JORGE MUZAM
Noche de
viernes en la cordillera andina. Los perros parlanchines no quieren dormirse y
los televisores que aún funcionan están encendidos a todo volumen en programas
de farándula. Nuestra casa campestre es grande, pero el chismoseo sobre los
famosos traspasa incluso las paredes más gruesas. Mis audífonos están
parcialmente estropeados tras enviarlos accidentalmente a la lavadora dentro de
un buzo. Los he puesto a secar durante dos días, pero los resultados no son
óptimos y hasta suenan divertido, como un trajinado bafle de gitano pobre. Por
esto no puedo desligarme por completo del mundanal ruido.
Pasan
apresurados agricultores en sus todoterrenos hacia los prostíbulos de San
Carlos. Van muy serios y perfumados, como si se tratara de la Conferencia de
Yalta. En San Carlos aún subsisten algunos antros a la antigua, con viejas
comadronas, jóvenes asiladas chilenas y mozos mariconcitos. De Santiago hacia
el norte la situación es distinta, los contactos se hacen por celular, los
encuentros son en departamentos, y predominan las cubanas, colombianas,
dominicanas y una que otra peruana. Los chilenos, pacatos y fomes, parecen
necesitar la sangre caribeña para espabilarse. Y de verdad yo mismo saldría a
tomarme una copa y bailar una rumba si en cien millas a la redonda no hubiera
puros hijos de puta.
Fue un día
de sudor, de fuerza bruta, de tareas campesinas realizadas a cabalidad. Tras
ducharme y cenar me fui a mi “gabinete” (palabra que usó mi abuelo al husmear
en mi biblioteca buscando posibles libros perdidos de la suya), encendí luces
bajas, preparé un café y abrí mi biblioteca virtual. Avancé algunas páginas en
la Historia Social Comparada de los Pueblos de América Latina, de
Luis Vitale. Buscaba datos antiguos sobre Venezuela que me sirvieran para un
nuevo artículo, pero Vitale, como buen marxista, solo teoriza en torno a
generalidades. Luego me pasé a la novela Diccionario de nombres
propios, de Amelie Nothomb. Le gustó a Lo y eso despertó mi
curiosidad. Lo es una crítica literaria avezada y desecha rápidamente todo lo
que no valga la pena. Quedo en la página 15 y me salto a La piel de
Zapa, de Balzac. Avanzo poco, la extrema omnisciencia de este
superdiós narrador me genera más risa que concentración. Mi último intento es
con Mashenka, de Nabokov, novela que prometí comentar con
Ricardo una vez que la finalice.
Salgo un
rato al patio, que está aromatizado con las manzanas maduras que caen por todos
lados. La noche está estrellada, sin luna, y circula un viento frío que mece
las ramas caídas de las parras.
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De PALABRA
ABIERTA
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