Saturday, January 11, 2020

Buscando a Pavese


ALEJANDRO ZAMBRA

Puedo ir al pueblo natal de Cesare Pavese, le dije a la editora, un poco al azar, pensando vagamente en el Piamonte y sin calcular siquiera alguna efeméride que hiciera el viaje razonable. Luego comprobé que la efeméride no podía ser más redonda: Pavese nació hace cien años, ni más ni menos, en Santo Stefano Belbo, un pueblo de cuatro mil habitantes de la provincia de Cuneo, al que se llega desde Génova, Turín o Milán. Yo elegí viajar desde Milán, pensando en que tendría tiempo para ir a Turín, la verdadera ciudad de Pavese, la ciudad donde vivió la mayor parte de su vida y donde, en 1950, decidió morir. Finalmente no fui a Turín y casi no llego a Santo Stefano, pues estuve a punto de perder cada una de las numerosas conexiones, que seguía nervioso en un mapa demasiado grande que compré de la región. El temor a perder los trenes lidiaba con el pavor a darles codazos a los otros viajeros al abrir el famoso mapa.


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Nada más llegar conozco a Anka y Alina, dos hermanas rumanas que atienden el restorán cerca de la estación. Alina vive acá desde hace tres años, con su novio lugareño. No habla inglés, por lo que me entiendo con Anka, que viene a Santo Stefano cada verano a ver a su hermana y a trabajar. Anka no conoce otras ciudades de Italia. Le pregunto si se aburre y me dice que sí, porque acá casi nadie habla inglés y menos rumano (y muchos cultivan, todavía, el piamontés). En el pueblo hay un chileno, me dice, deberías conocerlo. Le respondo que no ando buscando chilenos, que vine a ver la casa natal de Cesare Pavese. Pero al chileno puede gustarle conocerte, me dice. Le respondo, por cortesía, que yo también quiero conocerlo.

Anka me recomienda Il Borgo Vecchio, un razonable bed & breakfast en la calle Marconi, muy cerca del centro. Me llevan en auto, voy en el asiento de atrás, acompañando a tres osos de peluche. Pregunto a Anka si Alina y su novio tienen hijos. Anka me responde que no, pero que el novio de Alina es como un niño. Traduce luego el diálogo para su hermana y no paran de reír durante todo el camino.

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Alguien nacido en el país de Neruda no debería hacer este viaje. Crecimos en el culto al poeta feliz, crecimos con la idea de que un poeta es alguien que suelta sus metáforas a la menor provocación, que acumula casas y mujeres y dedica la vida a decorarlas (a las casas y a las mujeres). Crecimos pensando que los poetas coleccionan –además de casas y mujeres– mascarones de proa y botellas de Chivas de cinco litros. Para nosotros el turismo literario es cosa de gringos, de japoneses que pagan para maravillarse con historias asombrosas.

Por fortuna, nada de eso hay en Santo Stefano Belbo, un pueblo que vive de las viñas y goza de una estabilidad muy parecida al aburrimiento. En Santo Stefano los niños aprenden, desde pequeños, que en este pueblo nació un gran escritor que nunca fue feliz. Los niños de este pueblo aprenden desde temprano la palabra suicidio. Los niños saben de antemano que, en este pueblo, como decía Pavese, trabajar cansa.

El bed & breakfast es cómodo. La habitación vale cuarenta euros, ni comparado con Milán. Abajo vive la familia: Monica, Gabriel y los hijos de ambos, una niña de nueve años y un niño de cuatro que no saludan pero sonríen como aguantando el saludo. Gabriel tiene una vinoteca que funciona frente al hostal. Sabe inglés, no así Monica, que sin embargo habla y habla con la absoluta confianza de que acabaremos entendiéndonos. La palabra clave es Pavese. La única palabra que ella dice y yo entiendo es Pavese.

Recién ahora contemplo, en plenitud, el paisaje. Un verde apacible queda en los ojos y todo parece caber en una sola mirada larga: el valle, la colina, la iglesia, las ruinas de una torre medieval. Busco el escenario de La luna y las fogatas. Encuadro la imagen para situar el río Belbo y el camino a Canelli, que en la novela es el punto de fuga, la esquina donde empieza el mundo.

