ALEJANDRO ZAMBRA
Puedo ir al
pueblo natal de Cesare Pavese, le dije a la editora, un poco al azar, pensando
vagamente en el Piamonte y sin calcular siquiera alguna efeméride que hiciera
el viaje razonable. Luego comprobé que la efeméride no podía ser más redonda:
Pavese nació hace cien años, ni más ni menos, en Santo Stefano Belbo, un pueblo
de cuatro mil habitantes de la provincia de Cuneo, al que se llega desde
Génova, Turín o Milán. Yo elegí viajar desde Milán, pensando en que tendría
tiempo para ir a Turín, la verdadera ciudad de Pavese, la ciudad donde vivió la
mayor parte de su vida y donde, en 1950, decidió morir. Finalmente no fui a
Turín y casi no llego a Santo Stefano, pues estuve a punto de perder cada una
de las numerosas conexiones, que seguía nervioso en un mapa demasiado grande
que compré de la región. El temor a perder los trenes lidiaba con el pavor a
darles codazos a los otros viajeros al abrir el famoso mapa.
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Nada más
llegar conozco a Anka y Alina, dos hermanas rumanas que atienden el restorán
cerca de la estación. Alina vive acá desde hace tres años, con su novio
lugareño. No habla inglés, por lo que me entiendo con Anka, que viene a Santo
Stefano cada verano a ver a su hermana y a trabajar. Anka no conoce otras
ciudades de Italia. Le pregunto si se aburre y me dice que sí, porque acá casi
nadie habla inglés y menos rumano (y muchos cultivan, todavía, el piamontés).
En el pueblo hay un chileno, me dice, deberías conocerlo. Le respondo que no
ando buscando chilenos, que vine a ver la casa natal de Cesare Pavese. Pero al
chileno puede gustarle conocerte, me dice. Le respondo, por cortesía, que yo
también quiero conocerlo.
Anka me
recomienda Il Borgo Vecchio, un razonable bed & breakfast en
la calle Marconi, muy cerca del centro. Me llevan en auto, voy en el asiento de
atrás, acompañando a tres osos de peluche. Pregunto a Anka si Alina y su novio
tienen hijos. Anka me responde que no, pero que el novio de Alina es como un
niño. Traduce luego el diálogo para su hermana y no paran de reír durante todo
el camino.
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Alguien
nacido en el país de Neruda no debería hacer este viaje. Crecimos en el culto
al poeta feliz, crecimos con la idea de que un poeta es alguien que suelta sus
metáforas a la menor provocación, que acumula casas y mujeres y dedica la vida
a decorarlas (a las casas y a las mujeres). Crecimos pensando que los poetas
coleccionan –además de casas y mujeres– mascarones de proa y botellas de Chivas
de cinco litros. Para nosotros el turismo literario es cosa de gringos, de
japoneses que pagan para maravillarse con historias asombrosas.
Por
fortuna, nada de eso hay en Santo Stefano Belbo, un pueblo que vive de las
viñas y goza de una estabilidad muy parecida al aburrimiento. En Santo Stefano
los niños aprenden, desde pequeños, que en este pueblo nació un gran escritor
que nunca fue feliz. Los niños de este pueblo aprenden desde temprano la
palabra suicidio. Los niños saben de antemano que, en este pueblo, como decía
Pavese, trabajar cansa.
El bed
& breakfast es cómodo. La habitación vale cuarenta euros, ni
comparado con Milán. Abajo vive la familia: Monica, Gabriel y los hijos de
ambos, una niña de nueve años y un niño de cuatro que no saludan pero sonríen
como aguantando el saludo. Gabriel tiene una vinoteca que funciona frente al
hostal. Sabe inglés, no así Monica, que sin embargo habla y habla con la
absoluta confianza de que acabaremos entendiéndonos. La palabra clave es
Pavese. La única palabra que ella dice y yo entiendo es Pavese.
Recién
ahora contemplo, en plenitud, el paisaje. Un verde apacible queda en los ojos y
todo parece caber en una sola mirada larga: el valle, la colina, la iglesia,
las ruinas de una torre medieval. Busco el escenario de La luna y las
fogatas. Encuadro la imagen para situar el río Belbo y el camino a Canelli,
que en la novela es el punto de fuga, la esquina donde empieza el mundo.
Luego me
dejo llevar por Monica al Centro de Estudios Cesare Pavese, donde veo la
exposición conmemorativa del centenario, que consiste fundamentalmente en una
exhibición de primeras ediciones. Una serie de discretos círculos en el piso
marcan el trayecto que va desde el Centro de Estudios a la casa natal de
Pavese. Es miércoles, la casa abre sólo los fines de semana, pero es posible
visitarla mañana si contactamos al encargado. Alcanzo mientras tanto a ver la
tumba de Pavese, situada en un lugar de honor, a la entrada del cementerio.
