Wednesday, October 12, 2022

Miguel Sánchez-Ostiz habla de Muerta ciudad viva


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

 

«Recogete, joven; andate a tu casa»

 

Se lo dicen al narrador de Muerta ciudad viva las barrenderas de Cochabamba, esas que parecen bailarinas chinas con sus escobillones rítmicos en la noche y barren esta, como si a la vez la acariciaran, y hacen desaparecer lo que a ella se queda pegado, pero es invisible para la mayoría. Esta sería la historia de Muerte ciudad viva, la del joven que busca encanallarse –eso dijo el propio Céline de su Bardamu– y que debería recogerse en su casa antes de que las cosas se despeñaran en el peor de los pozos negros, pero que no lo hace porque su casa no pasa por ahí, porque la de verdad, verdad, no la tiene, es la calle, la mugre y la exasperación.

 A Claudio Ferrufino-Coqueugniot le conocí antes de haber leído nada suyo en una Feria Internacional del Libro, en Santa Cruz de la Sierra, en la que participamos invitados por la Cámara del Libro. Me bastó escuchar una intervención suya, acerca del lenguaje o la lengua de los expatriados, para darme cuenta de que ahí había un escritor que tenía mucho que decir. Estuvimos alojados en el mismo hotel, él sentado en una mesa y yo en otra, sin hablarnos, escribiendo cada cual lo suyo, y echándonos miradas de reojo de cuando en cuando. Leí luego El exilio voluntario, prestado por un amigo común, Ramón Rocha Monroy, y  nos encontramos más tarde, en Cochabamba. Una Cochabamba nocturna, de cuecas, chelas y tragos finos y duros, de amigos entrañables y con un paramilitar-torturador de la época de Barrientos que tocaba de manera magistral el charango (para que el cuadro quede apropiado), y de antros, cuya puerta había que tumbar a patadas, en compañía de algunos de los personajes de esta novela. Luego vino el Señor don Rómulo y todo lo demás. Lo tengo por el mejor escritor boliviano de hoy, pero como media la amistad y el afecto, y hasta manías comunes, esto que digo y nada es lo mismo.

Hace unos años, en La Paz, un antiguo político del MNR, secretario de Paz Estenssoro, me dijo en un aparte que advirtiera a «tu amigo Ferrufino» que evitara regresar a Bolivia porque se había enterado de que le estaban armando un proceso por sedición de consecuencias imprevisibles (habituales), gracias a sus artículos semanales en varios periódicos en los que ha venido zahiriendo, denunciando y atacando de manera virulenta el régimen de Evo Morales y todos los regímenes bolivianos anteriores y por venir: uno de ellos le costó la colaboración en el prestigioso periódico Página Siete.

Una escritura sin concesiones la suya, ambiciosa y arriesgada, ya sea en la novela, en los artículos políticos o en los literarios que denotan, estos, una curiosidad y una generosidad intelectuales ejemplares.

El de Muerta ciudad viva es un relato de una dureza extraordinaria, pero describe bien el escenario, Cochabamba, esa ciudad populosa, de muchas buganvillas y una placidez indiscutible de vida urbana, y a la vez de mugre y aire viciado que a ratos hiede, de comederos, chicherías mugrientas, desmontes, basurales y puteros, con un río que es una cloaca, con un cementerio donde se celebran ceremonias pavorosas y locales inverosímiles de trago duro, mercados febriles, que le azuzan al autor el amor del disgusto, el de la ira y la añoranza irremediable.

Cuando las puertas del mercado cierran, se abren las del mundo de la noche, ese en el que el personaje puesto en escena por Ferrufino busca la abyección, y desde ese otro lado escribe Claudio. Picaresca y desgarro, en el mercado Calatayud, en La Pampa, en el Triangular de la coca, a donde fui una noche iluminada por siseantes lámparas de carburo –«No te hicieron nada por la sorpresa de verte allí», dijo el cronista oficial de la ciudad-, trago venenoso y delincuencia y violencia viva y sorda, y compañeros de fatigas cuyos nombres me resultan familiares, Julio y Chino, tan llorado por el autor.

¿Excesivo? Y qué no lo es si de la crónica de una autodestrucción se trata. Trago y sexo, mucho de ambos, hasta la intoxicación y la repugnancia, no lo dudo, pero antes, como la vergüenza, hay que sentirla en propia carne, hay que vivirla.

No es esta una novela para estómagos delicados ni para cazadores de micro machismos ni para puritanos de nueva hornada que cunden de manera asombrosa.

En Bolivia, antes de hablar de la literatura de Claudio, bien sea a favor o en contra, se miran unos a otros con sospecha –«Desconfiamos uno del otro, los bolivianos, vemos en nosotros lo peor, el enemigo. Eso nos hace un pueblo traidor», escribe Claudio–. Excesivo el Claudio, inmisericorde siempre con sus compatriotas, sean de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda, aprovechados, taimados, borrachones, patriotas de pega… Habla del Ejército y dice: «El glorioso ejército de Bolivia ejercitaba a sus combatientes en la humillación». De sus invectivas, enmascaradas en dicterios de beodo en campaña, no se libra nadie, ni guerrilleros ni represores, ni izquierdistas del mejor postor ni pánfilos burgueses atrincherados en sus prejuicios y convenciones sociales, mezcla de racismo y servilismo inextricable, y sobre todo lo más importante: de la picota alcohólica no se libra el propio narrador, su voz, su escritura, una confesión y un espejo, todo lo trucado que se quiera.

 «Casi una novela de misterio esta Bolivia», leo en la novela de Claudio y no me espanto, porque más que de misterio, de espanto puede ser la novela no escrita sobre una Bolivia tremebunda, feliz, bailona, borrachona, guapetona, corajuda y cobardona, del tinku sangriento que no cesa, del dinamitazo como argumento, de las bandas callejeras borrachas hasta las patas, como la que quiso exorcizar me temo que en balde Alcides Arguedas, hace cien años y de ello habló con don Miguel, de Unamuno claro, que le advirtió al boliviano sobre la chupa de su propia tierra, a propósito de Raza de bronce. Viene de lejos, todo lo que Claudio cuenta viene de lejos, de muy lejos, es como lo cuenta y peor. De ahí su desarraigo y su necesidad de poner tierra de por medio. A quien le parezca exageración le recomiendo se dé una vuelta de lunes, o martes mejor, por la morgue o por el rincón de las almas perdidas, o por el mercado Triangular cuando cae la noche, no ya de Cochabamba, sino de su propia ciudad, que de eso se trata, del viaje al otro lado que en todas partes está. Aquí no hay localismo que valga, sino condición humana, desagarro sin fronteras

Y no, no nos confundamos, Muerta ciudad viva, no es un «Bajo el Tunari». Ese sería un torpe remedo de Malcolm Lowry. Aquí no hay bajos que valgan, un Selby estaría más cerca en su desgarro preciso pura cirugía de las tinieblas de la conciencia. La de Claudio no es una impostura o una invención literaria en la ya rancia tradición del malditismo urbano que tiene en Bolivia notables ejemplares. Me consta que el autor sabe que de ese viaje no se regresa, y sí se regresa es para contarlo y felicitarse de estar vivo y en todo caso se paga caro, siempre: « Yo me salvé escribiendo / después de la muerte de Jaime Gil de Biedma. / De los dos, eras tú quien mejor escribía.»

                                                                                                                Arraioz, enero de 2018 

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