Se escuchan levemente deformadas las aspas de un helicóptero con la pantalla en negro. La oscuridad se disipa y surge una jungla con el verdor primigenio del paraíso. Sólo es una ilusión, pues la voz de Jim Morrison anuncia: «This is the end. / Beautiful friend. / This is the end. / My only friend, the end». El helicóptero pasa de largo y unos globos de fuego calcinan la selva. De repente, el Edén se ha transformado en Apocalipsis. El napalm devora toda forma de vida. Un primerísimo plano de Martin Sheen (capitán Willard), con la piel perlada de sudor y los ojos alucinados, se sobrepone a las llamas. Un ventilador de techo evoca las aspas del UH-1, símbolo de la intervención norteamericana en el Sudeste asiático. La jungla se esfuma, no sin mostrar las columnas de un templo budista y el cuerpo semidesnudo de Sheen cubierto de fango amarillo. Los ojos verdes del capitán Willard insinúan la locura. Se halla en la habitación de un hotel ubicado en un lugar céntrico de Saigón. Es un oficial de inteligencia y espera una misión. La guerra lo ha convertido en un inadaptado. Durante un permiso en Estados Unidos, descubrió que no soportaba la vida civil. Sólo pensaba en volver a la jungla para continuar luchando contra «Charlie». No parece un feroz anticomunista, sino un alma atormentada que soporta el peso de grandes pecados. Luchar contra el Viet Cong sólo es una forma de huir de sí mismo y de la incapacidad de asimilar ciertos actos y recuerdos.
¿Qué sucedió en Vietnam? ¿Por qué se asocia la condición de excombatiente a conductas violentas y antisociales? La masacre de My Lai es una de las tragedias más conocidas de la guerra. Sólo quien desconoce la brutalidad de cualquier conflicto militar puede sorprenderse ante una masacre de civiles desarmados. No hay guerras limpias. No hay guerras justas. Cuando se rompe el tabú de matar, la identidad de las víctimas pierde importancia. Es lo que sucedió el 16 de marzo de 1968 en la aldea de My Lai. La sección del teniente William Laws Calley violó a las mujeres y a las niñas, mató al ganado y quemó las casas. Después, alineó a los supervivientes junto a una acequia y los fusiló. El fotógrafo del ejército Ronald L. Haeberle captó la matanza con su cámara y, tras licenciarse, contactó con el editor Seymour Hersh, que publicó las imágenes el 13 de noviembre de 1969 en el diario Saint Louis Post-Dispatch. Seymour Hersh escribió: «Ninguno de los entrevistados por el incidente negó que se hubiera disparado sobre mujeres y niños. Lo que les asombraba es que la historia hubiera llegado a la prensa». El teniente Calley fue juzgado, pero sólo permaneció tres años bajo arresto domiciliario.
En Dispara a todo lo que se mueva (trad. de María Tabuyo y Agustín López Tobajas, Barcelona, Sexto Piso, 2014), el historiador y periodista Nick Turse señala que My Lai solo fue «una operación más» de una estrategia diseñada por la cúpula política y militar para medir el éxito de cada compañía por el número de bajas causadas (body count), obviando diferencias entre combatientes y civiles. Mao Zedong escribió: «Las personas son como el agua y el ejército como los peces». La frase es una metáfora que expresa la necesidad de contar con el apoyo de la población civil para organizar y mantener una guerrilla. El general William Westmoreland, enviado en 1964 por el presidente Lyndon Johnson para acabar con el Frente de Liberación Nacional o Viet Cong, según la jerga militar estadounidense, afirmó que para derrotar a los comunistas había que «eliminar el pez» –algo costoso, lento y complicado– o «suprimir el agua, de manera que el pez no pueda sobrevivir». No inventó nada nuevo. Simplemente, se apropio de la política japonesa de los tres todos en la China ocupada en los años cuarenta: «matar todo, saquear todo, destruir todo». Ideada por el general Yasuji Okamura, le costó la vida a 2,7 millones de chinos y representó la devastación sistemática de miles de aldeas, donde se violó a las mujeres y las niñas, se mató al ganado, se quemaron las casas y se exterminó a los civiles. My Lai sólo es una copia de esta estrategia perversa e inhumana. En Japón no se conocieron estos crímenes hasta 1957, cuando un grupo de exsoldados escribió un libro testimonial titulado Los tres todos, relatando su participación en las matanzas. El libro provocó la indignación del ejército y los sectores ultranacionalistas, desapareciendo de las librerías hasta 1979, cuando se editó de nuevo y aún hoy circula con timidez, soportando el boicot de los grandes medios de comunicación. ¿Puede decirse que en Vietnam no se desplegó la misma política de exterminio?