Luego me dejo llevar por Monica al Centro de Estudios Cesare Pavese, donde veo la exposición conmemorativa del centenario, que consiste fundamentalmente en una exhibición de primeras ediciones. Una serie de discretos círculos en el piso marcan el trayecto que va desde el Centro de Estudios a la casa natal de Pavese. Es miércoles, la casa abre sólo los fines de semana, pero es posible visitarla mañana si contactamos al encargado. Alcanzo mientras tanto a ver la tumba de Pavese, situada en un lugar de honor, a la entrada del cementerio.

Así como repasar el diario de Pavese ha sido decepcionante –releí en el avión El oficio de vivir y nunca llegué a entender por qué antes me gustaba tanto–, visitar la aldea que sirve de escenario a La luna y las fogatas constituye una emoción compleja. Pavese interrogó ese paisaje con preguntas verdaderas, movido por el vértigo de quien busca recuerdos en los recuerdos. Reconozco de a poco el terreno que piso mientras pienso en versos de Los mares del sur y en el poema “Agonía”, que no es el mejor de Pavese pero sí el que más me gusta: “Están lejos las mañanas cuando tenía veinte años. / Ahora, veintiuno: ahora saldré a la calle, / recuerdo cada piedra y las estrías del cielo”. Recupero, mientras camino, al Pavese que prefiero, precisamente el de La luna y las fogatas: “Nos hace falta un país, aunque sólo sea por el placer de abandonarlo”, digo, de memoria. “Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”.

Antes de dormir, comparo paisajes como quien busca diferencias entre láminas idénticas. Por un momento pienso que me desvelaré imaginando ese mundo, midiendo esos recuerdos ajenos, pero la verdad es que muy pronto me vence el sueño.

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Tomo fotos, muchas fotos: soy, por dos días, el japonés del pueblo donde nació Cesare Pavese. Hay una que me gusta especialmente, donde figura su retrato en la vitrina de una tienda de zapatos para niños. Hay alusiones, dibujos, grafitis de Pavese por todas partes: Santo Stefano Belbo le rinde culto al poeta y hay belleza en ese esfuerzo. Pero el centenario de Pavese no invita a estridencias. No era tan buen personaje como Neruda. Menos mal.

Para Pavese, Santo Stefano es el lugar de origen y de ensoñación, un escenario para la infancia. “El arte moderno es una vuelta a la infancia”, dice en su diario: “Su motivo perenne es el descubrimiento de las cosas, descubrimiento que después puede acontecer, en su forma más pura, sólo en el recuerdo de la infancia”. Su pensamiento es cercano al de Charles Baudelaire: el artista es un convaleciente, que vuelve de la muerte para observar todo como por primera vez. Pavese va más lejos: “En el arte sólo se expresa bien lo que fue asimilado ingenuamente. No les queda a los artistas más que volverse hacia la época en que no eran artistas e inspirarse en ella, y esta época es la infancia”. Pavese idealizó su pueblo natal, pero convirtiéndolo en un territorio ambiguo. El personaje que regresa, en La luna y las fogatas, después de vivir en Estados Unidos y hacer fortuna, vuelve a un lugar amado y aborrecido.

Seguro que los extranjeros vienen a Santo Stefano solamente para ver, como yo, la casa natal de Pavese, que resulta ser un sitio más bien desangelado: en esta cama nació el poeta, me dice el guía, y no queda mucho más que imaginarse al pequeño Cesare llorando como condenado. También hay una galería atiborrada de bocetos nada buenos, puestos unos junto a otros por orden de llegada. El guía me dice que se trata de las obras ganadoras de un concurso anual destinado a recordar al escritor. Pienso que esas murallas atestadas de primeros lugares y menciones honrosas lucieron, en su momento, una acogedora desnudez. Pero es mejor, quizás, el desorden del homenaje.

Según Italo Calvino, la zona de las Langhes del Piamonte era famosa no sólo por sus vinos y sus trufas, sino también por la desesperación de las familias que allí habitaban. Calvino pensaba, claro, en el brutal desenlace de La luna y las fogatas, que no voy a contar aquí. Busco, absurdamente, indicios de desesperación en ese mundo de gente que vuelve a paso lento del trabajo.

Más tarde recibo el recado de Anka: a las ocho, en el bar Fiorina, conocerás al chileno, ha escrito en un papel de estilo Hello Kitty. De pronto caigo en la cuenta de que es, justamente, 18 de septiembre. Imagino que él agradecerá celebrarlo con un compatriota. Compro un disco y grabo toda la música chilena que tengo en el computador. Pero Luis, el chileno, es en realidad un peruano de Arequipa. Le regalo el disco de todos modos. Luis tiene treinta y cinco años, desde hace seis vive en Italia y hace cuatro vino a dar a Santo Stefano. Trabaja en una fábrica de bombas de agua. No he leído a Pavese, me dice de repente, a pito de nada: para miserias basta con las propias, agrega, y tiene toda la razón.