Así como
repasar el diario de Pavese ha sido decepcionante –releí en el avión El
oficio de vivir y nunca llegué a entender por qué antes me gustaba
tanto–, visitar la aldea que sirve de escenario a La luna y las fogatas constituye
una emoción compleja. Pavese interrogó ese paisaje con preguntas verdaderas,
movido por el vértigo de quien busca recuerdos en los recuerdos. Reconozco de a
poco el terreno que piso mientras pienso en versos de Los mares del sur y
en el poema “Agonía”, que no es el mejor de Pavese pero sí el que más me gusta:
“Están lejos las mañanas cuando tenía veinte años. / Ahora, veintiuno: ahora
saldré a la calle, / recuerdo cada piedra y las estrías del cielo”. Recupero,
mientras camino, al Pavese que prefiero, precisamente el de La luna y
las fogatas: “Nos hace falta un país, aunque sólo sea por el placer de
abandonarlo”, digo, de memoria. “Un país quiere decir no estar solos, saber que
en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no
estés te sigue esperando”.
Antes de
dormir, comparo paisajes como quien busca diferencias entre láminas idénticas.
Por un momento pienso que me desvelaré imaginando ese mundo, midiendo esos
recuerdos ajenos, pero la verdad es que muy pronto me vence el sueño.
4
Tomo fotos,
muchas fotos: soy, por dos días, el japonés del pueblo donde nació Cesare
Pavese. Hay una que me gusta especialmente, donde figura su retrato en la
vitrina de una tienda de zapatos para niños. Hay alusiones, dibujos, grafitis
de Pavese por todas partes: Santo Stefano Belbo le rinde culto al poeta y hay
belleza en ese esfuerzo. Pero el centenario de Pavese no invita a estridencias.
No era tan buen personaje como Neruda. Menos mal.
Para
Pavese, Santo Stefano es el lugar de origen y de ensoñación, un escenario para
la infancia. “El arte moderno es una vuelta a la infancia”, dice en su diario:
“Su motivo perenne es el descubrimiento de las cosas, descubrimiento que
después puede acontecer, en su forma más pura, sólo en el recuerdo de la
infancia”. Su pensamiento es cercano al de Charles Baudelaire: el artista es un
convaleciente, que vuelve de la muerte para observar todo como por primera vez.
Pavese va más lejos: “En el arte sólo se expresa bien lo que fue asimilado
ingenuamente. No les queda a los artistas más que volverse hacia la época en
que no eran artistas e inspirarse en ella, y esta época es la infancia”. Pavese
idealizó su pueblo natal, pero convirtiéndolo en un territorio ambiguo. El
personaje que regresa, en La luna y las fogatas, después de vivir
en Estados Unidos y hacer fortuna, vuelve a un lugar amado y aborrecido.
Seguro que
los extranjeros vienen a Santo Stefano solamente para ver, como yo, la casa
natal de Pavese, que resulta ser un sitio más bien desangelado: en esta cama
nació el poeta, me dice el guía, y no queda mucho más que imaginarse al pequeño
Cesare llorando como condenado. También hay una galería atiborrada de bocetos
nada buenos, puestos unos junto a otros por orden de llegada. El guía me dice
que se trata de las obras ganadoras de un concurso anual destinado a recordar
al escritor. Pienso que esas murallas atestadas de primeros lugares y menciones
honrosas lucieron, en su momento, una acogedora desnudez. Pero es mejor,
quizás, el desorden del homenaje.
Según Italo
Calvino, la zona de las Langhes del Piamonte era famosa no sólo por sus vinos y
sus trufas, sino también por la desesperación de las familias que allí
habitaban. Calvino pensaba, claro, en el brutal desenlace de La luna y
las fogatas, que no voy a contar aquí. Busco, absurdamente, indicios de
desesperación en ese mundo de gente que vuelve a paso lento del trabajo.
Más tarde
recibo el recado de Anka: a las ocho, en el bar Fiorina, conocerás al chileno, ha
escrito en un papel de estilo Hello Kitty. De pronto caigo en la cuenta de que
es, justamente, 18 de septiembre. Imagino que él agradecerá celebrarlo con un
compatriota. Compro un disco y grabo toda la música chilena que tengo en el
computador. Pero Luis, el chileno, es en realidad un peruano de Arequipa. Le
regalo el disco de todos modos. Luis tiene treinta y cinco años, desde hace
seis vive en Italia y hace cuatro vino a dar a Santo Stefano. Trabaja en una
fábrica de bombas de agua. No he leído a Pavese, me dice de repente, a pito de
nada: para miserias basta con las propias, agrega, y tiene toda la razón.