En 1995, el Gobierno de Saigón calculó que habían muerto tres millones de vietnamitas entre 1959 y 1975. Dos millones eran civiles. En 2008, un estudio realizado por investigadores de la Harvard Medical School y el Institute for Health Metrics and Evaluation de la Universidad de Washington elevó el número de muertes violentas hasta 3,8 millones, apuntando que la cifra real podía ser notablemente mayor en un país que en esas fechas contaba con diecinueve millones de habitantes. Según este estudio, el número de civiles vietnamitas heridos rondaría los 5,3 millones. Las incursiones en Camboya y Laos no fueron menos sangrientas. En Camboya murieron cerca de trescientos mil civiles y en Laos alrededor de treinta mil. Estas cifras no pueden despacharse como «daños colaterales». Es imposible matar a tantas personas sin un propósito deliberado de exterminio. Nick Turse visitó los Archivos Nacionales de los Estados Unidos y, gracias a la cortesía e involuntaria indiscreción de un funcionario, accedió a la documentación del Grupo de Trabajo sobre los Crímenes de Guerra en Vietnam, un destacamento de fuerzas secretas del Pentágono creado tras la matanza de My Lai para realizar un seguimiento de los incidentes violentos. Centenares de declaraciones juradas y resúmenes de incidentes referían que los asesinatos de civiles, las violaciones sexuales y las torturas eran pura rutina. O, más exactamente, un método concebido para desmoralizar y destruir al enemigo. Escribe Turse: «Un sargento contaba a los investigadores cómo había metido una bala, a quemarropa, en el cerebro de un muchacho desarmado después de abatir a tiros a su hermano; un soldado de un comando describía fríamente cómo rebanó las orejas de un vietnamita muerto y decía que pensaba seguir mutilando a los cadáveres. Otros archivos documentaban el asesinato de campesinos cuando trabajaban en sus campos y la violación de un niño llevada a cabo por un interrogador en una base del ejército. Leyendo caso tras caso […], empecé a hacerme cargo de la ubicuidad de las atrocidades durante la guerra de Vietnam. […] Yo había pensado que estaba buscando una aguja en un pajar; lo que encontré fue un verdadero pajar de agujas. […] Los archivos del Grupo de Trabajo sobre los Crímenes de Guerra demostraban que las atrocidades habían sido cometidas por miembros de todas las unidades de infantería, de caballería y de la división aerotransportada, y por todas las brigadas que se habían desplegado sin el resto de su división, es decir, por todas las unidades importantes del ejército en Vietnam. […] Los cientos de informes que reuní y los cientos de testigos a los que entrevisté en Estados Unidos y en el sudeste de Asia –fueran matanzas a sangre fría como la masacre de My Lai o derramamientos de sangre gratuitos– eran generales, rutinarios y directamente atribuibles a la política de dominio de los Estados Unidos».
