¡Bromearon
los sudarios del misterio! Jacobo Fijman
Ni aquella
migaja de gloria americana te mereces. Toneladas de trauma, desmadre y, sobre
todo, mucha memorable nada por testimoniar; relegada tienes la encomienda,
insípido figurón, irredento haragán, gandul de mierda. Ya disfrazado de
paciente te has jactado de que haya donde elegir a la hora de revisitar
batallas álgidas. De ello hiciste alarde a la escasísima complicidad sabedora
de la circunstancia: si la próxima estación es la pira.., ¡bah, que se me afane
la danza! Muy original lo tuyo, estás que te sales. Comprensible es la
preocupación. Poco recorrido hay de este camisón a la mortaja. Abierto por
detrás, el culo al aire. La diferencia está en lo ridículo. Buena táctica es
darle a la caranalgada, di que sí, ole tu encogido ojal. El susto en buena
medida ha pasado y el luctuoso futurible ya no acapara tus días y noches, aunque
todo se puede torcer, con estas cosas nunca se sabe. Por una vez el plan es
seguir las instrucciones y chitón. Introduces tu acostumbrada indumentaria en
la bolsa facilitada al efecto y a título de impío ceremonial –a alguna rama en
el abismo hay que agarrarse– le echas un ojo a la página marcada del póstumo de
Valente (un gran absurdo, ese puñado de letras se te grabó a fuego tiempo ha en
la sesera: «A las niñas les crecen largas piernas…»). Qué maldita maravilla, la
santa madre que lo apeó a éste también. Ungido el espíritu con los
concupiscentes óleos de la Verdad laica sales del cuartucho y corres directo al
catre adjudicado. Cómicas son tus zancadas. Con ellas vuelves a provocar la
sonrisa de Verónica y de la que no recuerdas el nombre. Treintañera cobriza la
primera, rubia de más de cincuenta la otra; ambas, vaya si es de agradecer, la
mar de agradables. Soltaste un par de gordas para quitarle hierro al asunto
nada más entrar. Perillán de ti, siempre has sabido hacerte querer cuando te
conviene. Hubo tiempo para urdir la chorrada: cinco horas largas de solitaria
espera dan para mucho. Verónica supone –en breve comprobarás que supone mal–
que lo tuyo puede demorarse porque es la hora del almuerzo y aún hay cosas que
no hacen solas las máquinas.
La otra se
vuelve a meter en su papel de veterana responsable para recriminarte que te
hayas presentado sin acompañante, que a quién se le ocurre, que esto es más
serio de lo que tú te crees, que si no leíste lo que firmaste y que si tal y
cual. Sabes que esto no es un juego, claro que lo sabes; pero ya le has dado
muchas vueltas, demasiadas. Vuelves a alegar en tu descargo que evitaste venir
acompañado porque si llegas a presentarte con alguien durante la espera le
hubieras dado una buena paliza y se te hubiera desatado el ansia, y eso no
beneficia a nadie, y menos a ti, que eres el único elemento a mimar en esta
historia. Te dejan solo unos minutos hasta que Verónica vuelve portando algo
que pronto evitas seguir mirando. Esos útiles, menos mal, siempre te han dado
grima. Espero no hacerte daño, dice. Le miras a la cara. Una chica muy dulce
esta Verónica. Ahora que vuelves a andar suelto bien podrías hacer un esfuerzo
por enamorarte de ella. Así, si la cosa sale mal, recalarías en el infierno con
esos porcentajes tuyos realistas/románticos un poco más equilibrados. Pero es
inútil. Pese a lo que mucha gente de tu entorno supone, eres muy lento para
esto de enamorarte. Mera autodefensa. Algo así vino a decir el tío Lou Reed en
un poema con el que de pleno te identificaste hace ya una vida. La chica te
sigue pareciendo un encanto incluso cuando te endosa sin más preliminar ese
chisme de plástico en la vena. Lo has hecho muy bien, vas y le sueltas, como
consolándola tú a ella. Llevas meses comiéndote la moral con este momento y al
final compruebas que no era para tanto. Suele suceder. Empieza a entrar la
sustancia. Simple alimento, se te informa. Estoy demasiado nervioso, quizá con
un poco de morfina…, dejas caer enarcando la ceja izquierda, la única que se te
enarca sola. Verónica te ríe la gracia. La otra te dice que de eso nanay, y te
lo dice con la mirada, sin articular palabra. Haces pucheritos y piensas en
alto: tenía que intentarlo. Justo un celador viene a traerles a las compañeras
unos bocadillos y unos refrescos. Se retiran a la pieza contigua en
consideración al ayuno generalizado. Ya no las volverás a ver. Y se acabaron
las sonrisas.
