Leila Guerriero
Si darle nombre a un hecho, a una
cosa, a un fenómeno, es traer ese hecho, esa cosa, ese fenómeno al mundo, hubo un tiempo en
que nada de lo que existe existía. Un tiempo —no tan remoto: 1996, 1997— en el
que no existían los llamados “cronistas latinoamericanos” (ni revistas que los
publicaran, ni antologías que los antologaran) y en el que la palabra “crónica”
se usaba, en los países de América Latina, para mentar las más diversas cosas
—los despachos urgentes, las notas policiales, las columnas—, pero en pocos o
en ninguno designaba lo que hoy se conoce como tal: historias de no ficción que
requieren largos trabajos de campo y que se narran utilizando recursos formales
de la literatura de ficción. Hubo un tiempo, no tan remoto, en el que no había
cronistas ni crónicas sino periodistas dispersos que, en medios que solo a
veces coincidían con aquellos en los que trabajaban para ganarse el pan,
escribían artículos —a los que llamaban, precisamente, artículos— que se
parecían más a una pieza de nuevo periodismo norteamericano que a una noticia
de periódico, inspirados, probablemente, en aquellas formas gringas y en
algunos referentes latinoamericanos (Juan Villoro, Tomás Eloy Martínez, Martín
Caparrós, por nombrar a los más evidentes) que habían insistido en cultivar ese
género multinominado (cuyos orígenes no intentan repasarse aquí) con tozudez y
empeño. Después, hace poco más de quince años, algunas cosas empezaron a pasar.
A mediados de los noventa, en Cartagena de Indias, bajo la tutela de Gabriel
García Márquez, apareció la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano (FNPI), que propició talleres bajo la guía de autores como la
mexicana Alma Guillermoprieto o el argentino Tomás Eloy Martínez. Siguió, a
eso, el surgimiento de revistas —las colombianas Gatopardo, El Malpensante, SoHo, y la peruana Etiqueta
Negra—, que comenzaron a publicar a aquellos periodistas dispersos, y a
sus referentes tozudos, y dibujaron el mapa aún borroso de un futuro que nadie
veía venir. Apenas antes o apenas después, o incluso durante, aparecieron las
revistas argentinas Rolling Stone y Latido y las chilenas Fibra y The
Clinic, que siguieron el
mismo camino. En 2001, la FNPI lanzó la primera edición del Premio Cemex-FNPI
para trabajos periodísticos de este tipo. Ya entrado el siglo XXI surgieron Marcapasosen Venezuela, Pie
Izquierdo en Bolivia, Lamujerdemivida en Argentina, y revistas más
tradicionales como Sábado y Paula, de Chile, y Letras Libres, de México, reforzaron sus contenidos del género. En
2010, la Universidad de Guadalajara y la Escuela de Periodismo Portátil, del
chileno Juan Pablo Meneses, lanzaron el Premio Las Nuevas Plumas, destinado a
periodistas jóvenes. Y en algún momento la palabra “crónica” aterrizó como el
dios nominador de todos esos textos, y “cronistas” fue el nombre que se usó
para mentar a quienes los escribían.
Si las casas editoriales de
Latinoamérica mostraron, ya a mitad de la década pasada, interés por reflejar
esa producción, ahora el género —al que algunos prefieren llamar periodismo
narrativo— parece haber despertado el interés de las editoriales españolas: a
la colecciónCrónicas, de Anagrama, se suman La
Ficción Real, de Debate; títulos en editoriales independientes como Libros del K.O.; y las apariciones deAntología de crónica latinoamericana actual que, a cargo del colombiano Darío
Jaramillo Agudelo, publica Alfaguara y reúne a 48 autores latinoamericanos, y Mejor que ficción que, a cargo del español Jorge
Carrión, publica Anagrama y reúne a 21 autores hispanoamericanos. A todas esas
cosas que pasaron, que pasan, algunos las llamaron auge, otros las llamaron
boom, y otros no quieren ni oír hablar. ¿Qué es lo que pasa, si es que algo
pasa, con la crónica en Latinoamérica?