¿Cómo fue posible que jóvenes norteamericanos con edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años se convirtieran en asesinos despiadados? En primer lugar, la durísima instrucción militar despersonalizaba, desorientaba y humillaba a los reclutas, inculcando una obediencia ciega e irreflexiva que se reforzaba mediante brutales castigos físicos y psicológicos. En segundo lugar, se deshumanizaba al enemigo hasta despojarle de los derechos más elementales. Los instructores nunca hablaban de vietnamitas, sino de basura humana, bazofia, comedores de arroz, ojos oblicuos o simples amarillos. Solo eran dinks, gooks [términos despectivos e intraducibles]. Por último, se inculcaba la determinación de matar, despreciando cualquier objeción moral. Durante la instrucción, se obligaba a los reclutas a repetir sin descanso: «¡Matar! ¡Matar! ¡Matar sin misericordia! ¡Esa es nuestra misión!» Cuando los reclutas se convertían en soldados, sus oficiales les repetían: «¡Matadlos a todos! ¡Destruidlo todo! ¡Disparad a todo lo que se mueva! ¡No hagáis prisioneros! No importan que sean niños. Si les dejáis crecer, os matarán a vosotros. Son dinks, infrahumanos». No eran las órdenes de un oficial enloquecido, sino un discurso alentado por el Estado Mayor, que informaba puntualmente al presidente y al Congreso. Un estudio del Senado reconocía que en 1968 ya habían muerto trescientos mil civiles en operaciones de «búsqueda y exterminio». Cuando se retiraron las tropas norteamericanas en 1975, la cifra se había multiplicado por diez. «La guerra –apunta Nick Turse– era menos una batalla contra fuerzas enemigas que contra el pueblo survietnamita». Un soldado de la Primera División de Caballería declaró: «Podíamos coger a las mujeres para hacer bum-bum –es decir, para tener relaciones sexuales– y después de unos días o unas horas las matábamos». Los soldados a veces atropellaban deliberadamente a civiles con sus jeeps o camiones, cruzando apuestas. En la aldea vietnamita My Khe, la Compañía Bravo, Cuarto Batallón, Tercero de Infantería, el teniente Thomas Willingham ordenó hacer fuego con dos ametralladoras contra sus habitantes, la mayoría mujeres, ancianos y niños. Durante varios minutos, las ametralladoras barrieron la zona. Después, los soldados asaltaron el poblado, arrojando granadas en los refugios y disparando contra quienes los abandonaban, intentando salvar la vida. Nick Turse escribe: «El soldado de infantería Donald Hooton, según un informe del Ejército, “mató a un niño vietnamita no identificado disparándole en la cabeza, presumiblemente con una pistola de calibre 45”. Un testigo de la unidad contó más tarde algo que vio aquel día: “Recuerdo que el bebé estaba cerca [a unos tres metros de distancia] y le disparó con una 45. Falló. Todos nos reímos. Se levantó y se acercó a como cosa de un metro, y volvió a fallar. Nos reímos. Luego lo levantó por encima de su cabeza y le pegó un tiro”. En aquella época, dijo un miembro de la unidad, “las palabras estaban de más, ¿sabes? Como que más o menos podías hacer lo que quisieras”».
En Vietnam no se utilizó el mismo napalm incendiario y gelatinoso de la Segunda Guerra Mundial, concebido para pegarse a la ropa y la piel, sino un napalm modificado que ardía a una temperatura mayor y durante más tiempo. Se estima que Estados Unidos arrojó cuatrocientas mil toneladas de napalm en el Sudeste asiático. El 35% de las víctimas tardaban quince o veinte minutos en morir, soportando dolores inhumanos. Los pocos que sobrevivían perdían la nariz, los labios, los párpados, los pezones, mientras el resto de la piel se convertía en un pergamino con escamas. Nick Turse cita el testimonio de Philip Jones Griffiths, fotógrafo de Magnum, que nunca pudo olvidar el aspecto de un niño internado en el hospital de Quang Ngai: «Tenía los párpados quemados, la nariz quemada y los labios quemados. Estaba a medio camino de convertirse en una calavera, pero estaba todavía vivo». El napalm a veces se combinaba con fósforo blanco. Un fragmento diminuto adherido a la piel podía arder durante un tiempo inverosímil. «He visto chisporrotear la piel y los huesos de la mano de un niño por quemaduras de fósforo durante veinticuatro horas, resistiendo cualquier tratamiento», declaró un cooperante canadiense. La famosa fotografía de la niña vietnamita Phan Thi Kim Phúc realizada por Nick Ut para Associated Press y ganadora de un premio Pulitzer no precipitó la derrota de Estados Unidos, que ya había empezado a retirarse, pero sí dañó irreparablemente su imagen, reavivando las protestas contra la guerra. El 8 de junio de 1972 el napalm destruyó Trang Bang, la aldea donde vivía Kim Phúc con su familia. Solo tenía nueve años. La niña resultó alcanzada y sus ropas comenzaron a arder, por lo que se despojó de ellas mientras huía por una carretera. Nick Ut hizo su célebre foto cuando se topó con la niña desnuda y aullando de dolor. Kim Phúc necesitó diecisiete operaciones quirúrgicas y aún hoy no ha podido liberarse de sus recuerdos traumáticos: «el napalm es el dolor más terrible que pueda imaginarse […] el agua hierve a cien grados Celsius y el napalm genera temperaturas de ochocientos a mil doscientos grados centígrados».