Hablo con algunos amigos de Luis. Fabio, de veintiséis años, es el más cordial. Hablamos lento y logramos entendernos. No le gusta leer, dice, pero como todo santostefanino que se precie conoce bien la obra de Pavese. Me gusta porque habla de este pueblo, dice, pero en el fondo no me gusta, rectifica, como pensando en voz alta, como decidiéndolo: no, no me gusta Pavese. A mí tampoco me gusta el chileno Neruda, le respondo. Yo me sé varios poemas de Pavese de memoria, dice Fabio, riendo. Yo también me sé algunos de Neruda, le digo, y seguimos riendo y ya tengo un amigo con quien beber las siguientes botellas de nebbiolo.

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En el poema “La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad de los amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de explicación, un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio, escribió durante quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí hemos leído en calidad de obra maestra. En las cuatrocientas páginas de El oficio de vivir, Pavese cultiva la idea del suicidio como si se tratara de una meta o de un requisito o de un sacramento, al punto que, finalmente, se hace difícil moderar la caricatura: no es el enigmático amigo de Wisława Szymborska o el suicida que en un poema de Borges dice “lego la nada a nadie”. Por el contrario, Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo. No tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y de digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir. Pero no es necesario querer suicidarse para disfrutar libros perfectos como La luna y las fogatasLa playaTrabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

La mayor virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La luna y las fogatasEntre mujeres solas o en algunos de sus poemas. Por momentos Pavese es solamente ingenioso y más bien vulgar: “Ninguna mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad, antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él”. Su misoginia es, con frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada cien, noventa y nueve son puercas”.

Más divertido y negrísimo es el humor de un pasaje en que comenta eso de que un clavo saca a otro clavo: para las mujeres el asunto es muy simple, dice, pues les basta con cambiarse de clavo, pero los hombres están condenados a tener un solo clavo. No sé si hay humor, en cambio, en estas frases: “Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?”. El siguiente chiste, en todo caso, me parece muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán”.

Es cierto que cometo una injusticia al presentar a Pavese como un precursor de la stand up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que él mismo propuso. Otro libro breve o no tan breve que podría extraerse de El oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria. Al comienzo duda, razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir, siempre, desde cero: “He simplificado el mundo en una trivial galería de gestos de fuerza y de placer. En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que empezarlo todo de nuevo”. La observación no es casual, porque contiene una ética: el artista es siempre un eterno amateur, sus triunfos amenazan el progreso de la obra. Pero se queja tanto que escucharlo a veces se vuelve insoportable. Poco después de los lamentos iniciales, Pavese ha construido una obra inmensa que le da satisfacciones reales, que le permite ser alguien muy parecido a quien siempre quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y un poco más: “Estás consagrado por los grandes maestros de ceremonias. Te dicen: tienes cuarenta años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico… ¿Soñabas otra cosa a los veinte años?”. La respuesta es, en cierto modo, conmovedora: “No quería sólo esto. Quería continuar, ir más allá, comerme a otra generación, volverme perenne como una colina”.

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Pavese era un buen amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin complicaciones, naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano al saludar: daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo brusco y repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo tan brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos”. En un fragmento de Léxico familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y bellísimo que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg evoca los años en que ella y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi, tiempos difíciles a los que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños”.

Agrega Natalia Ginzburg: “Pavese cometía errores más graves que los nuestros, porque los nuestros se debían a la impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al candor, en cambio los suyos nacían de la prudencia, de la sagacidad, del cálculo y de la inteligencia”. Y luego señala que la virtud principal de Pavese como amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces, cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya”. Decir de un amigo que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El oficio de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a inyecciones de sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.

“Mi creciente antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al hecho de que toma por granted, con una espontaneidad también granted, demasiadas cosas de la naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la mano –el parto, el monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha descubierto que es sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir”. La amistad admite estos matices, y a su manera tajante y delicada la escritora responde: “Nos dábamos perfecta cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero nunca hubo manera de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones, levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo”.