Se cierra
una puerta y se abre otra de dos hojas, abruptamente. Una chica enfundada en
una bata verde viene a por ti. Debe de andar por la edad de Verónica, pero poco
tiene que ver con ella. Parece cansada, tiene mala cara, debe llevar
tropecientas horas en la crisma. Se arremanga y te transporta a trompicones, se
van abriendo y cerrando puertas al paso, te sientes como en una siniestra
atracción de feria. Desnúdate, sales de ahí y te tumbas en ésta, te ordena la
siesa con causa. Obedeces, es a lo que vienes. La luz te ciega en el nuevo
catre, mejor cerrar los ojos. Se agudizan así las entendederas. Tienes que
evadirte, repescas el acuciante comecome, el año de seca, tu reiterada promesa
ante espejos, escaparates, ojos y todo lo que refleje tu contraída jeta de que
si te najas de la calva has de retomar la ingrata lid, pero con ganas. En este
trascendental albur te reafirmas en la convicción. Tras el aviso deberían
cambiar mucho las cosas. Se advienen cambios en la estrategia. Enumeras
mentalmente los propósitos, o suerte de mandamientos autoimpuestos, llámalo
como te salga. Total beligerancia contra el fuego amigo, si no el fuego que más
quema, sí el que más paraliza. A este respecto, como en muchos otros, se te ha
agotado la paciencia. Te dejarás de miramientos y sacarás a pasear la mano si
hiciera falta. No les pasarás a éstos ni una ni media, le darás su justo
merecido al yoísmo grandilocuente, máxime cuando provenga, tú te entiendes, del
pseudomainstream trepa. Para los que han perdido la compostura mostrarás la
espalda, pues tienen suficiente con lo suyo, pobres. Te has mantenido el último
año alejado de los modernos mentideros, pero de extranjis de vez en cuando has
desplegado la antena. La cosa va a peor, si es que esto es posible. Debería no
afectarte, pero no soportas a los aduladores de pacotilla, te enerva la
indecente forma que tienen de trabajarse la falsa camaradería, la desesperada
caza del burdo arrumaco del igual, lo patéticos que se muestran en público
cuando intentan llevarse al huerto a una de esas almas cándidas que andan por
ahí encabalgando mojigaterías. Sus estomagantes ardides te horrorizan. Puro
hastío. ¿Y qué decir de lo de los llorones? Absolutamente insoportables, de
verdad de la buena. Que si es el poder, el sistema, hermanos, que no tenéis ni
idea; o que si el amiguismo plumilla, o que si la cicatería de las
editoriales…, o el gobierno, o la sociedad, o la prensa…, o incluso el mercado.
Acabáramos. Tienes que echarte a reír. El mercado, dicen. Tu desaparición te ha
hecho recapacitar, te ha distanciado más si cabe de toda esa autocomplaciente
caterva de corporativistas de alpargata. En tu hasta ahora asumida derrota, eso
que ganas. Sabes de sobra, lo has vivido, que, al igual que te ha venido
sucediendo con el amor, los momentos de reconocimiento son efímeros, y si
aparecen lo hacen cuando menos se los aguarda. El amor es otra cosa, pero la
actividad que te obsesiona es justo eso, una actividad. Más o menos profunda,
pero una actividad sin más. Si aún crees que algo puedes aportar no queda otra
que darle duro. No es un oficio pero tampoco una afición, es algo más
arriesgado y requiere de trabajo, de mucho más del que se supone. A vueltas con
los meses y meses de seca, apenas atendiendo algún encargo, y no de muy buena
gana. Aunque si lo piensas no fue para tanto, quizá el respiro era necesario.
Ahora hay que retomarlo. Y con método. Ya lo soltaste en tu última monserga
larga. A saber: escribirlo todo con más emoción que sentimiento, con la urgente
desidia de un taquígrafo, dejarte los dedos precisamente en dejar constancia,
con las palabras justas, siempre menos es más, narrarlo todo aunque no suceda
nada, la primera idea es la mejor idea, nada de bifurcarte, del uno al dos, del
dos al tres y así, acaba y a lo siguiente, pero acaba, cabrón, acaba, y si hace
falta un empujón, adelante, aunque sólo para la carrerilla. Luego mantén
prudentemente la golosina alejada del alcance de los niños.
Y
precisamente…
Se acercan
unas voces, alguien te vuelve a trajinar la vena.
Zumba sobre
el zángano la vulva de la reina.
Uno, dos…
Hala, al
carajo la reconcomida consciencia.
Despiertas
bajo la luz. Desvarías. Algo de un déjà-vu, balbuceas. Las voces te
tranquilizan. Te extraña que no haya choteo: acostumbrados están a las
sandeces, seguro que todo quisque les sale por peteneras. Rápido te despachan,
aunque tienes los ojos bien abiertos no te da tiempo a quedarte con ninguna
cara. Sumido en una sobrecogedora beatitud te sientes durante el traslado,
estás como en estado de gracia. Anclan el catre móvil en la sala de
despertares. La poética de la ciencia. Ahora la Verónica de turno se llama
Miguel y tiene barba. Al principio se muestra distante, después resulta ser un
gran tipo. La sala es amplia, todo es parsimonia, lasitud, recatadas peticiones
de asistencia para popó o meada, patéticos trastabilles, alguna incontenida
lágrima… Yacen los cuerpos remendados, arrebatados de lo que les sobraba por
unas almas hermanas que heroicamente sortean los cicateros envites de la
putrefacta canalla facha.
Saliste de
ésta. No hubo vuelo nupcial que valga. Otra reina te ha indultado. Y van.
Unas
semanas más tarde, mientras te recuperas en tu escondrijo, las palabras más
atinadas sobre la vivencia vienen de nuevo de América: «Ya ves, sólo
confirmamos que eres un dramático».
Pues será
eso, mi pequeña bruja de la guarda. Será eso.
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De
INMEDIACIONES, 21/01/2020
Imagen: Willem De Kooning
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