Ander Izagirre
Cuentan que
el 10 de junio de 1949 se suspendió la ley de la gravedad. Ocurrió en las
rampas del Izoard, durante el Giro de Italia, al paso del Campionissimo
Fausto Coppi. El italiano corría siempre con una sentencia grabada en el
corazón y en los muslos, “la gesta más loca es la gesta más bella”, y aquel día
pedaleaba en pos de una de las hazañas más locas y más bellas de la historia
del ciclismo. Se disputaba la última etapa de montaña del Giro, con una
incursión por territorio francés y los puertos descomunales de la Maddalena,
Vars, Izoard y Montgenevre en el recorrido. Sin embargo, se esperaba una
jornada tranquila. El Campionissimo había machacado a sus rivales
durante toda la vuelta, y el segundo clasificado, el viejo Gino Bartali, estaba
a más de un cuarto de hora en la clasificación. Coppi ya era dueño del Giro, le
bastaba con mantenerse a rueda de un Bartali entregado. Pero Coppi, tocado con
la maglia rosa, sufrió un arrebato de grandeza, o de locura, y atacó con
rabia cuando faltaban 192 kilómetros para la meta. Sus rivales, asombrados por
aquel gesto insensato, tardaron un rato en reaccionar. Después salieron a por
él, pero ya no lo vieron hasta la mañana siguiente. Comenzó una cabalgada de
pesadilla, siete horas y media de sufrimiento a través de cuatro puertos
alpinos, torturando a unos rivales que maldecían semejante crueldad. ¿Por qué
se empeñaba Coppi en martirizarles y martirizarse, si no tenía ninguna
necesidad? Pero Coppi sí lo necesitaba, porque él no era sólo un campeón: era
un artesano del ciclismo, siempre preocupado por imprimir en sus victorias un
sello irrepetible. Sólo en sus participaciones en el Giro, se calcula que
estuvo más de tres mil kilómetros fugado en solitario: la gesta más loca es la
gesta más bella. Si la edición de 1949 quedó en la memoria fue precisamente por
ese episodio, por la grandeza de una escapada absurda: en un día en que hubiera
podido evitar fácilmente el sufrimiento, Coppi ofreció todo su dolor para
culminar una obra bella. Por eso era el Campionissimo.
Coppi
demostró que el ciclismo puede ser una forma de belleza. Y, quizá por eso, los
aficionados italianos, los tifossi, envolvieron el relato de sus hazañas
con un aura casi sobrenatural. Ese día de 1949, las radios italianas interrumpieron
sus programas matutinos para narrar aquel acontecimiento nacional. Los
locutores situados en meta recibían noticias confusas, pero con cuatro detalles
más o menos confirmados, un poco de imaginación y mucha pasión, encendieron los
ánimos de todo el país a voz en grito: “Un uomo solo al commando, la sua
maglia é rosa... ¡é Fausto Coppi!” -“Un hombre solo en cabeza, su
camiseta es rosa... ¡es Fausto Coppi!”-. Muchos piamonteses se habían acercado
a las rampas de los cercanos Izoard y Montgenevre, y las noticias radiadas
empujaron a otros cuantos a última hora hasta las cunetas alpinas. El mayor
grupo de gente se reunió en el Izoard, adonde las novedades llegaban a lomo de
las escasas motos y los coches que circulaban por delante de la carrera: Coppi ya
había cruzado en solitario la Maddalena y el col de Vars, y pedaleaba hacia el
Izoard, con ocho o nueve minutos de ventaja sobre Bartali. Los tifossi
formaron un pasillo de honor en la Casse Deserte, el desierto marciano situado
cerca de la cima del Izoard, y las crónicas relataron que algunos aficionados
barrían la carretera y otros esperaban de rodillas a Coppi.