¿Por qué esta crueldad? Estados Unidos luchaba para contener el comunismo «en un pequeño país de mierda», según las palabras del presidente Johnson, pues no quería que se extendiera por el resto del Sudeste asiático. ¿No hay otras causas? Me temo que no. Las ideologías son la invención más dañina del ser humano. El imperialismo de las superpotencias nace de un sentimiento de superioridad que justifica la aniquilación del adversario o de pueblos supuestamente inferiores. La famosa novela de Joseph Conrad, que sirvió de inspiración a Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), es una vigorosa denuncia contra el imperialismo europeo en el centro de África. No hay cifras definitivas sobre el genocidio cometido por Leopoldo II de Bélgica en el Estado Libre de Congo, pero incluso los historiadores más prudentes hablan de seis millones de víctimas, la mitad de la población. El racismo que posibilitó este crimen salpica incluso a Conrad, pues en El corazón de las tinieblas (1902) los nativos son asimilados con formas de vida prerracionales. Se usan abundantes metáforas, estableciendo símiles con el aspecto y el comportamiento de los animales salvajes. El agente comercial Kurtz es un ser humano íntegro y con dotes de liderazgo, pero naufraga moralmente en un entorno primitivo. Su degradación como hombre civilizado se refleja en la adopción de las costumbres de los pueblos locales, que incluyen cortar las cabezas de los enemigos y clavarlas en estacas como exhibición de poder. Marlow, un viejo lobo de mar que acude al rescate de Kurtz, se queda petrificado. Advierte su carisma y destaca su voz, sugestiva y profunda, que agonizará repitiendo: «¡El horror! ¡El horror!» Sabemos que los europeos mutilaban a los africanos, sin importarles la edad o el sexo. El salvajismo de los nativos palidece ante la escala de crímenes de los europeos, con recursos infinitamente más letales.
En Apocalypse Now, el general Corman (G. D. Spradlin), que ha ordenado a Willard acabar con el coronel Kurtz (Marlon Brando), le ha preparado para su misión: «Era uno de los más notables oficiales que este país haya engendrado. Era brillante. Sobresalía en todo. Y también era un buen hombre». Todo eso cambió al llegar a Vietnam. Algo se rompió en su interior: «En esta guerra –afirma el general–, las cosas se confunden entre sí. El poder, los ideales, la vieja moralidad, los imperativos militares, pero allí, junto a los nativos, debe de ser una tentación ser dios. Porque hay un conflicto en cada corazón humano. Entre lo racional y lo irracional, entre el bien y el mal. Y no siempre triunfa el bien. A veces, el lado oscuro se impone a lo que Lincoln llamó el ángel bueno de nuestra naturaleza». En realidad, el «lado oscuro» de Kurtz no ha surgido por la relación con los nativos. Sólo es el fracaso de la civilización, que arroja por la borda sus principios cuando el odio, la codicia o el afán de poder aplacan cualquier objeción moral. Willard escucha su voz en una grabación. Kurtz compara su peripecia con el viaje de un caracol por el filo de una navaja, que espera llegar hasta el final y sobrevivir. Sus palabras suenan a confesión. Willard experimenta algo parecido. Los dos son conscientes de participar en un pecado colectivo y buscan alguna forma de expiación o, simplemente, anonadar su conciencia, vaciar su mente y no pensar en el mañana.
Los soldados que acompañan a Willard en su misión secreta son individuos corrientes, cuyo único deseo es volver a casa. Un joven negro del Bronx (Laurence Fishburne) explota de alegría y empieza a bailar cuando una pequeña radio emite Satisfaction, el famoso tema de los Rolling Stone. Mientras tanto, otro miembro de la tripulación hace surf (Sam Bottoms), con una sonrisa apolínea. Es una escena irreal, pero simpática, que recuerda las juergas universitarias o el ocio estival. Sin embargo, la sonrisa apolínea no tardará en mudar en profundo malestar. En cambio, el teniente coronel William «Bill» Kilgore (Robert Duvall) no conoce los problemas de conciencia. De hecho, afirma que el napalm huele a victoria y hace sonar la «Cabalgata de las valquirias» cada vez que ataca un pueblo vietnamita. No creo que Francis Ford Coppola ignorara que se había empleado el mismo fondo musical en la escena cumbre de El nacimiento de una nación (1915), cuando el Ku Klux Klan rescata a un grupo de hombres blancos que preconizan el renacimiento de lo ario, mientras una multitud de antiguos esclavos negros pretenden acabar con sus vidas.
