Thursday, October 27, 2022

Derecho a la tristeza


JAVIER VAYÁ ALBERT

 

Sentenciaba el nunca suficientemente añorado Jesús Quintero aquello de que la depresión es un estallido de lucidez. Una definición que rebosa precisamente una lucidez poética propia del genio andaluz que sabía perfecta y desgraciadamente de lo que hablaba. Un estallido de lucidez ante la conciencia abismal del hambre, la miseria, la desigualdad, la guerra y ese largo etcétera que lacera el mundo. Por suerte cada vez la sociedad es más sensible ante temas antes tabú o subestimados como la depresión o la salud mental. Sin embargo, esta creciente y necesaria alerta social tiene su reverso oscuro y, cómo no, dirigido por los de arriba. Se trata de la dictadura de la felicidad. Imagino a un algoritmo demiurgo haciendo saltar alarmas en los despachos ante cualquier posibilidad de negocio y control de las masas.

De este modo una legión sonriente de antiguos comerciales fracasados de compañías eléctricas o de inmobiliarias quebradas ahora reconvertidos en coachs e influencers inundan youtube y las redes sociales. Libros de autoayuda y pseudociencias que prometen ofrecer el secreto de la felicidad copan los estantes de las librerías donde antes podías encontrar no sin esfuerzo algún título de poesía. Cursos de bienestar emocional y mindfulness se publicitan en todas partes todo el tiempo. El mensaje es bien claro: debes ser feliz, y si no lo eres la culpa es solo tuya. De hecho, no intentar alcanzar esa dicha te convierte en paria antisocial, en una anomalía molesta para el sistema. Según esta dictadura solo tú eres responsable de lo que te ocurre, no importa tu estrato social o circunstancia. No importa si eres una mujer iraní, te han diagnosticado un cáncer terminal o vives en la calle; ser feliz está en tu mano. Lo que sucede es que no te esfuerzas lo suficiente, pero ellos van a enseñarte cómo hacerlo por un módico precio, por supuesto.

Nos han convertido en personajes de Un mundo feliz, la celebérrima novela de Aldous Huxley, con las redes como soma. Somos un ejército de Jokers enfermos del virus de los filtros de Instagram, del postureo, de mostrarnos más felices—supuestamente mejores por ello—que el resto. Nos bombardean con frases cursis y motivadoras en las instalaciones de las empresas, en los gimnasios y hasta en el dentista o la oficina de hacienda. Nos escuchamos a nosotros mismos espetando manidas soflamas aprendidas con condescendencia. Compartimos fotos bonitas y memes repulsivamente alegres mientras por dentro nuestro corazón está tan roto como el de un adolescente. Nos sacamos selfies absurdos mientras la desesperación repta por las paredes de nuestra casa.

Nos han creado una suerte de culpa judeocristiana 3.0 por cada momento de aflicción, de dolor, de enfado. Nos han inoculado que no tenemos derecho a la tristeza, que exhibirla es un obsceno acto de egoísmo y debilidad. De esta manera es más fácil eliminar y criminalizar la queja, el pataleo, la reivindicación por justa que sea. Además presuntamente hay que ser muy amargado y malvado para declararse en contra de algo tan deseable como la felicidad. Sin embargo los psicólogos (los honestos que no quieren forrarse a costa de la necesidad y desesperación de la gente) nos advierten de lo errado de esta idea. Nuestro cerebro no está hecho para ser felices siempre, si no para afrontar amenazas, buscar alianzas o refugio. La rabia, la pena o el miedo son emociones necesarias.

Por nuestra salud mental reivindiquemos pues nuestro derecho a la tristeza.

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De EL IMPARCIAL, 26/10/2022

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