En un departamento un poco desordenado, donde hay muchísimos discos, dos saxos en sus estuches, un piano que no funciona, varias fotografías -en dos de las cuales aparece Bill Clinton, una de ellas colgada en la sala de estar y la otra en el baño-, paredes con una capa de pintura gris un poco desprolija y sin terminar y una mesa atiborrada de píldoras y medicamentos, está él. Leandro Barbieri. Más conocido como el Gato. Está vestido con un jogging negro de Adidas y hace un gran esfuerzo por mirar el partido de fútbol que pasan por la televisión, ya que se ha quedado casi ciego, a causa de una degeneración macular. Tiene puesta una remera roja, anteojos y una cadenita con caballos colgando.
Su perfil es parecido al de don Vito Corleone, el personaje de la película El Padrino; también al de un típico porteño. Pero no es arrogante. Al contrario.
Faltan pocos días para el concierto que brindará en el Club de Jazz Blue Note, empero el cuerpo de Gato, bajo la luz cálida y hogareña que entra por la ventana, podría ser el de cualquier señor de 82 años. Pensar que ese cuerpo que se hunde en el sillón hoy fue el mismo que fotografió desnudo Alicia D' Amico, en 1971.
Es categórico, dice: "Me voy a morir en tres o cuatro años".
-¿Por qué toca hoy en día?
-Voy a tocar porque precisamos dinero -responde al instante, sin necesidad de reflexión.
"Nunca fui un business man, ¿me entendés?". Lo dice como si estuviese hablando consigo mismo, como si hiciera un mea culpa. Laura Ryndak, su actual mujer, norteamericana, veinticinco años más joven que él, contará más tarde que desde hace unos años debió retomar su trabajo como físico-terapeuta. Sin embargo, la ubicación privilegiada del departamento que alquilan -justo enfrente del Central Park- parece contradecir sus dichos sobre su situación económica.
Según Gato, el público ya no compra sus discos tanto como antes. "Hay tanta música alrededor,darling, todo ha cambiado. Con mis discos de la década del 70, 80 y 90 hice mucha plata, pero ahora hay otra música. Y mucha es mala.. Antes había más melodía, cosas maravillosas..". Además del dinero que recibe por la venta de los cincuenta discos que grabó durante su carrera, Gato cobra cada vez que pasan en cine o televisión las películas cuya banda sonora él compuso (las de Bernardo Bertolucci, por ejemplo) y también cuando transmiten sus temas por la radio. Pero la plata que le envía Broadcast Music Inc. (BMI), recaudador de los derechos de difusión de músicos en Estados Unidos, fue disminuyendo.
-Es muy duro lo que estoy haciendo ahora. Ser ciego, no hablar bien el inglés. Estoy con pocos dientes. Es un problema lo de los dientes. Unos los perdí, los otros se los comió el perro, hijo de puta. Sí, sí, yo sé que fue él -dice, y señala el perro, de raza japonesa Shiba Inu, que circula por el living.
Dice que no le gusta el perro porque es demasiado cariñoso. Pero Laura lo necesita como asistencia emocional, luego de dos depresiones que sufrió. Gato abre una pequeña lata y me ofrece una pastilla Grether's de arándano que él come a menudo porque se le seca la boca. Son su debilidad.
Para que su maquinaria de recitales, contratos y relaciones públicas siga funcionando, Gato Barbieri siempre dependió de sus mujeres. En ese sentido, su primera esposa, Mitchell, la italiana, era ideal. Fue ella quien empujó a Gato a cambiar Buenos Aires por Roma, en 1962. En esa ciudad, ella le presentó a la clase alta italiana y también lo puso en contacto con grandes celebridades del mundo artístico como Bertolucci y Don Cherry.
Laura cumple ahora ese rol. Gato la conoció cuando fue a dar un concierto en Chicago, ciudad donde vivía ella en ese entonces. La hermana de Laura era fanática del músico y le pidió a la actual mujer de Barbieri que le consiguiera un autógrafo. Como las entradas estaban agotadas, Laura se coló por la cocina haciéndose pasar por una empleada más del restaurante y esperó alrededor de dos horas y media para conseguir la firma del Gato. El músico, al enterarse de su hazaña -y quizá para premiarla por su valentía-, la invitó a tomarse una copa de vino con él; y desde ese día quedaron amigos.
Ya de vuelta en Nueva York, él la llamó al año siguiente para contarle que se había muerto su esposa y que sufría ataques de angustia. Laura le recomendó que fuera a ver a un médico. A los pocos meses, lo operaron del corazón. Ese mismo año, Laura se mudó a Nueva York para ayudarlo con su recuperación. Al poco tiempo se casaron y tuvieron un hijo, llamado Christian. Y él, con más de sesenta años, se convirtió en padre por primera vez.