En el umbral
de la Casse Deserte, donde los ciclistas suelen aparecer como guiñapos que se
retuercen de cuneta a cuneta, dando zapatazos a los pedales, surgió la silueta
elegante del Campionissimo: marchaba bien sentado en el sillín, con los
codos flexionados en ángulo recto y las manos firmes en el manillar,
exprimiendo toda la contundencia de los muslos para hacer girar como émbolos
sus famosas zancas de cigüeña. Coppi llevaba horas escalando puertos en
solitario y subía por un repecho terrible, pero mantenía su pedaleo de talón
recto como un estilista de velódromo. En el gesto voraz de su boca abierta se
adivinaba el sufrimiento, la asfixia, el corazón a punto de partirse, pero
Coppi resistía los dolores y volaba cuesta arriba con un empeño de dignidad.
Porque ese día su lucha no era contra otros ciclistas: en realidad, ese 10 de
junio de 1949 fue el día en el que Coppi derrotó a las montañas. El día en que
los espectadores del Izoard juraron que Coppi flotaba.
Coppi llegó a
la meta de Pinerolo con doce minutos sobre Bartali, segundo en la etapa, y casi
todos los supervivientes de aquella jornada terminaron a más de una y dos
horas. La hazaña de Fausto fue contada de padres a hijos y aún hoy en día se
revive todos los años con una prueba cicloturista, la Fausto Coppi, que sigue
las huellas de la escapada más famosa del Campionissimo.
“Los grandes
campeones deben pasar en solitario por la Casse Deserte”. La sentencia es de
Louison Bobet, el francés que ganó los Tours de 1953, 54 y 55, y que fraguó sus
victorias más espectaculares en ese paraje del Izoard. Este puerto alpino, en
el que Coppi suspendió las leyes de la naturaleza, resulta un escenario
propicio para todo tipo de anomalías. Es un intestino de dieciocho kilómetros
que absorbe a los ciclistas, los va deshaciendo en rectas interminables y los
mastica en curvas de herradura. En la primera parte combina rampas muy duras
con zonas de descanso, como si dosificara una descarga progresiva de ácidos
para corroer los muslos de los corredores, y a partir de la aldea de Brunissard
toma un desnivel tremendo: cinco kilómetros con una pendiente media del 10% y
tramos del 15%. Un muro. En medio de un bosque de abetos, los intestinos del
Izoard se contraen en una serie de curvas y contracurvas, hasta que la
carretera sale del arbolado, se despliega a pleno sol y desemboca en el umbral
de la Casse Deserte, a 2.200 metros de altitud. Allí arriba, un ciclista con
los pulmones expandiéndose al límite siente que el aire se hace viscoso, le
cuesta respirar, cada bocanada es un intento por tragar una sustancia
algodonosa y caliente. Ante los ojos nublados del ciclista aparece entonces un
paisaje alucinante: la carretera serpentea por una ladera tremenda, un desierto
de pedruscos que parece a punto de derrumbarse sobre los abismos. En esa ladera
de gravilla triturada y requemada, brotan aquí y allá unos gigantescos
colmillos de piedra, como en una mandíbula de dinosaurio. Un cambio en la
altura del sol o una nube pasajera que tamice la luz pueden colorear el aire
espeso del Izoard y hacer que el pellejo pétreo de la Casse Deserte mude de
apariencia: de ocre pasa a gris ceniza, el gris toma tonos violáceos y brilla
en resplandores de un azul venoso y desconcertante.
La maldad
refinada de este lugar consiste en que el ciclista llega en plena agonía, con
los sentidos trastocados, pero la Casse Deserte le concede un leve descenso
para respirar, le permite contemplar ya la cima del puerto y de pronto lo
sumerge en un paisaje de delirio. Se requiere fortaleza de ánimo para no ceder,
porque después de este descanso envenenado aún faltan tres kilómetros más de
subida con rampas del 10%, un trallazo de dolor que llega cuando el ciclista ya
no tiene capacidad de reacción ni puede soportar más sufrimiento. Por eso, los
grandes campeones, los grandes agonistas, destacan en la Casse Deserte: por
allí pasaron en solitario Henri Pelissier, Bobet, Bahamontes, Julio Jiménez,
Merckx, Ocaña, Thevenet, Hinault, Induráin. Y tanto Coppi como Bartali
protagonizaron allí sus mejores gestas en el Tour.
