Músico y director artístico
¿Cómo, me pregunto, no sentirse hondamente cautivado por la maciza producción de los grandes maestros polifónicos como Palestrina u Orlando di Lasso, o por el canto gregoriano cuyo ritmo libre y melódico despierta las más diversas sensaciones?
¿Cómo no gozar, asimismo, de la música vibrante de Los Beatles o de míticos artistas de la segunda mitad del siglo XX y primera mitad del XXI, como Cat Stevens, Joan Manuel Serrat, Sting, Emerson Lake and Palmer, Joaquín Sabina o Coldplay, verdaderos receptores del legado musical de los antiguos trovadores y juglares?
Como músico que soy (con la excusa de dirigirme en primera persona), disfruto escuchando y ejecutando las creaciones que ocasionalmente llegan a mis oídos o a mis manos. A veces, en momentos de meditación me pregunto: ¿será posible que alguien pueda quedar inconmovible ante una sinfonía de Beethoven, o ante un delicioso lied de Schubert?
No lo creo, como tampoco puedo concebir que alguien demuestre indiferencia hacia el arte mayor de Astor Piazzola, de Louis Armstrong o de Queen.
Pero claro, hay tendencias, estilos y géneros musicales que, específicamente, como en todo, imponen un sello especial en el proceso de búsqueda y aprehensión del hombre. En lo personal, es el barroco el que ha tenido mayormente la virtud de transportarme hacia escenarios estético-musicales subyugantes, pero también hacia confines remotos de mi ser interno; esto último merced a una cualidad que ha rebasado mi capacidad de asimilación racional.
Luego de tanto convivir con la música barroca, noté un día una mágica relación entre esa sonoridad fantástica y exultante y mis circunstanciales estados de ánimo, notablemente más serenos y distendidos luego de su audición.
Obsesionado por este singular hallazgo, recurrí a libros y autores a fin de encontrar una explicación científica. Di con una, entre muchas la más satisfactoria, que expongo brevemente: en la década de los años 70, el psiquiatra búlgaro Georgi Lozanov descubrió que mientras sus alumnos escuchaban música barroca alcanzaban una mayor capacidad para almacenar y memorizar información en el aprendizaje de idiomas.
El científico encontró la explicación en el tempo de 60 a 70 golpes por minuto, "semejante al del corazón humano en reposo”. Ello condujo a que tanto Lozanov como muchos de sus colegas coincidieran en que, de manera general, la música -y la barroca particularmente- inducen a entrar en un estado de conciencia alterada, especialmente propicio para el aprendizaje.
A partir de tales experiencias, otros investigadores, dedicados específicamente al estudio de las ondas cerebrales, han llegado a la conclusión de que la música barroca estimula las ondas asociadas a la relajación alerta y a la sensación de calma, al extremo de que científicos como K. Haray y P. Weintaub recomiendan que para lograr un estado profundo de paz o serenidad es menester escuchar una determinada y cuidadosa selección de obras barrocas, sugiriendo en especial las siguientes: La Trucha en la mayor, de Schubert, para piano y cuerda; el Concierto para guitarra, en re mayor, de Vivaldi; el Concierto en re mayor para flauta, de Vivaldi; el Concierto Nº 21, para piano, de Mozart, y el Concierto para arpa, en si bemol, de Händel.
Como corolario de estas investigaciones, las diversas organizaciones que en definitiva le han concedido a la música barroca cualidades terapéuticas importantes vienen desarrollando programas de relajación, mediante cintas compactas, para oyentes interesados en apartarse y desconectarse del estrés de la vida moderna.
En ellas es posible escuchar obras tales como el Adagio, de Zipoli; el Canon, de Pachelbel, el Adagio, de Albinoni. Según Mihaly Csikszentmihalvi, profesor de psicología en la Universidad de Claremont "la música ayuda a estructurar la parte de la mente que la percibe y, por lo tanto, reduce el desorden que sentimos cuando una información caótica interfiere en nuestro objetivo. Escuchar música aleja toda sensación de aburrimiento y ansiedad y, si se hace en serio, puede conducirnos a un estado de captación”.
Ello supone, naturalmente, que al escucharla en forma dinámica, y no como fondo, llegue a afectar nuestro estado mental, produciendo diversas sensaciones; pero, fundamentalmente, placentera tranquilidad. A mi juicio (una opinión muy personal), quien mayormente ejerce esta sensación de bienestar es Vivaldi, a través de Las cuatro estaciones, cada una de ellas de inmensa fuerza expresiva y belleza musical.
¿Qué ocurre cuando la música nos conmueve, cuando afecta nuestros sentidos? Indudablemente que la mente despierta y toma conciencia de ella, pues interpreta el mensaje que proviene de sus sonidos. Si se escucha, por ejemplo, una música de ritmo vivo, dinámico y fuerte, "las terminales nerviosas de nuestro cuerpo sienten las vibraciones de esta música y comienzan a vibrar con mayor rapidez e intensidad, estimulando todo el sistema”.
Esto nos afecta de manera tan poderosa, que en una combinación mental y física sentimos profundamente el efecto de la música. Se ha producido entonces un fenómeno que induce a que nuestra sangre y nuestros nervios reaccionen hasta el estremecimiento; sin que, tal como describirían algunos investigadores, "veamos que salga nada del piano o del violín, y que pase por el aire hasta nosotros”. Lo que sucede es que se pone en funcionamiento una ley de características muy especiales: la ley de las vibraciones.
Estas vibraciones musicales recorren la atmósfera y llegan a nosotros impresionando nuestro sistema nervioso, originando de esta manera el gusto y las inclinaciones por los variados géneros de música.
Al respecto, y aun a riesgo de pecar de exceso, pienso, y siento, que las vibraciones musicales más profundas, penetrantes y estremecedoras que llegan hasta nosotros se transmiten en Las cuatro estaciones a través de la Primavera, el Verano, el Otoño y el Invierno, cuya expresión, belleza y carácter descriptivo, disímiles en cada uno, "constituyen un hito sin precedentes en la historia de la música”.
Si al escuchar cada concierto se presta oído total a la sublime orquestación, uno advierte que Vivaldi no sólo que confería a su música la mayor pureza de sonido posible, sino que la dotaba de un sobrecogedor encantamiento mágico. Es notoria, por tanto, la asimilación de fenómenos tal vez perceptibles sólo por él y que tocaban sus sentidos y su imaginación.
Algo así de enorme pujanza seductora, como una sucesión de secretos místicos, como una sonoridad poética proveniente de aquella asimilación de portento indescifrable que traza figuras, gestos particulares, y que transmite poderosamente, como una "prestidigitación” de arte, al oyente. Precisamente por todo eso es que se disfrutará plenamente de la audición de Las Cuatro estaciones mediante el esfuerzo que uno logre para encontrar, o aproximarse, a esos fenómenos a través de la visualización o creación propia de imágenes a las que, naturalmente, invita Vivaldi.
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De PÁGINA SIETE, 04/04/2015
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