Laura, actual mánager de su marido, me cuenta sobre las próximas funciones del Gato: dos en el Blue Note, en Nueva York, y otra en un casamiento en Le Petit Palais, en París. Paralelamente, está tramitando un documental sobre la vida del Gato Barbieri, a cargo de la directora Nancy Savoca, pero que por falta de fondos aún está en veremos.
"Me gustaría... Van a asistir empresarios y personas con gran poder de decisión al evento en París, como no sé si Microsoft, aunque quizá sí. Por ahí, cuando estén organizando su evento corporativo, les gustaría que tocara el Gato. Allí podemos hacer buenas conexiones de negocios. También le estoy escribiendo a Hillary Clinton, porque Bill, no sé si te mostré esta foto de aquí donde está con Gato. ¿La viste?..."
Y en ese momento, desde el sillón que nos da la espalda, se escucha la voz de Gato que frena a Laura: "It's OK, darling" ("¡Está bien, querida!").
***
Laura se frustra cuando, después de tanta negociaciones por teléfono, Gato le dice que no quiere viajar.
-Yo no quiero tocar, tengo que hacerlo porque el viaje a París es duro, querida, para un hombre viejo como yo, ocho horas de viaje. Y uno aterriza a la mañana, y durante la mañana siempre estoy desaliñado. Y tú sabes, decir hola.. Yo no soy muy..A mí me gusta hablar con otros pero en mi idioma, en español.
A pesar de que disfrute hablar con otros en su idioma nativo, en su casa sólo hablan inglés, ya que ni Laura ni su hijo aprendieron a hablar el español. Con respecto a las barreras del idioma en la familia, Laura dice, en tono de chiste: "We get along" ("Nos llevamos bien").
Pero Gato exagera. Con el inglés se defiende más que bien.
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Hay otra versión de por qué Gato sigue tocando. Su mujer dice que es por el bien de su salud. Él es una persona reservada, que se encierra en sí mismo "pero en el escenario, todo esto sale para afuera. Ésa es su forma de comunicarse", dice Laura y agrega: "El doctor me dijo que si él dejara de tocar, no podría seguir viviendo. Con una mujer y un hijo esto es algo difícil de escuchar y decir pero es la verdad".
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Gato tuvo varios instrumentos de música durante su carrera, pero hoy conserva pocos. El primero de todos se lo prestó la Infancia Desvalida de Rosario, escuela donde él y su hermano Rubén recibían de niños clases de música gratis. Al poco tiempo, sus padres le compraron su propio instrumento, un clarinete de trece llaves. A los trece años llegó su primer saxofón y, con el correr de los años, los demás: el Selmer viejo bañado en oro que le vendió su maestro, en la época en que Gato tocaba en la Orquesta Casablanca; un Selmer plateado nuevo; otro traído en barco por un amigo desde Uruguay (junto a una boquilla y discos de jazz que no se conseguían en ese momento en Buenos Aires), otro marca Conn y muchos más que ya no recuerda.
-He vendido muchos instrumentos.
-¿Por qué los vendió?
-Tenía un Selmer de oro..
-¿Y por qué los vendió?
-Porque tomaba cocaína y me fui quedando sin dinero muchas veces.
-¿Se arrepiente?
-Nada. Es parte de nuestra vida, ¿no? Hay pocos que han ganado dinero. Creo que Miles Davis.. John Coltrane, en su época, pero murió muy joven. Eso: los famosos. El resto siempre así -y hace un gesto con la mano queriendo decir más o menos, o también, que a veces con altos, y otras veces, con bajos.
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Por los altoparlantes de este club de jazz, donde no cabe ni un alfiler, le dan la bienvenida. Todas las mesas, dispuestas muy juntas unas de otras, como si fuera un Tetris, apenas dejan estrechos pasadizos por donde las camareras circulan para servir comida y tragos al público. Con laperformance que está por comenzar, Blue Note cierra el Festival de Jazz del año.
Ese que está por bajar de su camarín -en cualquier momento- era todavía un niño cuando sostuvo por primera vez un instrumento. Empezó tocando un requinto en vez de un clarinete -como hubiese preferido-, porque tenía manos muy chicas. Ese que está por tocar en uno de los clubes de jazz más famosos del mundo nació en 1932 en Rosario, Santa Fe, donde excepto prostíbulos, no había mucha vida nocturna, según él mismo relata. Ese que está por subir al escenario rodeado de gente dejó la escuela en sexto grado porque era tartamudo y tenía dificultades para expresarse y se avergonzaba cuando debía pasar al frente.
El público que está sentado cerca de la escalera por la que bajará el músico empieza a aplaudir y se levanta de sus asientos.
Ese que está por tocar su saxofón es famoso en todos lados, hasta en Rusia, donde sienten un gran amor por el tango, y extrañamente -ya que él no toca estrictamente tango-, por "Mr. Gato". Ese mismo que vino a tocar esta noche en Blue Note colaboró en dos discos del trompetista estadounidense Don Cherry, considerados hoy clásicos del free jazz y el vanguardismo de los años 60: Complete Communion y Symphony for Improvisers. Y también con Santana, en una versión de bolero del tema "Europa". Ese que sale a tientas de su camarín es, probablemente, el músico de jazz más importante que dio la Argentina.