Sólo un mes
después de flotar en el Izoard durante el Giro de Italia, Coppi volvió a ese
mismo puerto en julio de 1949, esta vez durante el Tour de Francia y en
compañía de Gino Bartali. En una escapada a través de los Alpes, los dos
italianos acababan de eliminar a todos los rivales -Kubler, Robic, Ockers,
Geminiani- y se jugaban entre ellos la victoria final del Tour. Bartali,
sofocado y jadeante, resistía a duras penas el ritmo de Coppi. Antes de llegar
a la Casse Deserte, el Campionissimo aceleró la marcha para quedarse
solo, y entonces escuchó la súplica de Bartali.
-Fausto, espérame, por favor.
Coppi giró la cabeza con
sorpresa.
-Tú mañana ganarás la etapa y te
pondrás de amarillo -le dijo Bartali-. En los próximos años conseguirás muchos
más Tours. Yo hoy cumplo 35 años y ya no volveré a ganar nada: déjame esta
etapa, Fausto.
Coppi
aflojó la marcha. Marcó un ritmo cómodo para Bartali, cruzaron juntos la Casse
Deserte, coronaron el Izoard y bajaron a relevos hasta la meta de Briançon,
donde Gino entró primero, recibió el maillot amarillo y le agradeció el favor a
Fausto con un abrazo de oso. A pesar de sus quejas, el viejo Bartali aún tuvo
cuerda para cuatro Tours más: ganó una etapa en 1950, terminó cuarto en la
general de 1951 y 1952, y undécimo en 1953, ya con 39 años, dieciséis años
después de su primera participación.
Al día siguiente
del pacto del Izoard, tal y como Bartali había pronosticado, Coppi se fugó de
nuevo, coronó cuatro puertos en primera posición y llegó en solitario a la meta
de Aosta, en territorio italiano, donde fue recibido con la marcha triunfal de
la ópera Aida, de Verdi, con una marea de pañuelos blancos y con el
primer maillot amarillo de su vida. Coppi se impuso también en la contrarreloj
del penúltimo día y ganó así su primer Tour de Francia. Pero quince días antes
había hecho las maletas para abandonar la carrera.
“Coppi deja el Tour”, titularon los periódicos
en la sexta etapa. El día anterior, el italiano se había caído y había llegado
a la meta de Saint Malo con veinte minutos de retraso. Quedaba a 37 minutos del
líder Marinelli. Así que nada más cruzar la meta anunció a los periodistas que
se marchaba a casa: “Estas etapas llanas del Tour son más duras y peligrosas
que todas las que he corrido en los Dolomitas. Hay batalla de principio a
final, cortes, caídas. No aguanto más”. Por la mañana siguiente, Coppi tenía
las maletas hechas para volver a Italia, pero los compañeros de equipo y el
director Alfredo Binda acudieron a su habitación para rogarle que continuara.
En aquellos años el Tour se disputaba por selecciones nacionales, y los
italianos habían pactado que Coppi y Bartali no se atacarían en las primeras
etapas y que después de los Pirineos el mejor clasificado entre los dos sería
el jefe de filas y el otro debería ayudarle. Binda jugó con ese pacto para
convencer a Coppi de que no abandonara: “Si te marchas, en Italia dirán que te
has negado a ayudar a Bartali, mejor clasificado que tú. Al menos, échale una
mano y aprovecha alguna ocasión para ganar tú una etapa. Luego, retírate con la
cabeza alta”. El propio Bartali le pidió que continuara y al final Coppi
accedió. Una hora antes de que comenzara la etapa, abrió la maleta y se vistió
de ciclista. Dos días más tarde, Coppi ganó la contrarreloj de La Rochelle y
recobró las ilusiones perdidas. En las etapas pirenaicas ascendió hasta el
décimo lugar. Y en los Alpes llegó la remontada milagrosa: el mano a mano con
Bartali en el Izoard, donde distanciaron en un cuarto de hora a los demás
rivales, la entrada triunfal en Lausana, la victoria en la contrarreloj final y
el maillot amarillo en París.