—A fines de los ochenta había muy poco
espacio, por no decir ninguno, para publicar, dice
el argentino Martín Caparrós, cuyo trabajo sostenido dentro del género y su
libro de crónicas seminal, llamado Larga
distancia (Planeta, 1992),
inspiraron a muchos periodistas de la generación siguiente. Ahora es más fácil,
gracias a ese succès d’estime,
ese éxito de un fracaso, de la crónica. Es un éxito que no incluye el que los
editores, que deberían buscar este tipo de textos para sus medios, lo hagan. En
los medios sigue siendo difícil publicar crónicas. Ese éxito de corrillo hace
que se haya vuelto un género prestigioso, y que haya editores que quieran
tenerlo en sus colecciones. La FNPI se las arregló para producir una generación
de periodistas que sabían que lo que hacían no era muy atractivo, pero
sospechaban que había una especie de más allá que sí lo era. Los talleres de la
fundación mostraban la posibilidad de ese más allá. Ese trabajo se complementó
con el de las revistas. Y entre todo esto se armó el mito de la crónica. Eso,
para los que la escriben. Habría que ver si cumplen alguna función para los que
la leen, si es que alguien las lee.
Jaime Abello, director general
y cofundador de la FNPI, dice que cree que, si hubo alguien que fue asertivo en
señalar que había que trabajar propiciando la crónica, fue García Márquez.
—La fundación nació con ese
mandato. Empezó en abril de 1995 con un taller que se llamó Taller de Crónica,
con Alma Guillermoprieto. En los últimos 15 años se han creado revistas, no se
ha parado de producir crónica, y empezaron a publicarse más libros. Pero aunque
la crónica ha ganado más mercado, sigue siendo de nicho. ¿Eso significa que no
pasa nada? No. Aquí hay algo. Pero es producto de un trabajo sostenido. Ahora
estas editoriales españolas hacen antologías y cuando se hacen antologías es
porque hay un campo y un reconocimiento.
Margarita García Robayo es colombiana y fue coordinadora
de proyectos de la FNPI. Ahora vive en Buenos Aires, donde es directora
ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez, creada por voluntad del escritor
y periodista argentino con el fin de apoyar la obra de ficción y no ficción de
autores de Latinoamérica.
—La FNPI, dice, instaló
referentes contemporáneos y latinoamericanos, y además dijo: “Esto se llama
crónica, y la hacen estos tipos y se puede hacer así”. Al nombrarlo, le dio un
estatus. Pero creo que si hay un boom se restringe a gente que escribe
periodismo, y que los buenos siguen siendo los de siempre. No hay mucho
recambio.
En 1999 surgió en Colombia,
con alcance continental, la revistaGatopardo, fundada por Miguel Silva y
Rafael Molano, que mezcló firmas de fuste con las de quienes formarían la nueva
generación de cronistas latinoamericanos.
—Nuestra obsesión por crear
una revista dedicada a la crónica, dice Molano, que hoy reside en México, donde
dirige la revista GQ,
nació, sobre todo, al ver el desolador panorama que existía en nuestra región,
con grandes excepciones personales. Ante la ausencia, que yo sepa, de otros
medios interesados en el asunto, fuimos pioneros en emocionar a lectores y
periodistas ante la idea de leer y escribir buenas historias. Ahora la crónica
tiene sentido para muchas más revistas.
Mario Jursich es director de El Malpensante, una revista que tanto puede publicar un perfil sobre el compositor de
vallenatos Emiliano Zuleta como dedicar una edición entera al diario de una
joven médica colombiana en Afganistán.