Y ahí está el Gato.
Ahora todo el público aplaude a esta leyenda del jazz que camina a pasos cortos, guiado por su hijo Christian. Adelante de ambos va Gerald, un alumno y amigo del músico, que lleva su saxofón, un Selmer dorado.
En Blue Note él se siente como en casa. Ha tocado aquí varias veces desde que se su mudó a Nueva York, ciudad considerada meca del jazz.
Minutos más tarde, Gato, en el centro del escenario, tocará el saxo con pasión. La gente, entre canción y canción, le grita: "Vamos Gato" y "Maestro". Y este tigre viejo, embriagado de placer ante la fidelidad y el cariño de sus fans, sopla con toda la fuerza de sus pulmones el aparato metálico que abraza. La música que está tocando no es otra cosa que la réplica del diálogo que sostienen él y la gente que vino a verlo y a escuchar ese jazz con influencia de raíces folklóricas y ritmos e instrumentos latinoamericanos.
Como no podía faltar, el penúltimo tema que toca es ese que el público siempre le pide, y que escribió e interpretó para la película de Bernardo Bertolucci, en 1972: "El último tango en París", encargo que hasta Astor Piazzolla envidió, y que le valió un Grammy. En el centro del escenario, con una banda con la que toca por primera vez, y sin que se noten sus ocho décadas vividas, cierra los ojos y Gato aúlla esa música sensual y desgarradora. La vestimenta, fiel al estilo del compositor, incluye un sombrero de ala ancha y una chalina blanca.
Durante su carrera trató de "imitar el feeling de los negros", dice él y agrega: "Ellos tienen adentro lo de tocar". Cierra el concierto con el tema "Latin Lady".
Ya en su camarín, que es más bien un cuarto pequeño con una ventana amplia, dos sillas y un sillón; le pide a Gerald que le traiga un pastel de queso de la cocina. "¿Te gustó el concierto, querida?", me pregunta Laura. Gato parece satisfecho. Detrás de la puerta, se empieza a formar una fila de admiradores que esperan sacarse una foto o que quieren un autógrafo del músico.
Gerald le trae la torta. Mientras la come, Gato se queja de la banqueta del escenario, dice que se le dormía una pierna y pide que se la bajen un poco para el próximo concierto. En los pies tiene zapatillas y medias rojas.
Se abre la puerta y entra una horda de gente excitada, con regalos, flashes y felicitaciones. Uno le entrega al Gato un retrato del músico, en tonos rojos, pintado por él. "Perdoname, ¿cómo me dijiste que era tu nombre?", pregunta antes de escribir una dedicatoria. Atiende a todos. Charla. Agradece. A todos responde que sí cuando le piden una foto, un saludo o lo que sea. El cuarto, ahora lleno de gente, parece aún más pequeño. Entran unos argentinos y le hablan de su querido Club Atlético Newell's Old Boys. Él sonríe. Chiste va, chiste viene. Disimula bien su cansancio. Acaba de terminar el show de las ocho de la noche, pero aún queda el de las diez y media.
Para el segundo show, se repite el mismo proceso, aparece Christian, el niño-guardaespaldas vestido de negro y con un audífono en un oído guiando a su padre. El público, que ahora es otro, aplaude.
Esta noche, la melodía de "Último tango en París" sonará una vez más.
En pleno show, Christian baja del camarín de su padre y sale del club. A los diez minutos vuelve con una bolsa de McDonald's. Esquiva la barra y algunas mesas y se encierra de nuevo en el cuarto.
Cuando la banda termina de tocar, se forma la misma fila de admiradores deseosos por ver al artista. Afuera, alguien que al parecer es un amigo de la familia Barbieri charla con Christian. El hijo de Gato cuenta que está trabajando en una bicicletería de Manhattan. Cuando le preguntan si ya sabe qué quiere estudiar, él responde que sí, que business. "Me gustaría dedicarme a los negocios de la industria de la música", dice. Quizá para reivindicar las ganancias de otros músicos como su padre, quizá no.
La puerta del camarín esta vez tarda más en abrirse.
Unos días antes del show en Blue Note habíamos realizado la entrevista en su casa. Ya cuando estábamos por cerrar, y justo antes de una caminata por el Central Park, una pregunta más, un poco capciosa:
-¿Qué se siente ser el número uno en la historia del jazz de la Argentina?
-Bueno, sí, también está Lalo Schifrin, aunque él hace otra cosa. Pero yo siempre fui así.. tratando de mejorar, de arreglar mis saxofones que son viejos pero buenos, muy delicados.
-¿Y cómo le gustaría ser recordado?
-Oh no, no me importa.
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De ADN Cultura (LA NACIÓN), 10/04/2015
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