Aquel
Tour de 1949 dejó una fotografía para la memoria del ciclismo: el instante
preciso en que Bartali, con los ojos cerrados por el sufrimiento y el rostro
fruncido en arrugas, agarra el bidón de agua que le tiende Coppi, quien pedalea
un metro por delante, lanzado, con la mirada fija en las alturas. Algunos dicen
que la foto fue tomada en el Aubisque y otros que en el Tourmalet. Se
interpretó que la imagen simbolizaba la reconciliación de dos ciclistas que
habían dividido a Italia. Pero ¿quién cedió el bidón a quién? Según se mire la
foto, parece que Coppi pasa el bidón a Bartali... o que Bartali se lo pasa a
Coppi. ¿Quién tendió el bidón, símbolo de la paz? Durante mucho tiempo, ése fue
el enigma nacional de Italia. Bartali decía que en la foto él estaba
recuperando el bidón que le había dejado a Coppi. En cambio, según algunos
testigos de la escena, Coppi llegó desde atrás, alcanzó a Bartali y le tendió
su bidón: “Toma, aún queda agua”. La solución parece sencilla si reparamos en
los dos portabidones que ambos ciclistas llevaban, uno en el manillar y otro en
el cuadro: en la foto, los dos portabidones de Bartali están ocupados por
bidones, y los dos de Coppi están vacíos. Por tanto, parece lógico que el bidón
de la discordia saliera de uno de los portabidones de Coppi, y que fuera el
joven quien ofreció ese gesto generoso al viejo.
En realidad,
toda esa controversia resulta absurda. A pesar de que los aficionados formaron
bandos irreconciliables en torno a Coppi o Bartali, los dos ciclistas siempre
se llevaron bien. Eso sí, eran dos antagonistas puros que perseguían los mismos
triunfos, de modo que se buscaban las vueltas el uno al otro para acertar con
los puntos débiles del contrario. Coppi cuidaba al detalle la preparación
física y se rodeó de los mejores masajistas, médicos y dietistas. El viejo
Bartali, atormentado por ese despliegue meticuloso, obsesionado por las
fórmulas mágicas que pudiera emplear Coppi, vigilaba como un perro de caza
cualquier movimiento de su joven rival.
Durante una etapa del Giro, Bartali observó
que Coppi bebía de un frasco extraño que después arrojó al monte. Memorizó el
lugar exacto, regresó al final de la prueba, rastreó la ladera hasta encontrar
el bote y mandó que analizaran su contenido en un laboratorio: no era más que
un reconstituyente. De vez en cuando, Bartali enviaba a sus gregarios para que
se colaran en la habitación de Coppi y recogieran todo lo que encontraran,
frascos, tubos, cajas, supositorios. Bartali confesó sus jugarretas años
después: “Me volví tan experto en la interpretación de aquellos productos
farmacéuticos que casi podía adivinar cómo se iba a comportar Fausto en
carrera”. En otra ocasión, un compañero de Bartali vio que el médico de Coppi
salía de una farmacia con medicamentos. Bartali le dio instrucciones precisas a
su gregario: “Vete a esa farmacia, cuéntale al farmacéutico que vas de parte
del médico de Coppi, y dile que te ha mandado a por una caja más del mismo
producto”. A pesar de sus pesquisas, Gino nunca encontró el ingrediente secreto
de Coppi. Pero su obsesión le hizo desarrollar teorías extravagantes: sostenía,
por ejemplo, que a Coppi se le hinchaba una vena en el hueco trasero de la
rodilla derecha cuando marchaba fatigado. Por eso, encargaba a uno de sus
gregarios que la vigilara durante las etapas de montaña. Si la vena se
hinchaba, Bartali recibía la señal y se lanzaba al ataque.
