Basta con mirar fotos de Hitler, Mussolini, Pinochet, Franco, Somoza o Trujillo para adivinar que una buena parte de los líderes totalitarios llevan en el alma un rencor inmarcesible, una falta de humor visceral que los impulsa a fabricar odios a gran escala, a sembrar el miedo en sus vasallos como estrategia primigenia, y cualquiera dudaría que tuviesen la capacidad para esbozar siquiera una media sonrisa ante un buen chiste contado por un amigo cercano o al disfrutar de una película de Charles Chaplin.
Pero no todas las versiones de tirano responden por igual al arquetipo del rostro amarrado y la mueca de desprecio permanente; algunos, como Fidel Castro o Hugo Chávez, pueden llegar a reír, incluso a ser encantadores en determinados círculos, pueden contar chistes, cantar y divertirse, siempre y cuando sean ellos quienes pongan las reglas y no se le ocurra a nadie usar a sus intocables y sagradas figuras como material de broma.
En eso hay que reconocer que el comandante en jefe cubano ha sentado cátedra. Sus interminables discursos de otras épocas siempre eran aderezados con esporádicos chascarrillos, casi siempre fustigando al enemigo imperialista y ofreciendo a su auditorio aquel supremo personaje de líder carismático, capaz de sonreír y hasta soltar alguna que otra carcajada. A menudo podía vérsele rodeado de niños y hasta coqueteando, no sin cierta discreción de galán otoñal (viejo verde en décadas posteriores), con alguna que otra chica guapa que apareciese en sus recorridos y homenajes. Pero desde los primeros años de la revolución cubana fueron eliminados los periódicos de humor independiente. El semanario Zig Zag, que durante siete años había satirizado a los políticos y resistido la dictadura de Fulgencio Batista, no sobrevivió ni un año bajo el gobierno revolucionario, y las parodias que satirizaban al comandante rebelde fueron prohibidas de cuajo. El actor Leopoldo Fernández, el inolvidable Trespatines de La Tremenda Corte, fue censurado por sus alusiones cómicas al caudillo, y el primer imitador que caracterizó a Castro, Armando Roblán, abandonó la isla en cuanto le fue posible y antes de que sobre él cayese la ira del todopoderoso.
Zig Zag había sido cofundado por el gallego (nacionalizado cubano) Cástor Vispo, y la misma suerte sufrió el show radial por él creado. La Tremenda Corte sobrevivió algunos meses en una versión para teatro, que fue directamente atacada por las autoridades con todo y balacera, y el actor Leopoldo Fernández pasó un mes en arresto domiciliario antes de marcharse definitivamente del país. Cástor Vispo permaneció en la isla, donde murió olvidado años después, y su show nunca más fue escuchado dentro del territorio nacional.
Durante más de cincuenta años en los medios de comunicación cubanos —controlados por una misma persona— ha sido imposible usar el recurso de la sátira si el objeto del chiste fuese no ya alguna figura gubernamental, sino hasta las propias instituciones oficiales. No es posible hacer chistes con la policía o los funcionarios del Estado.
Mucha gente se pregunta por qué en tantas películas cubanas modernas aparecen los policías con el viejo uniforme verde olivo en lugar de los uniformes azules reales, reglamentarios desde la década del setenta. La razón es que, para que aparezca en cine o televisión de ficción un policía uniformado, el libreto debe antes pasar por varios filtros de censura en el Ministerio del Interior, como después debe hacerlo la puesta en pantalla, antes de llegar a los espectadores. Por ello los realizadores han optado por soslayar este detalle de la realidad antes que meterse en camisa de once varas con las autoridades.
El sentido del humor castrista, por otra parte, además de resultar tendencioso y censurador, siempre poseyó un espíritu burgués, o hasta monárquico que, a veces de manera muy obvia, aparecía en sus bromas y anécdotas hilarantes, en libros laudatorios posteriores y documentales. El relato de Fidel de cuando casi mata a Nikita Krushev en una cacería organizada por el líder soviético, las tardes agradables pescando agujas en yate con el Che Guevara, este último muy poco diestro en la sofisticada práctica, las tardes de golf, o la célebre broma que hiciera a Hugo Chávez en el estadio de beisbol Latinoamericano (El Cerro, La Habana) son parte de un ambiente elitista que difícilmente disfrutarían los simples mortales a no ser en relatos o imágenes de segunda mano.
En aquella ocasión, en 1999 y durante un juego de exhibición entre veteranos cubanos y venezolanos, donde ambos presidentes dirigían a sus equipos de béisbol —Chávez aún podía jugar—, Fidel Castro fue sustituyendo paulatinamente a sus peloteros retirados por jugadores en activo del equipo nacional, disfrazados de viejitos, hasta que la broma se descubrió y todo acabó entre carcajadas. Este tipo de mascarada no hubiese sido posible si el comandante isleño no tuviese en su poder, y bajo su mando directo, tanto al equipo nacional de béisbol —es por todos sabido que las llamadas misteriosas que recibía el manager del team Cuba en eventos como el Clásico Mundialista, para cambiar un pitcher o forzar una jugada, eran hechas directamente por Fidel Castro al teléfono celular de su hijo Tony, médico de la selección—, como al estadio más grande del país, como a las maquillistas de la televisión que mandó a buscar para caracterizar a los peloteros, y hasta a los cincuenta mil espectadores en vivo y millones más por televisión que no pudieron disfrutar del tope real entre veteranos sino de un inesperado astracán organizado por Su Majestad, sólo para embromar a su más querido pasante y apóstol. Su chascarrillo se sostenía sobre un engranaje monárquico que nadie más sino él hubiese podido mover, pero su sentido del humor, que incluía esa capacidad de reír en público que tantos otros dictadores se habían negado antes a sí mismos (su antecesor Batista, por ejemplo), funcionaba siempre que la diana para los chistes fuese siempre otra persona. Jamás el poder propio, o sus símbolos.
