Pablo Cingolani
La historia es así, sumarísima: una ballena gigante encalla en la playa de una ciudad alemana, al final de la Segunda Guerra Mundial. La gente se moría de hambre, la ciudad (podemos imaginar que era Kiel) estaba destruida, como todas las demás. La ballena agoniza y la gente, sorprendida por la novedad, acude a verla sucumbir a orillas del mar Báltico. Pasan las horas, pasan algunos días, el cetáceo sigue vivo pero las personas ya no se sorprenden ni se apiadan de la bestia: empiezan a verla como comida, para mitigar su ausencia. Pero nadie se anima a tocarla. No es una vaca, no es una gallina: es un monstruo mítico y desconocido que vino, vaya a saberse porqué, a padecer a esa playa. Hasta que uno, alguien, cualquiera, rebana con un cuchillo un trozo de la carne del animal, lo envuelve entre sus ropas, sangrante y caliente, y se va a su casa, a alimentar a su mujer y sus hijos. Luego, todos seguirán su ejemplo. Mutilarán a la ballena, que seguirá viva varios días más, para proveerse de sustento. Lo hacen de noche, a oscuras y avergonzados, aunque todos saben que están haciendo lo mismo. La ballena, llagada al extremo, martirizada sin remedio, al final, muere.
Cuando algún yámana de las islas al sur de la Tierra de Fuego, avistaba una ballena moribunda en alguna playa de esos confines del mundo, lo primero que hacía era avisar a los suyos. Una vez anoticiados, los suyos –su familia, su clan-, avisaban a las otras familias, a los otros clanes, que un coloso de los mares estaba agonizando en el lugar indicado por quien la había visto primero. Todos acudían, desde sitios remotos, sin dudarlo un minuto. En su economía de escasez perpetua, una ballena era una fuente poderosa y abundante de proteínas y de grasa, que todos precisaban para resistir los climas gélidos más extremos de la Tierra. Una vez reunidos, uno, alguien, pero no cualquiera, invocaba al espíritu de la ballena y agradecía a las corrientes del océano por semejante provisión y regalo de la naturaleza, hostil pero generosa. Luego, unos, algunos, procedían a matar al animal y a trozarlo para repartir su carne entre todos. El festín duraba varios días, todos los necesarios para comerse una ballena entera. La playa se llenaba, por algún tiempo, con las luces de los fogones y con las animadas conversaciones de los invitados al banquete. Una vez concluido, todos se despedían y se iban en sus canoas, opíparos y agradecidos, cada cual por donde había venido.
Borges, en su Deutsches Requiem, se preocupó por tratar de entender el destino alemán -según él, el trágico destino de Alemania, o sea la civilización de Kant, de Beethoven y de Schopenhauer, tras la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial. La historia de la ballena no figura en su obra; sí en unos escritos entrañables de Antonio Tabucchi que cuentan sobre las Islas Azores, naufragios y cetáceos. El libro se llama La Dama de Porto Pim y merece ser leído cada línea.
La historia de los yámanas de la Tierra del Fuego fue narrada innumerables veces en cada bitácora de viaje de quienes se aventuraban por esos extremos del mundo. Durante el siglo XIX, abundan esos relatos, ya que el comercio entre los continentes y la caza de animales marinos –de donde se extraía sebo para alumbrar las ciudades- se hizo febril por esas islas, esas caletas y esas angosturas. En cada caso, la comida colectiva de los yámanas fue descripta como el paroxismo del salvajismo, como un acto de crueldad horripilante e incluso como una prueba, por defecto, del canibalismo de los indios.
Hoy, nadie se acuerda de la historia de la ballena mártir de Alemania, y si acaso alguien la invocase, lo cual es improbable, se dijese de ella que es una leyenda de mal gusto, un cuento absurdo, un invento de italianos resentidos.
De la historia de los yámanas tampoco nadie se acuerda, y de su destino, menos aún. Fueron exterminados con violencia y aniquilados por enfermedades por los invasores de sus territorios. Sin embargo, tras un siglo de no existir, en la actualidad, algunos estudiosos de la genética se maravillan y se preguntan cómo hicieron los yámanas para adaptarse a climas tan adversos y acuciosos lingüistas se admiran de su vocabulario de más de 32.000 palabras conocidas, tal vez el idioma más especializado de la historia humana.
La amplitud de la metáfora entre los antiguos canoeros de las islas australes de Sudamérica se ha probado mucho más rica y sutil que la metáfora nórdica, escandinava, aquella que Borges amó, aunque nadie escribió aún un Réquiem para los Yámanas.
Río Abajo, 10 de octubre de 2012
Del archivo del autor
Imagen: Physeter macrocephalus (Linnaeus, 1758), un cachalote, de la obra de Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788).
No comments:
Post a Comment