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La guerra de la guerra
Mihály Babits
Hasta mis treinta años, solo había conocido la guerra de los libros, si es que esto se puede llamar conocimiento; vi en ella un tema de la literatura y de la historia. Si de vez en cuando encontraba su nombre o sus huellas en la vida real, me arrebataba aquel sentimiento romántico que normalmente se apodera de nosotros en los momentos en que la vida cobra un tinte literario y, como suele decirse, “se las apuesta con la literatura”. El padre de mi madre había participado en la Guerra de Independencia. Yo no lo conocí, pero en la casa de mi abuela, en la que pasaba los veranos de mi infancia, colgaban de una gran tabla cubierta de paño verde y colocada en la pared, armas que le habían pertenecido; había entre ellas un sable que yo siempre admiraba pensando en que quizás con él hubiera andado matando austríacos. Todo eso fue pura ficción y leyenda. Sin embargo, vivía aún entre los familiares otro “testigo de los grandes tiempos”, un señor anciano, que me tenía un afecto especial porque yo era al que más le gustaba escuchar sus relatos. Hablaba mucho; entre otros de Mór Perczel, de cuyo séquito había formado parte antaño; el conflicto de Kossuth y Görgey lo mencionaba como cuando se cotillea sobre las peleas de los políticos actuales. Me gustaba escucharlo, no obstante, tenía cierta sensación de desengaño. Para mí, la guerra de independencia no era eso. La verdadera guerra de independencia estaba en los libros, en los de Mór Jókai o de György Gracza. Hablar en aquel tono sobre las cosas del 48 como sobre una realidad vivida común y corriente, se me antojaba casi una profanación. Pese a todo aquello, la personalidad de este señor que narraba historias, sus muchos años y su barba blanca, su vestido de corte húngaro y su dicción oratoria sacaban de la realidad lo narrado, confiriéndole un encanto particular, que para mí era más importante que la propia historia. Carecía de semejante encanto personal aquel coronel rígido y prosaico que conocí como una de las personas con las que mi padre jugaba al whist (ciertas noches jugaban en nuestra casa) y del que había oído decir que en su día había participado en otras batallas, que había estado presente en la ocupación de Bosnia y que llevaba una condecoración alta. No obstante, no se parecía en absoluto a un héroe y yo no era capaz de considerar la ocupación como una guerra real. Para mí era una especie de acción policial o un desfile oficial, demasiado cerca en el tiempo, en un época en la que la verdadera guerra ya ni siquiera parecía imaginable. La guerra pertenecía al pasado y a los libros.
Esto entonces, incluso me dolía porque sentía que el mundo se había vuelto gris y dejaba muy escaso margen a la Aventura; de modo que busqué una compensación en los libros. Más tarde, a los libros se sumaron los periódicos que hablaban por ejemplo de la Guerra de los Bóeres o de la Guerra hispano-estadounidense o bien de la Guerra ruso-japonesa. Esas guerras estaban lejos, como las que figuraban en los libros, se disputaban entre pueblos lejanos y extraños y tenían índole exótica o colonial. Todo aquello que ocurría fuera de Europa era como si sucediese en el trastero. Esas guerras lejanas me daban la misma sensación que habrían dado en su momentolas atrocidades de la trata de esclavos a los europeos cultos: se consideraban una mácula del mundo moderno conservada en determinadas capas; o eran como las injusticias sociales, que con el desarrollo de la civilización se vuelven cada vez más clamorosas, sin embargo, el espíritu y la moral protestan y luchan contra ellas con mayor ímpetu. Es posible, sin embargo, que estas terribles sombras y pecados sean inherentes a la civilización emergente de la misma forma que las estadísticas de accidentes están relacionadas con el incremento de vehículos, ya que se consideran un sacrificio necesario y no hace desistir a nadie del uso del coche. En esos tiempos ya leía a Tolstoi y a mí también me inquietaba “la esclavitud de nuestros tiempos”, el inhumano funcionamiento de los poderes conspiradores y la amenza que suponían las gigantescas luchas entre naciones; no obstante, no seguí al profeta en sus desesperadas conclusiones finales. Pensé, temblando y sin respirar, en el peligroso y caro equilibrio; pero secretamente agradecí al destino la existencia, al menos, de ese equilibrio. El precio de la tranquilidad de la cultura europea era tremendo, sin embargo, ningún precio pagado por ella parecía demasiado alto. El gesto de Sansón parecía una locura en aquel mundo variable. Nuestra cultura se había concebido en pecado y junto con lo bueno había que aceptar también lo malo antes que derribarlo todo. De todas formas, Port-Arthur y Tsushima estaban lejos, no estaban en Europa. Ésa era una verdad no tanto geográfica, sino, más bien,metamática. En Europa, aquellas cosas ni siquiera se imaginaban. Era justamente la horrible contingencia la que ofrecía una garantía de que aquello no llegase a suceder. Era imposible que los guardianes del equilibrio no fueran conscientes de su tremenda responsabilidad…
Así que tranquilamente, para usar una frase popular de aquella época, “recogíamos flores en lo alto del volcán”. Eramos conscientes de andar sobre un volcán, sin embargo esa sabiduría no era más que una especie de “excitación poética” en nuestras vidas pobres en acontecimientos; ni se nos pasó por la cabeza que el volcán pudiese entrar en erupción de verdad. En aquel entonces, la guerra aún formaba parte de la literatura, pero poco a poco comenzaba a pertenecer a otro tipo de letras diferentes a las que había pertencido hasta ese momento; en vez de ser parte de la literatura del pasado y de la historia, pasó a formar parte de la literatura de la fantasía y lo posible. Eran los tiempos de la novela fantástica, la época de esplendor de H. G. Wells. La guerra, como los libros, significaba la aventura, que sin embargo no era real, así como un milagro posible, que nunca ocurriría. ¿Quién describirá, un día de estos, el momento en el que aquella hipotética aventura se convirtió en real, en el que se volvió el milagro una necesidad, como la princesita de los cuentos que, de repente, se convierte en sapo?
