ENRIQUE VILA-MATAS
El País, 10 de octubre del 2014
Me recuerda al pintor Hammeshøi, que pintó una y otra vez
habitaciones desocupadas, todas muy distintas. Me gusta mucho que sea tan
obsesivo y que simule que escribe siempre el mismo libro. En Patrick
Modiano todo sucede en el pasado, lo que nos confirma que el pasado no
está muerto, y ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar. ¿Y el presente?
En Modiano el presente es un punto de vista impasible, más bien un estilo
imperturbable.
Todo
sucede en ese pasado que no acaba de pasar y donde uno puede perderse
fácilmente mientras busca algún mínimo atisbo de su verdadera identidad. A
nadie se le escapa que no hay una sola familia en el mundo que, por poco que
pueda remontarse a cuatro generaciones, no pretenda tener derecho sobre algún
título en desuso, o sobre alguna propiedad de sus antepasados. Son derechos
improbables que halagan la imaginación. Y sin embargo —decía Stevenson, citado
por Modiano al comienzo de Remise de peine—, los derechos que
un hombre tiene sobre su propio pasado son aún más precarios. Es precisamente
esa precariedad la espina dorsal de toda la obra de Modiano: la obra de alguien
que, aun consciente de la precariedad de sus derechos sobre el pasado,
investiga sobre la luz incierta de sus orígenes, allí donde todo se derrumba,
donde todo vacila… Eso hace de este autor un artista muy potente pero a la vez
frágil, alguien que se mueve en un perpetuo muelle de brumas y que gira siempre
sobre el vacío. De ahí que a veces quedemos hechizados, sin saber en qué punto
exacto del muelle nos encontramos. En todos sus libros lo que nos anima a
seguir es el misterio de su estilo, mientras lo tenebroso parece definirse de
un modo lento, lo que puede producir momentos de desaliento en nuestra
percepción de lo que sucede, como si condujéramos un bólido muy parsimonioso y
sin ninguna visibilidad y sin saber si estamos al borde de una barranco o de
una autopista. Pero eso le da a todo un toque incierto y atractivo, como si
fuéramos por el callejón de La Croix-Jarry, ese lugar terrible que le señaló su
amigo Queneau, uno de sus primeros protectores: un callejón sin salida que casi
nadie conocía en París, situado en lo más recóndito del distrito XIII, entre el
muelle de la Gare y las vías de Austerlitz.
Al
acordarme del callejón, he recordado de inmediato el día en que discutimos con
José Carlos Llop y otros amigos sobre si leer a Modiano era de izquierdas o de
derechas.
—Señor
Modiano —le asaltamos finalmente una mañana en París—, no habla usted mucho de
política.
—Es
que es peligrosa para un escritor. La política no es más que una torpe
simplificación de las cosas. El escritor trabaja justamente de la forma
opuesta; trata de mostrar lo oculto, la complejidad.
Cuando
se fue, imaginamos que volvía a su callejón de La Croix-Jarry, a seguir
buscando el rastro de la luz incierta de sus orígenes. Y sólo entonces
descubrimos que se movía por un París intemporal, que París había sido siempre
para él siempre algo interior, el horror y la compasión que cruzan por sus
historias, el vacío, la ausencia del padre, el enigma de las películas
dobladas, el mundo de la traición, la voz de Arletty, la infinita extrañeza de
la luz del mediodía, el amor. Y llorar toda la noche en Carroll’s, ¿no?
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