En los Giros,
lucharon uno contra otro sin piedad, pero en los Tours, donde ambos formaban
parte de la selección italiana, se apoyaron cuando hizo falta. En 1949, como ya
hemos visto, Coppi esperó a Bartali en el Izoard para cederle el triunfo de
etapa y el maillot. También en el Tour de 1951, cuando Coppi había perdido
todas sus opciones, se convirtió en gregario de Bartali. Y el viejo Gino no
dudó en ofrecer su rueda a Fausto cuando éste pinchó en el Tour de 1952: “El silbido
de un neumático pinchado me hizo girar la cabeza”, contó Bartali. “Mis ojos se
encontraron con los de Fausto. El silbido procedía de su rueda. Miró alrededor,
como para pedir ayuda a un gregario, y apartó su mirada de la mía como si no
quisiera verme. Brillaba un sol cegador. Bajé y me acerqué a él con mi rueda en
la mano. No dijo una palabra y yo tampoco abrí la boca. Todo sucedió en medio
de un silencio impresionante”.
Fausto Coppi y
Gino Bartali eran dos grandes campeones y dos compañeros nobles. Pero, como
escribió el periodista Alain Fralon, los italianos habían elegido hacerse la
guerra a través de estos dos ciclistas. “Drammatico, ma non serio”. Un
bando optó por el joven Coppi, elegante, aéreo, precursor del ciclismo moderno
con su alimentación medida al milímetro y las dietas a base de hígado y germen
de trigo, con su masajista personal -el ciego Cavana, quien le recomendaba
dormir en posición fetal para que los músculos mantuvieran la posición del
pedaleo-, sus innovaciones en el material de las bicicletas, la selección de
sus coequipiers con reparto de funciones muy precisas y una jerarquía
meticulosa. Era el Coppi progresista, adoptado como símbolo por la izquierda
italiana, tachado de filocomunista, abucheado por algunos seguidores que pintaban
insultos en la carretera porque Fausto había abandonado a su esposa y aparecía
en público con otra mujer casada, la misteriosa “dama blanca”. Ella pasó cinco
días en la cárcel y tuvo que viajar a Argentina para dar a luz un hijo de
Coppi. El Papa se negó a repartir su bendición al pelotón del Giro porque entre
el rebaño estaba Fausto, la oveja negra. Y el bando contrario escogió al viejo
Bartali, el león furioso, el atleta corajudo a la antigua usanza que destrozaba
a sus rivales con la fuerza bruta, el ciclista racial que nada más cruzar la
meta encendía un cigarro y en algunas épocas fumaba cuarenta pitillos diarios,
el devoto que levantaba capillas a la Virgen, el símbolo escogido primero por
Mussolini como estandarte del fascismo y adoptado después por la democracia
cristiana.