Coppola nunca ocultó que había ideado la odisea de Kurtz de acuerdo con las tesis antropológicas de La rama dorada (1890-1915), de James George Frazer. La tesis central de la obra es que todas las religiones proceden del culto a la fertilidad, que exige periódicamente el sacrificio de un rey-dios. Su muerte es condición necesaria para la continuidad de la vida. La inmolación del dios encarnado constituye un matrimonio místico entre lo sobrenatural y la Tierra. Cada cosecha es el fruto de esa unión. Coppola repite el error de Conrad, explicando la locura de Kurtz como la inmersión en una cultura primitiva, minimizando el efecto traumático de la guerra y la barbarie del hombre blanco. El progreso material no ha engendrado progreso moral, sino una ingeniería política que justifica los genocidios para crear un mundo teóricamente mejor. Kurtz no es un rey-sacerdote, sino un hombre enloquecido y con delirios de megalómano. La megalomanía es una patología que se propaga como un virus. La fe ciega en uno mismo puede ser altamente contagiosa. Un fotógrafo norteamericano (Dennis Hopper), con varias cámaras colgando del cuello, afirma que Kurtz es un gran hombre, un auténtico visionario. El oficial que precedió al capitán Willard con una misión semejante ha sucumbido al mismo embrujo y ya forma parte de su extraño ejército. Es indudable que Kurtz es un seductor. Coppola utiliza el claroscuro para presentárnoslo. Con el pelo rapado, se refresca con una calabaza de agua, mientras reflexiona sobre el bien y el mal. Admite que lloró como un niño cuando el Viet Cong cortó los brazos de unos niños vacunados de polio por su unidad de las fuerzas especiales, pero enseguida comprendió que juzgar ese acto constituía un error: «Entonces vi tan claro, como si me hubieran disparado, con una bala de diamante en la frente, y pensé: Dios mío, eso es pura genialidad, ¡es genial! ¡Tener voluntad para hacer eso! Perfecto, genuino, completo, cristalino... ¡puro! Y entonces me di cuenta de que ellos eran más fuertes porque podían soportarlo: no eran monstruos, eran hombres, tropas entrenadas. Esos hombres que luchaban con el corazón, que tenían familia, hijos, que estaban llenos de amor, habían tenido la fuerza, el valor, para hacer eso. Si contara con diez divisiones de hombres así, nuestros problemas se resolverían en poco tiempo. Se necesitan hombres con principios que al mismo tiempo sean capaces de utilizar sus instintos, sus instintos primarios para matar. Sin sentimientos, sin pasión, sin prejuicios, sin juzgarse a sí mismos. Porque juzgar es lo que nos derrota».
No hay ninguna constancia de que el Viet Cong cometiera esta atrocidad en concreto, pero es innegable que nunca se preocupó de respetar los derechos humanos. El 30 de enero de 1968 asaltó la ciudad de Hué. Fue una de las operaciones más ambiciosas y cruentas de la ofensiva del Tet, fiesta del Año Nuevo. El ejército norteamericano recuperó la posición el 24 de febrero, después de una sangrienta contraofensiva. Durante los dieciocho meses siguientes, se descubrieron fosas comunes en las afueras. Al exhumarlas, se hallaron miles de cadáveres, muchas veces mutilados o con signos de tortura. En muchos casos, había indicios de que se les había enterrado vivos. En un documento del Viet Cong, interceptado por los servicios de inteligencia norteamericanos, se reconocía que se había llevado a cabo una purga, liquidando a 1.892 funcionarios, treinta y ocho policías y setenta déspotas. Sin embargo, las excavadoras localizaron dos mil ochocientos cadáveres enterrados en fosas abiertas en claros de la selva, lechos fluviales y bancos salinos de la costa. Entre las víctimas, se identificó a monjes budistas, sacerdotes católicos y líderes estudiantiles. Aunque se intentó atribuir la matanza al ejército norteamericano, no es creíble que en plena retirada se molestara en excavar fosas en lugares poco accesibles y escogiera como víctimas a sus propios aliados. El comunismo es una ideología tan nociva como el imperialismo. De hecho, puede decirse –parodiando a Lenin– que el imperialismo es la fase superior del comunismo. El caso de la Unión Soviética constituye una prueba irrefutable.
