NATHALIE SIGRITZ DORÉ
En la terraza del restaurante, un niño pequeño lame una silla de plástico de arriba a abajo. Luego encaja su cabeza entre el asiento y el respaldo, quedando así guillotinado.
He abierto
el sobre de aceite para aliñar la ensalada con mi proverbial delicadeza y ahora
estoy tan grasienta como un cubito de aceite de coco.
Muy buena
la ensalada sin condimentar. Me lamo entre bocado y bocado para oler el
aderezo.
Mi hija se
lanza de cabeza sobre una medusa. Se justifica diciendo: "no había nada en
el agua". Ahora tiene un ojo y una mejilla que parecen un cuadro de
Kandinsky.
Pasa un
deportista apuesto que podría ser mi hijo, pero no lo es. De hecho, le sonreí
con la seguridad de que no pasaba por una milf. El sombrero, el pareo y las grandes
gafas me sitúan entre Jessica Fletcher y Loles León.
Mi hija,
con una chuleta untada en la mejilla, me da un codazo y me dice: déjalo, son
mis cosas.
Ahora me
voy a duchar con un desengrasante.
Ah, qué
hermoso el mar.
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Imagen: Maurice Prendergast, 1897
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