Manuel Vargas
Muy extraño me
parece que desde las alturas del poder y de un tiempo a esta parte, ya no se
defienda el sexo de las piedras. Mucha gente de la oposición se ríe
burlonamente de esta feliz expresión, ¿y qué pasa? Ni el ministro Choquehuanca
ni los sabios nativos de toda laya ni los antropólogos extranjeros salen al
frente. ¿En qué siempre andarán ocupados tantos defensores del Estado
Plurinacional?, ¿será que tan pronto se olvidaron de sus orígenes pétreos? Por
éste y otros motivos, he decidido salir yo, a enfrentar la ignorancia, a dar la
cara, a defender el sexo de las piedras. Porque sí, tal como lo leen: las
piedras tienen sexo.
Para quienes este mi primer párrafo les parece chino,
debo retrotraerme a los inicios de la historia de Bolivia, mejor dicho, del
nuevo régimen presidido por don Evo Morales. Fue entonces cuando el Ministro
Choquehuanca, quien además de sabio, es nuestro Canciller y jefe de gabinete,
dijo muchas cosas -y las sigue dieiendo. Tuvo en ese entonces el mal gusto de
contar, por ejemplo, que cuando era joven e indocumentado, caminaba por la zona
Sur de la ciudad de La Paz ofreciendo camisas o quesitos de sus pagos (ya no me
acuerdo qué negociaba), tocando puertas, caminando bajo el sol andino de las
calles occidentalizadas, digo, cuando tenía que ganarse la vida como tantos
de sus hermanos de sangre lo hacen hasta ahora. Y dice que mucha gente
salía a ver al indiecito por quien no daban ni un quinto y... no le compraban
nada. O le compraban de vez en cuando, o ¡qué horror recordarlo!, le escupían.
Así nos contó ante las cámaras de televisión. Claro, qué iban a saber estos
malcriados que ese jovencito llegaría a ser alguna vez Ministro de Estado.
Pero bueno, ya me estoy yendo por las ramas. Que Dios
me libre de hablar de las propiedades afrodisiacas de la papalisa. Porque lo
que importa y viene a cuento, es que asimismo dijo, habló, informó a quien
tuviera oídos, que se podía leer en las arrugas de nuestros abuelos, que la
coca podría ser un buen sustituto del desayuno escolar, y que, finalmente, las
piedras tienen sexo. Y mucha gente ignorante se burló de esta verdad del tamaño
de una montaña, que nada tiene que ver con esa pálida expresión occidental de “el sexo de los ángeles”. Eso de la
papalisa, de las arrugas de nuestros abuelos y de las propiedades de la coca, puede
ser discutible. Pero no lo que aquí nos ocupa.
Veamos. No es ninguna novedad que la piedra está en
los mitos andinos del origen del mundo y de la humanidad. Somos una cultura de
piedra. Tiwanaku (su puerta rajada como un sexo femenino) es una gran piedra,
aunque no sea aymara. ¿Quién no conoce la historia de los primeros hombres que
se convirtieron en piedras cuando salió el sol? ¿Y que por eso había que
construir las viviendas con las puertas dando a determinado lado y no al otro?
¿Y cómo muchísimas grandes piedras, algunos ríos, otros accidentes geográficos,
en el origen fueron humanos, y ahora son nuestros achachilas protectores?
Entonces, pues, cómo no van a tener sexo las benditas
piedras. No son piedras, en otras palabras. Son seres sagrados. Illas.
Nos cuidan y le dan sentido a nuestra vida. Si hasta en la cultura judía, Pedro
es piedra, y sobre esa roca Jesucristo construyó su Iglesia, ¿por qué no sería
otro tanto en nuestros orígenes, cuando las piedras hablaban?
Hay todo un capítulo en la obra de don Guillermo
Francovich, Los mitos profundos de Bolivia, donde se habla del mito de
la piedra. Remítanse, pues a dicho libro como si fuera el rostro de un
Achachila, y dejen de reírse de tantas expresiones que merecen nuestro mayor
respeto.
Pero no puedo quedarme, para comprobar el sexo de las
piedras, con los mitos ni con los libros escritos además por advenedizos o
dudodos filósofos con apellido croata terminado en “ich”. Lo que les quiero
contar es algo que yo mismo he vivido...
Cuando era niño, nos visitaba en mi predio rural
andino amazónico una señora, me acuerdo hasta ahora de su nombre: Cecilia, doña
Cecilia, que venía de un recoveco del cerro y se ponía a charlar con mi mamá, a
la que le decía tía. Doña Cecilia apellidaba pues Severiche, vaya, si acabo de
enterarme de que esta señora ha tenido que ser mi tía. No mi prima porque eso
de tía suena más creíble y adecuado para mi propósito. Ya.
Entonces, esta mi tía, que era como el fruto de la
misma sombra de los cerros, decía unas metáforas formidables, referidas a que
los seres humanos somos débiles, nos enfermamos, tenemos que curarnos
constantemente y que para esto es bueno tomar agua de tian-tián, y para esto
otro... ¡Atájenme! Resumía esta señora, definiendo al hombre (y a la mujer) con
una metáfora: “somos como sombras mal paradas”.
¿Y, doña Cecilia, qué es bueno pal corazón? Y ella
decía: Pues, hay que buscar una piedra hembra. ¡Santo remedio! ¿Y cómo se come
eso, doña Cecilia? No se come, se toma. Buscas la piedra hembra (son esas medio
redonditas y harinosas, que se van rompiendo como capas), las raspas, las
mueles, las haces hervir, y eso tomas. Con eso te sanas del corazón.
Y para mí, eso es suficiente prueba de que las piedras
tienen sexo, y que se vayan los mitos y los libros a rodar.
Entonces, vuelvo a mi duda y a mi extrañeza. ¿Por qué
estos señores (y señoras) del gobierno, ya no defienen tamaña verdad dicha por
su Ministro de Relaciones Exteriores? ¿Será que se han pasado al otro bando, al
que tanto dizque odiaban, o que, simplemente, con el ejercicio del poder a como
dé lugar, se les ha adormecido el corazón, o simplemente no lo tienen en sus
vacíos pechos, bronces resonantes (como dijo San Pablo) donde hace falta el
amor?
10/2012
Y a mi me dijo un callawaya, que cuando alguien tiene una presencia muy debíl ande con una piedra macho en la cintura, que es la piedra amarilla puntiaguda que hay en los calvarios.
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