Hablo con
algunos amigos de Luis. Fabio, de veintiséis años, es el más cordial. Hablamos
lento y logramos entendernos. No le gusta leer, dice, pero como todo
santostefanino que se precie conoce bien la obra de Pavese. Me gusta porque
habla de este pueblo, dice, pero en el fondo no me gusta, rectifica, como
pensando en voz alta, como decidiéndolo: no, no me gusta Pavese. A mí tampoco
me gusta el chileno Neruda, le respondo. Yo me sé varios poemas de Pavese de
memoria, dice Fabio, riendo. Yo también me sé algunos de Neruda, le digo, y
seguimos riendo y ya tengo un amigo con quien beber las siguientes botellas de
nebbiolo.
5
En el poema
“La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad de los
amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de explicación,
un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio, escribió durante
quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí hemos leído en
calidad de obra maestra. En las cuatrocientas páginas de El oficio de
vivir, Pavese cultiva la idea del suicidio como si se tratara de una meta o
de un requisito o de un sacramento, al punto que, finalmente, se hace difícil
moderar la caricatura: no es el enigmático amigo de Wisława Szymborska o el
suicida que en un poema de Borges dice “lego la nada a nadie”. Por el
contrario, Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra
importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas
soportarán con decoro el paso del tiempo. No tenía motivos para quitarse la
vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de
vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y de digresiones,
pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres,
casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven
envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay
que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de
Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir.
Pero no es necesario querer suicidarse para disfrutar libros perfectos
como La luna y las fogatas, La playa, Trabajar
cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
La mayor
virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de
Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado
y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus
impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión
verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La
luna y las fogatas, Entre mujeres solas o en algunos de
sus poemas. Por momentos Pavese es solamente ingenioso y más bien vulgar:
“Ninguna mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad,
antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él”. Su misoginia es, con
frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con
una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada
cien, noventa y nueve son puercas”.
Más
divertido y negrísimo es el humor de un pasaje en que comenta eso de que un
clavo saca a otro clavo: para las mujeres el asunto es muy simple, dice, pues
les basta con cambiarse de clavo, pero los hombres están condenados a tener un
solo clavo. No sé si hay humor, en cambio, en estas frases: “Las putas trabajan
a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?”. El siguiente
chiste, en todo caso, me parece muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo,
como el pueblo alemán”.
Es cierto
que cometo una injusticia al presentar a Pavese como un precursor de la stand
up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que él mismo propuso. Otro
libro breve o no tan breve que podría extraerse de El oficio de vivir es
el de la ya mencionada autoflagelación literaria. Al comienzo duda,
razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su
lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o
no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir,
siempre, desde cero: “He simplificado el mundo en una trivial galería de gestos
de fuerza y de placer. En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la
vida. Hay que empezarlo todo de nuevo”. La observación no es casual, porque
contiene una ética: el artista es siempre un eterno amateur, sus triunfos
amenazan el progreso de la obra. Pero se queja tanto que escucharlo a veces se
vuelve insoportable. Poco después de los lamentos iniciales, Pavese ha
construido una obra inmensa que le da satisfacciones reales, que le permite ser
alguien muy parecido a quien siempre quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y
un poco más: “Estás consagrado por los grandes maestros de ceremonias. Te
dicen: tienes cuarenta años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu
generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico… ¿Soñabas
otra cosa a los veinte años?”. La
respuesta es, en cierto modo, conmovedora: “No quería sólo esto. Quería
continuar, ir más allá, comerme a otra generación, volverme perenne como una
colina”.
6
Pavese era
un buen amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin
complicaciones, naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano
al saludar: daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y
parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo
brusco y repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo
tan brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos”. En un fragmento de Léxico
familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y
bellísimo que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg
evoca los años en que ella y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi,
tiempos difíciles a los que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces
estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría
de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos
parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada
del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el
mundo árido y solitario de los sueños”.
Agrega
Natalia Ginzburg: “Pavese cometía errores más graves que los nuestros, porque
los nuestros se debían a la impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al
candor, en cambio los suyos nacían de la prudencia, de la sagacidad, del
cálculo y de la inteligencia”. Y luego señala que la virtud principal de Pavese
como amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar
enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir
verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces,
cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya
no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible
hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya”. Decir de un amigo
que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El
oficio de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a
inyecciones de sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.
“Mi
creciente antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al
hecho de que toma por granted, con una espontaneidad también granted,
demasiadas cosas de la naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la
mano –el parto, el monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha
descubierto que es sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir”. La amistad
admite estos matices, y a su manera tajante y delicada la escritora responde:
“Nos dábamos perfecta cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de
pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle
algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero
nunca hubo manera de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle
nuestras razones, levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo”.