—Hacia 2003 había conciencia
de que la crónica estaba pasando por un momento de auge, pero la teníamos
quienes hacíamos revistas, los practicantes del género y un grupo de lectores
pequeño. Es solo ahora que el público general empieza a darse cuenta de que la
crónica está viviendo una época de oro. Aunque algunos diarios nunca han dejado
de publicar crónicas, lo cierto es que el periodismo narrativo es un género de
revistas. En contraste, los grandes medios le han dado la espalda, lo cual
revela hasta qué punto ha llegado la desconexión de lasmajors con el rumbo de su oficio.
El colombiano Alberto Salcedo
Ramos es autor de El oro y la
oscuridad(Debate, 2005), y La
eterna parranda (Aguilar,
Colombia, 2011). Él, como otros de su generación, aprendió el oficio de forma
casi cerril.
—Quería contar historias, pero
no tenía maestros. En aquellos años el cronista era visto como alguien
perezoso, mientras los demás miembros de la familia sudaban la gota gorda para
cumplir la cuota informativa diaria. Yo no estoy seguro de que esa percepción
haya cambiado. Pero muchos creemos en el valor literario del género y no
pensamos que sea un oficio menor, un trampolín para después volar hacia
instancias más altas.
Gabriela Wiener es peruana,
autora de dos libros —Sexografías(Melusina) y Nueve Lunas (Mondadori)—, y vive en Madrid donde
trabaja como editora de Marie Claire.
—Etiqueta Negra fue mi escuela. Allí ponían tu nombre junto al de Villoro y Jon Lee
Anderson en la portada e intuías que eso tendría consecuencias. Fue como una
inversión a futuro, porque colaboramos por amistad y por fe, gratis. Este puede
ser un momento dulce, en el que aparecen estas antologías, pero hay menos
espacios y menos dinero. Yo vivo de mi trabajo en Marie Claire y gracias a eso de vez en cuando puedo
permitirme escribir una crónica.
Elfaro.net es un periódico digital que se hace desde El Salvador. Allí, coordinando un
equipo de investigación que tiene el auspicio de The Open Society Foundations y
Catholic Organisation for Relief and Development Aid, trabaja Óscar Martínez,
autor de una serie de historias —sobre inmigrantes indocumentados
centroamericanos en México— que, en 2008, formaron el proyecto En el camino.
—Los medios pagan tarde, y
suelen creer que te hacen un favor publicando tu sueño de escribir mucho. Pero
en Elfaro encontré un medio al que solo le interesa la calidad del periodismo y
pedimos dinero a organismos que empiezan a creer que la información vale tanto
como la alimentación de campos de refugiados.
Daniel Samper Ospina, director
de la colombiana SoHo,
ha propiciado proyectos de largo aliento (como el perfil del cantante de
vallenatos Diomedes Díaz, que le tomó años a Alberto Salcedo Ramos), y no dudó
en dedicarles 40 páginas cuando hizo falta.
—Hay más jóvenes escritores
que ya no piensan en escribir una novela sino en hacer grandes crónicas, porque
han surgido espacios. Pero los vicios de los jóvenes escritores de periodismo
literario son, a veces, querer engendrar textos que tengan más de literario que
de periodismo y la fácil confusión, que advierte muy bien Caparrós, de hacer
textos no en primera persona sino sobre la primera persona.
El mexicano Guillermo Osorno
tomó la dirección de Gatopardo en 2006 y, en 2008, debió renunciar a
su distribución continental, pero, como parte de los avances y retrocesos que
forman parte del periodismo latinoamericano, la revista tendrá, desde febrero,
una edición ecuatoriana.
—Hay una nueva generación de
periodistas que se formaron leyendo estas revistas, y de editores que
inventaron un oficio que no existía, dice. A su vez, esos cronistas se han
volcado de lleno al periodismo narrativo, no escriben crónica entre novela y
novela. Pero ¿sabes para mí qué sería el signo inequívoco del boom? Sentarme
con las patas encima de mi escritorio a esperar a que lleguen a mi cuenta de
correo textos arrebatadores, después de que los autores estuvieron con toda
calma investigando sus temas, y poder pagar lo justo por esos textos. Y no.