Ni Bartali ni
Coppi pedaleaban en nombre de ninguna doctrina. Ellos sólo buscaban la gloria
deportiva, también el dinero, incluso la belleza en sus triunfos. Pero el
deporte siempre ha sido una baza golosa para los regímenes totalitarios. Y
Mussolini se apropió pronto de Gino Bartali, un campesino pobre transformado en
héroe, para presentarlo como modelo del nuevo hombre propugnado por el
fascismo. Mussolini pretendió incluso cambiar el distintivo del líder en el
Giro de Italia, porque consideraba afeminada la maglia rosa: “Ese color
es adecuado para las bragas de las señoras, no para premiar las hazañas de
superhombres”. Bartali era un chaval de 22 años cuando ganó con una autoridad
deslumbrante el Giro de 1936. También conquistó el Giro de 1937. Y ese mismo
año debutó en el Tour por la puerta grande: primero batió el récord de la
ascensión al Ballon de Alsacia; luego, en la séptima etapa, se escapó en
solitario en el mítico Galibier, venció en la meta de Grenoble y se vistió el
maillot amarillo. El joven italiano distanciaba en doce minutos a sus rivales
Vissers, Maes y Lapebie, pero quería más. El propio Mussolini le telefoneó para
felicitarle, pero también para espolearle y pedirle que conquistara para los
italianos la prueba más querida por los franceses. En aquellos años de
nacionalismos inflados y tensiones prebélicas, Bartali cargaba con el honor de
la patria en territorio enemigo. Al día siguiente la selección italiana
organizó una emboscada en la subida al puerto de Laffrey: Bartali, Rossi y
Camusso atacaron en tromba y descolgaron a los demás favoritos. Quedaba mucha
distancia hasta la meta, pero Rossi y Camusso pedaleaban a todo gas para
aumentar las diferencias y dejar el Tour sentenciado. En un descenso, los italianos
atravesaron un puente de madera mojado por las salpicaduras de un arroyo
alpino, un torrente rabioso que bajaba desde los neveros de las montañas. Rossi
patinó. Camusso tropezó con él. Bartali no pudo esquivarlos. Y los tres
saltaron por encima del parapeto y cayeron en una cabriola escalofriante hasta
el arroyo. Rossi y Camusso se levantaron aturdidos y doloridos, pero
encontraron sus bicicletas y treparon con ellas por las rocas hasta la
carretera. De pronto, Camusso giró la cabeza y vio una mancha amarilla en el
arroyo: era Bartali, recostado en el arroyo, inmóvil. Camusso bajó dando
traspiés, llegó hasta Gino y lo arrastró fuera del agua. Bartali estaba
conmocionado, con la cara empapada en sangre y las ropas desgarradas. Entre
Rossi y Camusso consiguieron espabilarlo y subirlo a la carretera, cuando los
perseguidores ya les habían adelantado. Lo montaron en la bici y arrancaron.
Rossi, malherido, se retiró a los pocos kilómetros, pero Camusso y Bartali
sufrieron lo indecible para llegar hasta la meta de Briançon, donde aparecieron
con doce minutos de retraso. Bartali había salvado el liderato por un puñado de
segundos. Pero esa noche no pegó ojo, por las heridas que le laceraban las
rodillas y el pecho. Salió en la siguiente etapa, donde perdió veinte minutos y
cualquier opción de victoria. Lo intentó un día más, pero ninguna arenga
patriótica podía aliviarle los terribles dolores, y se bajó de la bici. Cuando
volvió a Italia, relató su accidente a los periodistas: “Dios estaba conmigo en
aquel arroyo helado”, dijo. “Sin Él, mi caída podría haber sido mortal”.
Bartali se ganó así sus apodos: en Italia le llamaban El Piadoso; en
Francia, El Monje Volador.
El Monje voló sin trabas
en el Tour del año siguiente. Bartali quería un tercer triunfo consecutivo en
el Giro, pero el gobierno fascista, necesitado de propaganda y triunfos en el
extranjero, le obligó a renunciar a la ronda italiana para preparar bien el
Tour de 1938. Y Bartali se empleó a fondo: arrasó en los Alpes, se quedó solo
en la Casse Deserte y acabó con dieciocho minutos de ventaja sobre Vervaecke y
veintiocho sobre Cosson, quien alucinaba con las costumbres de Bartali: “Es
increíble. Nada más llegar a meta, antes de ducharse, Gino enciende un cigarro.
Podría decirse que ha ganado el Tour fumando en pipa”.