Debo decir
que me quedo con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda
Pavese era un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que
mejor sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi
verdadera cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por
un sentimiento que no me deja célula del cuerpo sana”. Acaso estaba
secretamente de acuerdo con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del
diario, que tal vez da la clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir
con caridad y abrazar el dolor de los demás es castigado sintiendo con
violencia intolerable el propio. El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a
suerte común y compadeciendo a los otros que sufren”.
7
Algo va mal
en este artículo. Mi intención era recordar, en su propio pueblo natal, a un
escritor que admiro, y ya se ve que la admiración ha amainado. Lo comento con
una amiga, por teléfono, a quien no le gusta y nunca le ha gustado Pavese. Tal
vez la primera vez que leíste El oficio de vivir, me dice, querías
suicidarte. Todos los estudiantes de literatura quieren suicidarse, dice, y yo
me río pero enseguida respondo, con pavesiana seriedad, que no, que nunca quise
suicidarme. Tal vez entonces, a los veinte años, me impresionaba la forma de
expresar el malestar, la descripción precisa de un dolor que parecía enorme y
que sin embargo no rivalizaba con la posibilidad de plasmarlo. Es curioso,
pienso ahora: Pavese lucha con el lenguaje, construye un italiano propio o
nuevo, valida las palabras de la tribu y los problemas de su tiempo. No se
adhiere a fórmulas, desconfía de las proclamas, de los falsos atavismos. Es, en
un punto, el escritor perfecto. Pero en otro sentido es un pobre hombre que
anhela exhibir su pequeña herida. Me pregunto si era necesario saber tanto
sobre Pavese. Me pregunto si verdaderamente a alguien le importa saber sobre su
impotencia, sus eyaculaciones precoces, sus masturbaciones. No lo creo.
Pavese
solía releer su diario para echar tierra sobre alguna observación apresurada o,
más frecuentemente, para enfatizar una intensidad que ya era alta. Las
numerosas referencias internas y el uso de la segunda persona constituyen la
retórica de El oficio de vivir. La segunda persona reprende,
humilla, pero a veces también infunde ánimo: “Ten valor, Pavese, ten valor”. El
efecto, en todo caso, nunca me parece esencial: cualquiera de esos fragmentos
funcionaría mejor en primera persona. Más que una complejidad del yo, la
segunda persona comunica la dificultad del desdoblamiento y suena siempre
tremendista: “También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti
mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto
se acabará”. Hay pedazos, sin embargo, notables: “Recuerdas mejor las voces que
las caras de las personas. Porque la voz tiene algo de tangencial, de no
recogido. Dada la cara, no piensas en la voz. Dada la voz –que no es nada–
tiendes a hacer de ella una persona y buscas una cara”.
8
Releo
algunas páginas y rápidamente vuelvo a quererlo: me gusta, de nuevo, Pavese.
9
“Se admiran
solamente aquellos paisajes que ya hemos admirado”, dice Pavese en su diario.
Me pregunto si Santo Stefano Belbo ha cambiado mucho en estas décadas.
Seguramente. Pero me gusta pensar que Pavese observaría una sutil permanencia.
Mientras
espero el tren que me llevará de vuelta a Milán, releo pasajes marcados
de La luna y las fogatas. El pueblo ha dejado atrás la violencia
que narra Pavese, el sinsentido de una vida atada a la tierra. Imagino las
hogueras en la colina, recuerdo a Nuto y al niño rengo de la novela; intento
calibrar la distancia de que se vale Pavese para construir ese libro leve y
oscuro.
¿Me ha
gustado Santo Stefano Belbo? Pienso que sí, que me ha gustado, o que me ha
gustado saber que a Pavese le gustaba. Para él la atracción llevaba implícita,
siempre, una zona de rechazo, y es eso lo que me sucede también a mí: que he
odiado el diario de Pavese –que he odiado el diario que amaba– y he amado sus
demás libros. No llego a una conclusión o sí llego, pero se parece demasiado al
comienzo: en La luna y las fogatas, por lo pronto, está todo lo que
Pavese tenía que decir. El resto, su vida, es una extensa nota al margen, nada
más que la larga carta de un demorado suicida.
Sigo en la
estación, llegué demasiado temprano. Decido ya no ver el paisaje, concentrarme
en el libro. Leo, a propósito: “Fue Nuto quien me dijo que con el tren se va a
todas partes, y que cuando terminan las vías comienzan los puertos, que los
barcos tienen itinerarios, todo el mundo es una red de rutas y de puertos, un
itinerario de gente que viaja, que hace y que deshace, y en todas partes hay
gente capaz y gente necia”. El mundo está lleno de gente que viaja, que hace y
que deshace, repito en voz alta, a manera de chiste extraño, poco antes de
subir al tren.
Noviembre, 2008
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