Hugo Chávez, dictador con menor capacidad totalitaria que su mentor para doblegar por completo las libertades civiles o eliminar la propiedad privada de la superficie venezolana, pero con iguales ambiciones de permanencia en el poder y armado con un sistema envidiable de accesos al control ciudadano, ha demostrado también poseer muy poco sentido del humor cuando se trata de opiniones adversas a su augusta presencia. Por un lado puede hacer chistes en contra de sus opositores o del presidente estadounidense en su programa de televisión, payasear tocando de mentiritas una guitarra eléctrica en un acto de campaña, o hasta cantar rancheras al momento de imponer una medalla bolivariana al Chente Fernández, pero su rostro seguramente recupera su naturaleza hosca, militar, cada vez que lee los divertidos artículos de la publicación digital El Chigüire Bipolar, repletos de crítica hilarante a su enajenada gestión presidencial, tal y como como perdió la compostura en rueda de prensa, al ser interrogado por la corresponsal de Radio Francia, Andreína Flores, a quien llamó “ignorante” y otras iracundas lindezas en el Palacio de Miraflores.
En enero del 2011 Hugo Chávez obligó a una cadena privada de televisión a dejar de transmitir la telenovela colombiana Chepe Fortuna, donde un personaje humorístico, una señora chusca llamada “Venezuela”, tenía de mascota a un perro llamado “Huguito”. En aquel momento su primera reacción pública fue expresar: “¡Ah, qué irrespeto para Venezuela! ¡Ah, qué horrible esa novela!”, en esa clarísima conjunción de iconos totalitarios en los que el caudillo pasa a ser la encarnación de la patria.
Ambos gobernantes han tenido a bien usar, por herencia legítima, una influencia casi macabra en sus pasatiempos personales: la del totalitarismo soviético y su máximo dictador, Iósif Stalin. Aquel camarada gustaba de embromar a sus subalternos con amenazas de fusilamiento o campos de trabajos forzados, los cuales a veces tardaban semanas en averiguar si la cosa iba en serio o no. Ostentando un poder tan absoluto, era comprensible y normal que saludase a algún oficial, a su paso por los pasillos del Kremlin, y le preguntase cómo era posible que aún no hubiese sido arrestado, y seguir camino sin importarle las consecuencias morales de su chiste, mucho menos el terror inmediato sembrado en el corazón del súbdito.
Stalin podía, con mayor omnipotencia aún que la castrista, encargar una estatua para celebrar el aniversario de Alexander Pushkin en la que no aparecía el escritor sino el propio gobernante con un libro de Pushkin en las manos. Era una manera de burlarse del pasado burgués del genio ruso, al mismo tiempo que podía mandar a la Siberia a quienes no respetasen aquella ley soviética que consideraba “boicot capitalista” a cualquier chuscada que pusiese en ridículo al sistema socialista o a sus representantes.
Muammar el Gadafi
En el mundo árabe —tan pródigo como el contexto latinoamericano en engendrar tiranos de opereta— siempre fue famosa la risa de Muammar el Gadafi. Su perverso sentido del humor y sus apariciones bufonescas con disfraces y maquillaje se volvieron un arma mediática que pretendía hacer creer al mundo que todo en Libia estaba bien y que se burlaba sin consecuencias del enemigo imperialista y sus secuaces. Y ya sabemos de sobra la poca gracia que le causaba la oposición a su régimen y como tildaba de “ratas de alcantarilla” a aquellos que finalmente lo derrocaron, aquellos que, vaya chiste, lo encontraron escondido precisamente en una alcantarilla. Su muerte fue, en sí, una broma de muy mal gusto, tan soez y repugnante como su propia tiranía.
Y es que la sátira no es algo que pueda alimentarse naturalmente en medio de tanta solemnidad forzada, de tantos años invertidos por un tirano totalitario en fabricar patetismo y simbologías nacionales elaboradas para ser veneradas con total seriedad y devoción, rescribiendo la historia nacional y poniéndose a sí mismo como el elemento cumbre de ésta. Por todo ello es fácil concluir que, entre otras muchas maneras de ubicar y caracterizar a un dictador, se destaca la de su falta de sentido del humor, o bien su humor unidireccional, ése que puede convertirse muy rápido en mal humor si la sustancia de la broma es en contra suya o en contra de su lúgubre sistema de valores.
Para su mala suerte, el tirano siempre acabará, tarde o temprano, caricaturizado y ridiculizado. Todos terminan recibiendo, a mediano o largo plazo, y aunque no todos lleguen a padecerlo en vida, un tratamiento similar al que recibió Hitler en El Gran Dictador de Chaplin. La comedia y el gracejo popular siempre terminan mofándose, para salud espiritual de la humanidad, de cada ego dictatorial que alguna vez soñó con la gloria y sometió naciones enteras a su caprichosa voluntad.
De The Clinic online, 21/10/2012
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