Ha muerto Kim Jong Il, el déspota norcoreano que, durante años, ha mantenido en vilo a las fuerzas del Orden Internacional. No nos sorprende el fallecimiento del dictador, añoso ya por lo que las pocas instantáneas de su rostro nos han permitido intuir.
Nos sorprenden las imágenes con que el régimen de aquel país ha invadido las televisiones internacionales, hoy. Desgarradoras estampas de uniformes e uniformados ciudadanos deshaciéndose en llantos. Algunos, incluso, autoinflingiéndose dolorosas bofetadas que les permitan superar el dolor por la pérdida de El Líder. Cuando viajé por Corea del Sur promocionaban, ciertas agencias de viajes, la visita de la DMZ, la Zona Desmilitarizada, esto es: la frontera más militarizada del Planeta, la que separa las dos Coreas. No quise visitar dicho lugar, el morbo no me pudo. Imagino que me asustaba llegar a intuir el llanto de los vivos que aún lloran sus muertos, o el de los muertos que aún no saben que ya lo están.
Recuerdo con cierto cariño determinadas películas que veíamos en familia, los sábados por la tarde, después del telediario. Dichos filmes, de procedencia norteamericana mayormente, ahondaban, amén de en los valores propios de un sheriff que como tal se precie, en cierta mirada amistosa y condescendiente sobre las costumbres de los esclavos negros de las plantaciones que regentaban los protagonistas. En 9 de cada 10 de aquellas historias existía un hacendado, propietario de rancia plantación o señorial mansión, que precisaba del trabajo físico de hombres y mujeres de raza negra sin contrato temporal ni derecho a subsidio por desempleo. Aprendimos con aquellas sesiones televisivas que los esclavos también lloraban, y que incluso lo hacían cuando su benévolo dueño sufría por la pérdida de unos caballos, la boda no deseada de una hija o el quebranto de una cosecha. Y descubrimos también, ¡ay!, que lo negro es bello, y que la tensa piel de ébano que recubría aquellos esclavizados llantos era más hermosa y elegante que el arcaico pergamino que rodeaba la mirada hosca del blanco terrateniente, que las mujeres negras no precisaban más que harapos para esconder la amenaza de incendio de sus voluptuosos cuerpos, mientras que los de las hijas del latifundista quedaban ñoños, desvaídos, en sus melindrosos atavíos y miriñaques.
Evoco el llanto de los negros del rancio celuloide y, a pesar de lo retrógrado del mensaje, rescato de su sollozo la energía que supo, años después, reconducir el futuro de toda una raza. La energía de los esclavos, quiso llamarla y bendecirla mi amado y siempre bendito Leonard Cohen. Él no hablaba de los negros en concreto pero apelaba, en general, a todos los humanos que, al albur de un mínimo movimiento, pueden sentir las cadenas que les atenazan y esclavizan.
Pienso en los llorosos norcoreanos con que nos bombardean hoy las televisiones y me pregunto dónde residirá su energía, y si esta les hará libres algún día.
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De POSTALES DESDE EL HAFA (blog del autor), 19/12/11
Fotografía: Pablo Cerezal
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