En
1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno fascista no
permitió que los ciclistas italianos viajaran a Francia. Tampoco los alemanes
-que hasta entonces corrían con la esvástica en el maillot- ni los españoles se
presentaron en la salida del Tour. Y Bartali tuvo que quedarse en casa sin
poder defender su título. Entre el Tour de 1939 al que no pudo acudir, los
siete que se suspendieron por culpa de la guerra, y el primero de la posguerra,
en 1947, en el que tampoco participó, Gino Bartali perdió la oportunidad de
pelear por nueve Tours. Aún fue capaz de vencer de nuevo en la ronda gala, en
1948, diez años después de su primer triunfo, una hazaña nunca repetida. Pero
la guerra mutiló su palmarés sin remedio. Y no sólo el suyo. En 1940, Bartali
intentó consolarse con un tercer triunfo en el Giro, que todavía se disputó
mientras Europa ardía en llamas. Sin embargo, en el equipo de Bartali corría un
debutante de 20 años, un tal Fausto Coppi. Y Bartali tuvo que agachar la cabeza
ante el empuje de aquel chaval: Coppi se convirtió en el ganador más joven de
la historia del Giro.
Durante
la guerra, se dejaron de celebrar cinco ediciones del Giro y siete del Tour.
Tampoco se disputaron otras carreras principales. ¿Hasta dónde habrían llegado
Coppi y Bartali, sin ese destrozo en su palmarés? Al final de su carrera, Coppi
había ganado dos Tours, cinco Giros, tres Campeonatos del Mundo -uno en
carretera y dos en pista-, ocho campeonatos de Italia, tres Milán-San Remo, una
París-Roubaix y el récord de la hora. Se le consideró el mejor corredor de la
historia hasta que apareció Eddy Merckx y los italianos están convencidos de
que habría sido el primer corredor en ganar cinco Tours o más, el ciclista con
el historial más fabuloso de todos los tiempos. Bartali, por su parte, cosechó
dos Tours, tres Giros, cuatro Milán-San Remo y tres Giros de Lombardía.
Desde
1939 hasta 1946, los únicos vencedores que entraron en París conducían tanques,
no bicicletas. Y cuando por fin callaron los cañones, el apodo de Bartali ya no
era El Monje Volador, sino Il Vecchio, el viejo. Y el Coppi que
ganó su primer Giro siendo casi un crío ya se acercaba a la treintena.
Bartali aún tuvo
arrestos para conquistar su tercer Giro en 1946 y su segundo Tour en 1948 -con
un ataque feroz en el Izoard, cómo no-. Coppi sumó cuatro Giros más en la
posguerra. Ganó el Tour de 1949 después de acompañar a Bartali en el Izoard.
Perdió el de 1951, abatido por la reciente muerte en carrera de su hermano
Serse, también ciclista profesional, aunque fue capaz de continuar en carrera,
cumplir su cita con el Izoard, cruzarlo en solitario y ganar la etapa llorando.
Al año siguiente, justo el día en que se cumplía el aniversario del
fallecimiento de Serse, Fausto destrozó a sus rivales en la primera etapa con
final en alto de la historia del Tour de Francia, en Alpe d’Huez, y ganó
aquella edición de 1952 con todos sus rivales a media hora, unas diferencias
que nunca más se han repetido.
La guerra mutiló
el palmarés de Coppi y Bartali, pero en esos años los dos campeones disputaron
algunos de los kilómetros más intensos de sus vidas. En 1942, mientras los
aviones ingleses atacaban Milán, Coppi aprovechó los momentos de calma entre un
bombardeo y otro para salir con la bici al velódromo de Vigorelli y batir el
récord de la hora. Después fue reclutado y luchó en el frente de África del
Norte, donde fue capturado. Lo enviaron con un grupo de prisioneros italianos a
un campo de concentración en Inglaterra, y allí tuvo la suerte de que los oficiales
británicos lo reconocieran, le dejaran una bicicleta y le permitieran
entrenarse. Mientras tanto, Bartali pedaleaba por las carreteras de su Toscana
natal. Aquella imagen de un campeón solitario, entrenándose en plena guerra
para mantener la forma, componía una estampa entre ingenua y romántica. Pero
aquel ciclista de apariencia inofensiva era una pieza secreta en el tablero de
la guerra.