Pero sí veo una confluencia de voluntades por hacer periodismo narrativo. Es
probable que el gran catalizador haya sido la FNPI y las revistas.
—El espacio para publicar se
ha reducido a tal grado que ya solo queda ese interés repentino por la crónica
en España, dice el mexicano Fabrizio Mejía Madrid, autor de, entre otros
libros, Días contados(Debate,
2012). Lo que nosotros hacemos —ir al lugar, hablar con los entrevistados—
parece un oficio inútil en el periodismo virtual. Somos los epiloguistas del
contacto sin mediaciones. Hoy “contactar” es escribir un correo. El hecho de
que hayamos pasado de los periódicos a los libros no sólo señala un repentino
prestigio, sino una angustia por preservar la historia del instante que ya nos
ha pasado.
—Escucho que ya no hay
lectores para este tipo de textos, dice Patricio de la Paz, editor del
suplemento El Semanal, que empezó a salir en 2011 con el
periódico chileno La Tercera. Pero si no hacemos un periodismo que
enseñe a la gente a reencantarse con leer textos de largo aliento, nunca
tendremos ese público. Hay que invertir en narración hasta crear el hábito.
—Creo, en todo caso, que hoy
gozamos de cierto prestigio, dice Salcedo Ramos, pero la idea de pertenecer a
una corriente que quizás fue transgresora y que se ha convertido en una fiebre
generalizada no me resulta estimulante. Me preocupa que quienes se arriman hoy
al género tengan la actitud de quien practica un deporte de moda.
—Sí veo un interés mayor por
ser autores de crónica, pero me da miedo la endogamia, que nos estemos leyendo
entre nosotros, dice Cristian Alarcón, periodista chileno que vive en la
Argentina, autor de Cuando me
muera quiero que me toquen cumbia (Norma,
2003) y Si me querés, quereme
transa (Norma, 2010). A
veces pienso si esa hiperinflación sentimental de la crónica produce una moda.
La crónica aparece como lo que hay que hacer para tener prestigio.
—En el Premio Las Nuevas
Plumas hemos recibido más de trescientas crónicas inéditas, dice el chileno
Juan Pablo Meneses, fundador de la Escuela de Periodismo Portátil y autor de Hotel España(Iberoamericana).
Ahí está el auge. El financiamiento, el sitio donde publicarlas, el pago, puede
ser un fracaso, pero no tiene que ver con la esencia de contar una historia
real, sino con la parte administrativa.
Sin embargo, esa parte
administrativa es, para muchos, no una entelequia fantasmal sino la respuesta
esquiva a la pregunta insoluble de por qué deben ocuparse en trabajos que
detestan para poder hacer, cada tanto, lo que les gusta, ya que, aunque hay
revistas que pagan bien, los cronistas latinoamericanos suelen llevar a cabo
sus proyectos personales gracias a los malabares del multiempleo.
—La precariedad siempre ha
sido la forma en la que hemos trabajado los latinoamericanos, dice Caparrós.
Siempre tuve claro que si uno quería hacer eso se lo tenía que buscar por su
cuenta, que nunca era aquello para lo cual te contrataba un medio grande.
El título de la antología de
Anagrama, Mejor que ficción, y la frase de contraportada de la de Alfaguara —“la crónica periodística es
la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy día en
Latinoamérica”— recogen un postulado que se repite: que la no ficción
hispanoamericana produce, ahora, formas y relatos más interesantes que la
ficción.
—La industria editorial, dice
Mario Jursich, está atravesada por la esperanza de que surja un grupo de
autores que reemplace a los del boom. Y no advierten que es posible que el
segundo boom esté frente a ellos, pero en forma de periodismo. El periodismo
narrativo ha traído unos ritmos, un punto de vista y unos tonos que pueden
causar el mismo asombro maravillado que se tuvo en los años sesenta con
aquellas novelas.