¿Podemos sacar alguna conclusión ante la inhumanidad de ambos contendientes? El historiador y político norteamericano Richard Rhodes escribió un memorable y estremecedor ensayo sobre los crímenes de los Einsatzgruppen de la SS en el este de Europa. El genocidio de judíos, gitanos y otras minorías se asocia a las cámaras de gas, pero la mayoría de las víctimas no fueron asesinadas con Zyklon B, sino con balas: «Las famosas cámaras de gas y los crematorios de los campos de la muerte emblemáticos del Holocausto, de hecho, fueron excepcionales. […] Los fusilamientos habían comenzado antes, continuaron a lo largo de toda la guerra y provocaron muchas más víctimas si, además de los judíos, se contabilizan también a los eslavos, como debería ser. […] Por tanto, la hecatombe nazi no fue moderna y científica, como se la ha descrito con frecuencia, ni tampoco única en la historia de la humanidad. Se realizó con el mismo sencillo equipo que el de los ejecutores de matanzas del imperialismo europeo y, más tarde, de las guerras civiles de Asia y África. Las matanzas promovidas desde el Estado constituyen una epidemia social compleja y recurrente» (Amos de la muerte. Los SS Einsatzgruppen y el origen del Holocausto, trad. de Ignacio Hierro, Barcelona, Seis Barral, 2002). Podemos aplicar el mismo razonamiento a Vietnam, Afganistán –invadida por soviéticos y norteamericanos–, Chechenia o Argelia, escenarios de matanzas planificadas por los intereses geopolíticos de grandes potencias.
Kurtz no es un nuevo Zaratustra ni un rey-dios. Simplemente, no ha soportado ser el brazo ejecutor de una política despiadada. Por eso apunta que «tienen derecho a matarlo, pero no a juzgarlo». Su diferencia con el extravagante teniente coronel Kilgore es que su conciencia se ha desplomado al entrar en contacto con la violencia. Sus extensos parlamentos no apuntan al futuro, sino al pasado. Ya no pertenece al mundo civilizado, sino al fondo oscuro de la historia. El capitán Willard se hunde en un fango amarillo para matar a Kurtz. Coppola refuerza el carácter simbólico de su acto, intercalando secuencias simultáneas del sacrificio de un caribú, que indignaron a los animalistas, pues se mató a un animal con fines puramente estéticos. Willard supera la tentación de convertirse en el nuevo rey-dios. Los títulos de crédito muestran el bombardeo del templo budista. Son los mismos globos de fuego que aparecían al principio, pero ya no se escucha la voz de Jim Morrison. La moraleja podría ser que la civilización derrota a lo primitivo y salvaje.
Pienso que Coppola no es convincente cuando despliega un discurso antropológico, pues la tesis de La rama dorada no sirve para esclarecer el drama de Kurtz. Desde un punto de vista moral, repite los argumentos de Freud en El malestar en la cultura (1930): «Se nos impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su transcurrir [...] sería un proceso al servicio de Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad [...] Esas multitudes de seres humanos deben ser ligadas libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendría cohesionados. Ahora bien, a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno». Freud se aferra al pesimismo de la tradición judeocristiana, pero en una versión secular donde se mezcla mito y razón. Creo que hay otras alternativas más convincentes para explicar la violencia del hombre con el hombre.
Somos el producto de la evolución y la violencia es uno de nuestros impulsos biológicos, primordiales. Constituye una ventaja de cara a la supervivencia, pero también puede convertirse en una fuerza autodestructiva. Por eso existen mecanismos naturales que inhiben la agresión, cuando el adversario se ha rendido. Se observan en lobos, chimpancés, leones, chacales y otras especies. El individuo derrotado deja de oponer resistencia y salva la vida gracias a la sumisión. En el caso de los leones, cuando un macho desplaza a otro mata a sus crías, pero no lo hace por capricho, sino para garantizar el dominio de la manada y perpetuar sus genes. El ser humano no obra de ese modo. Nuestro sentido ético no es una impugnación del orden natural, sino una obra maestra de la evolución. Nuestra especie ha sobrevivido en un entorno hostil gracias a la cooperación, no al odio. Los remordimientos que experimentamos al dañar al otro no son el artificio de una supuesta contranaturaleza, sino el resultado de nuestra filogénesis como especie. El reino de Kurtz no es una caída en el abismo de pulsiones ancestrales, sino una expresión del fracaso de una civilización que exalta la paz, la fraternidad y la solidaridad, al tiempo que organiza guerras por motivos ideológicos o materiales. Al igual que Calibán, no soportamos nuestro rostro en el espejo y no cesamos de inventar máscaras para enterrar nuestros fracasos. El horror no está en la selva, sino en el corazón de nuestra civilización.
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De Revista de Libros, abril 2015
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