a su hijo antes que hacerle una transfusión de sangre, estamos listos para intervenir e imponer por la fuerza esa transfusión de sangre que salve a su hijo; creemos —quizás en este caso sabemos— que estamos actuando justamente, pero sabemos también que esa intervención es el primer paso en un camino que podría llevarnos al final a imponer todas nuestras convicciones morales por la fuerza.
No nos podemos sustraer a la responsabilidad de optar por los valores universales y comportarnos en consecuencia; si se renuncia a esta asunción de responsabilidad, en nombre de un relativismo cultural que pone cualquier actitud en el mismo plano que cualquier otra, se traicionan las «no escritas leyes de los dioses» de Antígona y nos hacemos cómplices de la barbarie. Pero hace falta darse cuenta de lo pesada y trágica que es esa responsabilidad y de lo difícil que es resolver esa contradicción. Todorov ve en Montesquieu una vía intermedia ideal entre el justo relativismo cultural, respetuoso con las diversidades, y el quantum necesario de universalismo ético sin el que no es pensable una vida política, civil y moral.
Se trata de una vieja cuestión y a la vez de la más actual de hoy en día, de nuestra época dramáticamente llamada, como ninguna otra antes, a conciliar la fe en lo universal con el respeto de las diversidades. Una vez más, Antígona, tras dos mil quinientos años, habla a una generación de su presente, nos habla a nosotros de nuestro presente. El derecho natural, con sus inviolables principios universales, se contrapone a la norma positiva injusta; la legitimidad niega a la legalidad inicua. El Estado es un servidor del bien común, y cuando por el contrario lo oprime, la obediencia a sus leyes injustas se convierte en una culpa —en un pecado, como dirían los teólogos— y la rebelión en un deber. Pero para no caer en otra culpa, o sea, para no desbaratar la legalidad —insustituible tutela civil y democrática del individuo— con una legitimidad que, justamente por lo vaga y jurídicamente infundada que es, no sería más que una ideología potencialmente totalitaria como toda ideología, hay sólo un camino, recuerda Norberto Bobbio: luchar para crear una legalidad más justa sin limitarse a contraponer las «voces del corazón» a las normas positivas, sino haciendo que esas voces del corazón se conviertan en normas, en nuevas normas más justas, transformándolas y sometiéndolas a la comprobación de la coherencia lógica y de las repercusiones sociales; comprobación propia de toda norma y de su creación.
Un eminente jurista, Tullio Ascarelli, veía en Antígona no una abstracta contraposición de la conciencia individual frente a la norma jurídica positiva, del individuo particular frente al Estado, sino la lucha de la conciencia para traducirse en normas jurídicas positivas más justas, para crear un Estado más justo. Creonte, al final, asume conscientemente que su ley es inicua y se siente preparado —aunque demasiado tarde— para cambiarla. Las «no escritas leyes de los dioses» van escribiéndose en leyes humanas más justas, aunque su transcripción sea interminable y a cada ley positiva la conciencia oponga la exigencia de una ley mejor. La tragedia no radica en que ese proceso sea interminable, esa perenne perfectibilidad suya es si acaso su gloria; hay más bien muchas razones para temer que el progreso se interrumpa y que temibles recaídas inhumanas hagan retroceder a la historia, que no garantiza a priori ningún progreso, a la barbarie, la civilización a la ferocidad, la convivencia al odio. La tragedia es que los pasos hacia adelante de la humanidad exigen asimismo el sacrificio de innumerables Antígonas, que también hoy continúan enterrando a hermanos, hijos, padres o compañeros tronchados por la violencia de los hombres.
1996
En Utopía y desencanto
Título original: Utopia e disincanto. Storie, speranze, illusioni del moderno
Claudio Magris, 1999
Traducción: J.A. González Sainz
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De Biblioteca IGNORIA
Imagen: Antígona frente a Polínice muerto, por Nikiforos Lytras