—Yo no creo que sea así, dice
Martín Caparrós, pero si hubiera novelas con mucho peso circulando no se podría
siquiera decir eso. La enunciación de esa idea tiene que ver con que no hay
grandes novelas dando vueltas.
Si hay varias revistas
latinoamericanas dedicadas al periodismo narrativo hubo, también, proyectos con
suerte diversa. Pie
Izquierdo,que dirigía Álex Ayala en Bolivia, se sostuvo por ocho meses
hasta que sus fundadores se quedaron sin un peso. La venezolana Marcapasosnació en 2007, y
tuvo 10 ediciones antes de retirarse al espacio digital por falta de
anunciantes.
—Ese llamado de la FNPI a
mejorar el periodismo latinoamericano, dice una de sus fundadoras, Sandra
Lafuente, ha recibido una contestación que continúa en la testarudez por sacar
nuevas publicaciones con pocos recursos, como bien sabemos hacer las cosas en
Latinoamérica, donde eso que ahora en Europa llaman crisis ha vivido con
nosotros durante generaciones.
En 2011, el argentino
residente en España Hernán Casciari lanzó la revista Orsai; el periódico
mexicano El Universal comenzó a editar el suplemento Domingo; el chileno La Tercera, El Semanal, y en
abril verá la luz Anfibia, una publicación digital que dirige
Cristian Alarcón, todos proyectos dedicados al periodismo narrativo, a los que
se suma Radio Ambulante, que lleva, al formato de la radio, la estética de la
crónica. Pero en España no parece haber muchas iniciativas de este tipo, más
allá de excepciones como las redes Periodismo Humano y FronteraD y algunos
medios tradicionales que siguen haciendo lugar al género cada tanto.
—Es probable, dice Martín
Caparrós, que la crónica sea un recurso de sociedades que se ven más en
formación que una sociedad como la española, que en los últimos años se creyó
tan hecha, tan completada. Quizás por eso los españoles no hagan mucha crónica.
La crónica es un intento de entender una cosa muy turbulenta, en el sentido de
que los rápidos de un río te dan la sensación de que hay mucho más que mirar
que cuando un río discurre plácido.
Quizás esa misma
sobreabundancia de conflicto incida en la que muchos señalan como una de las
mayores falencias del periodismo narrativo latinoamericano: su habilidad para
abordar temas relacionados con la violencia y lo freak que contrasta con su
casi absoluta indiferencia por temas relacionados con el poder o cualquier
forma de felicidad.
—La crónica de los últimos
años se ha convertido en un bestiario poblado por criaturas exotizadas, dice
Boris Muñoz Boris, venezolano, autor de Despachos
del imperio (Mondadori). Es
sorprendente que una generación que ha tratado de sacudirse los lugares comunes
del realismo mágico y el boom termine sucumbiendo ante ellos.
—Lo que debe alucinarlos es
que escribimos como si escribiéramos desde Marte: las revistas europeas nos
pedían textos de Etiqueta
Negra, y siempre eran sobre
los personajes más freaks, dice Daniel Titinger.
Titinger es peruano, autor de Dios es peruano (Planeta, 2005) y del incipiente Cholos contra el mundo (Planeta, 2012). Ahora dirige el
periódico deportivo Depor pero fue, durante dos años, editor de Etiqueta Negra, donde complementaba un sueldo de 300
dólares con trabajos varios.
—No hay nuevos
autores y los más jóvenes creen que se trata de conseguirte al tipo más loco del
mundo y escribir sobre él de la forma más parecida a un poema posible. Y si
hablamos de lo económico, bueno… Pero lo extraño es que queremos seguir
haciéndolo. Yo tengo un trabajo que implica 12 horas al día, y aun así quiero
seguir contando historias. Escribir una crónica te provoca estrés, no duermes,
te obsesionas, pero es lo que te hace feliz. Y no escribes por dinero ni por
fama. Escribes para no estar triste.
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