Debo decir que me quedo con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda Pavese era un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que mejor sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi verdadera cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por un sentimiento que no me deja célula del cuerpo sana”. Acaso estaba secretamente de acuerdo con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del diario, que tal vez da la clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir con caridad y abrazar el dolor de los demás es castigado sintiendo con violencia intolerable el propio. El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a suerte común y compadeciendo a los otros que sufren”.

7
Algo va mal en este artículo. Mi intención era recordar, en su propio pueblo natal, a un escritor que admiro, y ya se ve que la admiración ha amainado. Lo comento con una amiga, por teléfono, a quien no le gusta y nunca le ha gustado Pavese. Tal vez la primera vez que leíste El oficio de vivir, me dice, querías suicidarte. Todos los estudiantes de literatura quieren suicidarse, dice, y yo me río pero enseguida respondo, con pavesiana seriedad, que no, que nunca quise suicidarme. Tal vez entonces, a los veinte años, me impresionaba la forma de expresar el malestar, la descripción precisa de un dolor que parecía enorme y que sin embargo no rivalizaba con la posibilidad de plasmarlo. Es curioso, pienso ahora: Pavese lucha con el lenguaje, construye un italiano propio o nuevo, valida las palabras de la tribu y los problemas de su tiempo. No se adhiere a fórmulas, desconfía de las proclamas, de los falsos atavismos. Es, en un punto, el escritor perfecto. Pero en otro sentido es un pobre hombre que anhela exhibir su pequeña herida. Me pregunto si era necesario saber tanto sobre Pavese. Me pregunto si verdaderamente a alguien le importa saber sobre su impotencia, sus eyaculaciones precoces, sus masturbaciones. No lo creo.

Pavese solía releer su diario para echar tierra sobre alguna observación apresurada o, más frecuentemente, para enfatizar una intensidad que ya era alta. Las numerosas referencias internas y el uso de la segunda persona constituyen la retórica de El oficio de vivir. La segunda persona reprende, humilla, pero a veces también infunde ánimo: “Ten valor, Pavese, ten valor”. El efecto, en todo caso, nunca me parece esencial: cualquiera de esos fragmentos funcionaría mejor en primera persona. Más que una complejidad del yo, la segunda persona comunica la dificultad del desdoblamiento y suena siempre tremendista: “También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto se acabará”. Hay pedazos, sin embargo, notables: “Recuerdas mejor las voces que las caras de las personas. Porque la voz tiene algo de tangencial, de no recogido. Dada la cara, no piensas en la voz. Dada la voz –que no es nada– tiendes a hacer de ella una persona y buscas una cara”.

8
Releo algunas páginas y rápidamente vuelvo a quererlo: me gusta, de nuevo, Pavese.

9
“Se admiran solamente aquellos paisajes que ya hemos admirado”, dice Pavese en su diario. Me pregunto si Santo Stefano Belbo ha cambiado mucho en estas décadas. Seguramente. Pero me gusta pensar que Pavese observaría una sutil permanencia.

Mientras espero el tren que me llevará de vuelta a Milán, releo pasajes marcados de La luna y las fogatas. El pueblo ha dejado atrás la violencia que narra Pavese, el sinsentido de una vida atada a la tierra. Imagino las hogueras en la colina, recuerdo a Nuto y al niño rengo de la novela; intento calibrar la distancia de que se vale Pavese para construir ese libro leve y oscuro.

¿Me ha gustado Santo Stefano Belbo? Pienso que sí, que me ha gustado, o que me ha gustado saber que a Pavese le gustaba. Para él la atracción llevaba implícita, siempre, una zona de rechazo, y es eso lo que me sucede también a mí: que he odiado el diario de Pavese –que he odiado el diario que amaba– y he amado sus demás libros. No llego a una conclusión o sí llego, pero se parece demasiado al comienzo: en La luna y las fogatas, por lo pronto, está todo lo que Pavese tenía que decir. El resto, su vida, es una extensa nota al margen, nada más que la larga carta de un demorado suicida.

Sigo en la estación, llegué demasiado temprano. Decido ya no ver el paisaje, concentrarme en el libro. Leo, a propósito: “Fue Nuto quien me dijo que con el tren se va a todas partes, y que cuando terminan las vías comienzan los puertos, que los barcos tienen itinerarios, todo el mundo es una red de rutas y de puertos, un itinerario de gente que viaja, que hace y que deshace, y en todas partes hay gente capaz y gente necia”. El mundo está lleno de gente que viaja, que hace y que deshace, repito en voz alta, a manera de chiste extraño, poco antes de subir al tren.

Noviembre, 2008


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