Estaban los que saludaban entusiasmados a la aventura y al milagro pero en el segundo minuto se daban cuenta de que la aventura cotidiana deja de ser aventura y de que el milagro hecho realidad, deja de ser milagro. Yo tenía la sensación de que el destino hubiera roto un acuerdo de manera que las competenecias se desordenasen. Por mi parte, estaba libre de ese acuerdo. Aceptaba Port-Arthur y Tsusima, pero con la condición de que en la cima, en Europa, todas aquellas monstruosidades mantuvieran, a pesar de todo, cierto equilibrio; como los movimientos del malabarista, que sirven únicamente para que el plato que gira en la punta de la varilla no caiga. En cuanto desaparece el equilibrio ¿qué sentido tiene todo esto? Había aceptado las barbaridades por amor a la cultura y ahora las barbaridades invadían la cultura. Había aceptado la amenza de una guerra como un elemento de la aventura de la vida, porque la aventura significaba libertad y posibilidad. Sin embargo, ahora tenía delante la guerra misma, que era mera prisión y desesperanza. En vez de un prodigio glorioso o temible, capaz de revolver la perezosa vida, no trajo más que esta degeneración ciega e impotente, que iba a la deriva en la corriente de un destino aburrido y maldito. ¡Era un destino implacable, que lo invadía todo, que cautivaba toda la vida! Había quedado una sola felicidad: la de evadirse de ella, aunque solo fuera por unas horas, y un único lugar al que se podía escapar: la fantasía, el reino del espíritu. Quizá no sea de extrañar que durante la guerra mundial se multiplicaran los libros. Esos libros constituían un frente contra la guerra, que no hacía mucho parecía pertenecer al mundo de los libros y la literatura… De allí volvió de nuevo, de forma irregular, a lo que llamamos la vida.
Ahí ya no estaba en su lugar; se volvió extraña, tímida, sin clase y horrible. De vez en cuando hojeaba los libros con un amargo suspiro para consultar la historia de viejas guerras; la guerra mundial había derribado en mí, no solo la estatua de la paz, sino también la de la guerra. Toda mi alma se rebelaba contra ella y no me encontraba solo con mi exasperación: los mejores espíritus de Europa y de mi patria estaban conmigo, los libros constituían un frente… Más allá de la guerra tenía lugar otra guerra más profunda y más secreta. En ésta se enfrentaba la propia Guerra con los libros. Al principio de la guerra mundial, todo libro verdadero estaba, en el fondo, contra la guerra; no por otra cosa que por el mero hecho de ser un libro, es decir: espíritu y libertad; en cambio, la guerra es materia, fuerza y prisión. La literatura entera era pacifista.
¿Continua siendo así desde entonces hasta hoy día? Otra vez hay “guerra allí fuera en el mundo” y al hacer un examen de conciencia, me pregunto pensativo: ¿qué siento en este nuevo encuentro con la Guerra? Temo por el destino de mi pequeña nación, éste es mi primer y más natural sentimiento, me gustaría huir de las atrocidades, sin embargo, no puedo evitar que me afecte en el fondo de mi alma, aquello que a todo hombre le afecta. Se han quebrantado naciones en un heroismo ciego, se han vuelto a levantar “las sombras del Norte”, y se despiertan en mí los recuerdos trágicos y emocionantes de la época de las guerras de independencia, que habían llenado mi juventud. Por otro lado, veo también la gran maquinaria de los terribles poderes, las barbaridades planeadas oficialmente que han agitado las grandes penas de mi edad viril y han engendrado sus protestas humanas. Las posiciones no han cambiado: la guerra sigue representando hasta hoy día la materia y la fuerza; mientras que los libros, el espíritu y la libertad.
No obstante, se experimenta un gran cambio, al efrentarse el espíritu con la materia y con sus temerarios principios: parece que las voces pacifistas hoy día no son muy actuales. La gente se ha percatado de que tras la guerra existe otra guerra más oculta, que con una simple paz no se puede acabar.
Las operaciones equilibristas han perdido su crédito. Volver a instalar la cultura en la punta de las bayonetas ya no será posible. Y esto será tanto más cierto cuanto más agudas sean las bayonetas. No son los alemanes los que luchan contra los ingleses o al revés; es el Hombre el que lucha contra algo que lleva dentro de sí mismo y de lo que quiere librarse. La humanidad debe vencerse a sí misma, a sus propias fuerzas y posibilidades. La lucha, en realidad, se desarrolla más allá de la lucha y lo importante no son las fronteras entre países, sino las fronteras espirituales. Esta es la lucha respecto a la que hasta Cristo, al pensar en ella, mencionó la espada.
Hay que mantener esta lucha hasta el final; aquí ya no ayuda ninguna clase de pacifismo. En la lucha de las naciones y las alianzas podemos (y debemos) ser excelentes. No arriesguemos el bien de nuestra nación por nada y por nadie. Somos húngaros, libres, independientes y amantes de la paz. Al mismo tiempo, somos humanos —y hay otra lucha y en ella son soldados los que llevan como uniforme el cuerpo humano.
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Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez
De Rincones literarios/El ensayo que publicamos a continuación data de 1939. Lamentablemente, nos parece un texto que llama la atención por su actualidad.
Foto: Mihály Babits en su hogar
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