Pablo Cingolani
No escribiré sobre la “pérfida isla” sino en
torno al primer libro de Leopoldo Brizuela que se titula así: Inglaterra.
Una fábula. Tuve la ocasión de leerlo apenas se publicó, tras haber
obtenido un premio literario, el año 1999. En esa ocasión, el jurado galardonó
también a otra novela de escenario isleño: Kelper, de Raúl Vieytes, la
cual también pude leer, por lo cual experimenté un placer doble, ya que soy un
devoto de la literatura de islas. Universos aislados son las islas y supongo
que eso tiene su correspondencia natural con una buena novela que si sabe
contar, si sabe evocar, si sabe transmitir, es también eso: una isla, un
universo aislado, a donde refugiarse, ampararse y olvidar las maldades del
mundo.
Entendida así la cosa, la novela de Brizuela
es, al decir de Arguedas, una isla de humana hermosura. La obra tiene el mérito
de transportarnos a un mundo maravilloso en medio de una de las geografías más
espantables del orbe. Para situarnos: las islas, los canales, los hielos del
extremo sur de América, la Tierra del Fuego, el fin del fin del mundo. Brizuela
logra convertir esos destierros y esas hostilidades en un tremendo canto a la
condición humana, un libro que halaga demasiado si se lee sólo con el corazón.
Devoto, como dije, de esta literatura de
confines ya había leído, en las mismas coordenadas, dos potentísimos libros: Fuegia
de Belgrano Rawson y La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre. Fuegia,
con su hermetismo, y La tierra del fuego, con su bondad telúrica, me
habían estremecido. Otras dos buenas novelas. Creía que ya no había lugar para
otra novela insular argentina (los libros del chileno Sepúlveda son amables
pero no califican en estos andariveles que intento bosquejar), cuando apareció
Inglaterra, y ¡oh, my God!, vaya si el señor Brizuela lo había logrado.
Su novela, insisto, abre su propio camino entre la telaraña de fiordos y de
indios, de barcos y de fantasmas que pueblan los confines continentales que en Inglaterra
son sólo el soporte de otro país, más extremo aún que esos territorios reales,
un país donde las claves son la magia y la música. Un país maravilloso, al que
sólo la escritura (y la música, el arte en suma) nos puede conducir.
Cada uno lee los libros como puede y entiende
de ellos lo que desea o no, y enmarca lo leído en lo ya vivido, en las
experiencias que lo han marcado hasta llegar a la lectura de ese libro,
incluidas desde ya todas las anteriores obras que leyó. Si pienso en otro libro
que me haya conmovido de igual forma, pienso entonces en Mascaró, el cazador
americano de Haroldo Conti. Siento la misma tensión poética recorriendo
todas las páginas del libro, siento el ímpetu del narrador de trascender el
mundo tal cual es, el oscuro realismo, y proponernos la invención de otro
horizonte, una playa donde descansar de lo obvio e imaginar algo mejor, más
nutriente. Es en esos confines imaginados donde Inglaterra se forja y se
arraiga, y es allí donde fluye y se convierte en un libro atractivo, develador y
fascinante.
Escribo todo esto motivado por la noticia que
acabo de leer sobre la próxima llegada de Brizuela a La Paz. Hace un siglo que
leí su libro, y escribo esto de memoria, en un impulso: en el fondo no estoy
escribiendo sobre el libro en sí, sino sobre la presencia del libro, sobre su
peso específico en el entramado de mi vida. Eso, supongo, se debe agradecer, ya
que un mundo sin libros, un mundo sin libros que te conmuevan, sería mucho más
horroroso de lo que es.
No volví a leer jamás a Brizuela pero sé que
se ganó otro premio, y que por eso llega a estos lares. Si leí una traducción
hecha por él de una de las novelas más crudas y ácidas que he recorrido: Nueve
noches del brasileño Bernardo Carvalho. Otro librazo que, como todos los
anotados, merecen ser leídos y recordados.
Río Abajo, 4 de julio de
2012
Del archivo del autor.
Imagen: Portada de Inglaterra. Una fábula. Premio Clarín de Novela
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