JAVIER VAYÁ ALBERT
Sentenciaba
el nunca suficientemente añorado Jesús Quintero aquello de que
la depresión es un estallido de lucidez. Una definición que rebosa precisamente
una lucidez poética propia del genio andaluz que sabía perfecta y
desgraciadamente de lo que hablaba. Un estallido de lucidez ante la conciencia
abismal del hambre, la miseria, la desigualdad, la guerra y ese largo etcétera
que lacera el mundo. Por suerte cada vez la sociedad es más sensible ante temas
antes tabú o subestimados como la depresión o la salud mental. Sin embargo,
esta creciente y necesaria alerta social tiene su reverso oscuro y, cómo no,
dirigido por los de arriba. Se trata de la dictadura de la felicidad. Imagino a
un algoritmo demiurgo haciendo saltar alarmas en los despachos ante cualquier
posibilidad de negocio y control de las masas.
De este
modo una legión sonriente de antiguos comerciales fracasados de compañías
eléctricas o de inmobiliarias quebradas ahora reconvertidos en coachs e influencers inundan
youtube y las redes sociales. Libros de autoayuda y pseudociencias que prometen
ofrecer el secreto de la felicidad copan los estantes de las librerías donde
antes podías encontrar no sin esfuerzo algún título de poesía. Cursos de
bienestar emocional y mindfulness se publicitan en todas partes todo el tiempo.
El mensaje es bien claro: debes ser feliz, y si no lo eres la
culpa es solo tuya. De hecho, no intentar alcanzar esa dicha te convierte en
paria antisocial, en una anomalía molesta para el sistema. Según esta dictadura
solo tú eres responsable de lo que te ocurre, no importa tu estrato social o
circunstancia. No importa si eres una mujer iraní, te han diagnosticado un
cáncer terminal o vives en la calle; ser feliz está en tu mano. Lo que sucede
es que no te esfuerzas lo suficiente, pero ellos van a enseñarte cómo hacerlo
por un módico precio, por supuesto.
Nos han
convertido en personajes de Un mundo feliz, la
celebérrima novela de Aldous Huxley, con las redes como soma.
Somos un ejército de Jokers enfermos del virus de los filtros de Instagram, del
postureo, de mostrarnos más felices—supuestamente mejores por ello—que el
resto. Nos bombardean con frases cursis y motivadoras en las instalaciones de
las empresas, en los gimnasios y hasta en el dentista o la oficina de hacienda.
Nos escuchamos a nosotros mismos espetando manidas soflamas aprendidas con
condescendencia. Compartimos fotos bonitas y memes repulsivamente alegres
mientras por dentro nuestro corazón está tan roto como el de un adolescente.
Nos sacamos selfies absurdos mientras la desesperación repta por las paredes de
nuestra casa.
Nos han
creado una suerte de culpa judeocristiana 3.0 por cada momento de aflicción, de
dolor, de enfado. Nos han inoculado que no tenemos derecho a la tristeza, que
exhibirla es un obsceno acto de egoísmo y debilidad. De esta manera es más
fácil eliminar y criminalizar la queja, el pataleo, la reivindicación por justa
que sea. Además presuntamente hay que ser muy amargado y malvado para
declararse en contra de algo tan deseable como la felicidad. Sin embargo los
psicólogos (los honestos que no quieren forrarse a costa de la necesidad y
desesperación de la gente) nos advierten de lo errado de esta idea. Nuestro
cerebro no está hecho para ser felices siempre, si no para afrontar amenazas,
buscar alianzas o refugio. La rabia, la pena o el miedo son emociones
necesarias.
Por nuestra
salud mental reivindiquemos pues nuestro derecho a la tristeza.
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De EL
IMPARCIAL, 26/10/2022
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