Mussolini había
adoptado a Bartali como símbolo del régimen fascista, pero Gino, católico hasta
la médula, participaba en una organización clandestina que se dedicaba a salvar
a judíos italianos de la persecución nazi y fascista. Mussolini, siguiendo el
ejemplo de sus amigos nazis, había iniciado antes de la guerra una persecución
feroz contra los judíos. En 1938, el gobierno fascista promulgó leyes raciales:
los judíos fueron obligados a abandonar sus puestos en la administración
pública, las consultas de médicos, las cátedras y hasta los comercios. Después,
el gobierno desarrolló una campaña sistemática para expoliar todos sus bienes.
Y al final, los nazis llegaron a Italia para organizar una maquinaria eficaz de
exterminio. Metieron a miles de judíos italianos en vagones de ganado y los
enviaron por tren hasta los campos de exterminio de Europa central.
En la Toscana,
un judío llamado Giorgio Nissim organizó una red clandestina para facilitar la
huida de sus correligionarios a países seguros o para buscarles escondites
fiables en la región. En el otoño de 1943, las autoridades detuvieron a muchos
de los colaboradores de Nissim y los deportaron a los campos de exterminio. La
red quedó muy tocada, a punto de desaparecer. Pero entonces Nissim encontró una
ayuda crucial: desde el arzobispo de Génova hasta los monjes oblatos, desde los
frailes franciscanos hasta las monjas de clausura y los párrocos de las aldeas,
la estructura católica se puso en marcha para trabajar en el salvamento de
judíos. En los sótanos de las abadías y los conventos se instalaron imprentas
clandestinas para elaborar pasaportes falsos. Sólo faltaba un enlace que
transportara las fotos y los papeles hasta esas imprentas y que después llevara
los documentos a los judíos en peligro.
Ahí entraba Gino
Bartali: ninguna patrulla se atrevería a detener el entrenamiento de un héroe
nacional para registrarle. De modo que Bartali pedaleaba hasta los conventos,
pasaba con su bici a una sala, soltaba el sillín y el manillar y metía los
papeles dentro de los tubos de la bicicleta. Después, volvía a las carreteras y
recorría las parroquias de la región para entregar los documentos a los curas
compinchados, quienes luego se los pasaban a los judíos. Otras veces, los
entrenamientos de Bartali servían de guía para indicar a los fugitivos cuáles
eran los caminos más fiables para escapar o para llegar hasta algún refugio
seguro.
Gino Bartali
jamás habló de su participación en aquella red clandestina. Murió en mayo de
2000, a los 86 años, y a su entierro en Florencia acudió una muchedumbre
espectacular. Tres años después de la muerte de Bartali, los hijos de Giorgio
Nissim sacaron a la luz varios cuadernos de apuntes de su padre, con todos los
detalles de aquellas operaciones para salvar a los judíos, y entonces se
conoció la verdadera talla heroica de Bartali. Se sabía que los entrenamientos
por la Toscana de 1943 y 1944 le valieron para mantener la forma y para
completar la proeza de ganar el Giro de 1946, diez años después su primer
triunfo en la ronda italiana, y para ganar el Tour de 1948, también diez años
más tarde. Pero pasaron sesenta años antes de que se conociera el verdadero
valor de esos kilómetros por las rutas de Toscana: había contribuido a salvar
la vida de 800 judíos. Bartali nunca habló de ello. Se limitó a cumplir con su
deber.
Capítulo del libro Plomo en los bolsillos. Seguir el enlace: http://librosdelko.com/2012/plomo-en-los-bolsillos/#.UI787WfD-gY
Capítulo del libro Plomo en los bolsillos. Seguir el enlace: http://librosdelko.com/2012/plomo-en-los-bolsillos/#.UI787WfD-gY
Fotos: 1-Gino Bartali 2- Fausto Coppi
Guauuuuuu... Que relato. Que historia. Gracias por compartirlo.
ReplyDeleteSaludos desde Argentina.
Gustavo