Carlos Hevia
Fernández
En vida, Leopoldo
María Panero fue un tipo incómodo, el pariente con quien nadie quiere
sentarse en la boda de un familiar, el poeta famoso a quien nadie leía, pero al
que los modernos invitaban a sus kermesses para comprobar in situ cómo es la
locura creadora, cuán grande el desatino de una mente difusa. Al verlo llegar,
con su cara de manicomio franquista, musitaban un piadoso “pobrecillo, qué
desmejorado está”, y después se situaban cómodamente en la butaca a aplaudir
los balbuceos de un muerto.
Leopoldo María
llevaba muerto y enterrado muchos años, aunque su iglesia gustara de
desenterrarlo de vez en cuando y llevarlo en procesión a vía crucis en misas
ateas donde le coreara un público de dandis, profesores de literatura y
diletantes. Aunque no tuvieron demasiadas oportunidades de pasearlo ni
aplaudirlo; el último Panero, el superviviente de una saga devastada, no se
dejaba, era un tipo íntegro que se negó a convertirse en fenómeno maldito, en
atracción morbosa de feria. Y en estos tiempos de literatos de pega que firman
libros que otros escriben, sus poemas, relatos y ensayos son abrumadoramente
suyos, no de negros de editorial.
El deber del
poeta es explicar la vida, esta putada con fecha de caducidad, tratando de
embellecer la podredumbre que nos acecha desde los rincones oscuros, donde no
llega la luz de las farolas. Algunos como Leopoldo se meten demasiado en el
papel y sólo escriben sobre la ruina, la depravación y la muerte. Seccionando
cortes cerebrales, buceando en los pliegues secretos, sorteando la
incomunicación, hiriéndonos con sus visiones.
Puede que fuera
tan buen lector de poesía como poeta; sin embargo, nadie lo llamaba para hablar
de poesía, lo querían tener delante para sentirse reconfortados ante la ruina
mental de un lunático medicado durante décadas. Incluso se permitían frivolizar
preguntándole sobre el manicomio, como si fuera el hotel con vistas al mar en
el que vivía sin complicaciones, asistido por mayordomos que le traían el
Haloperidol mezclado con Vega Sicilia a las horas precisas.
Nadie quiere
vivir en un psiquiátrico, no es posible hacer abstracción de lo que te rodea.
Porque lo que te rodea son seres humanos defectuosos, de miradas turbias por
las camisas de fuerza químicas que los consumen, neurolépticos y antipsicóticos
en el desayuno, la comida y la cena. Te rodean suicidas que lo intentan una y
otra vez, esquizofrénicos visionarios a los que visita la Virgen María para
entregarles cruciales mensajes de salvación que nadie quiere escuchar.
Aparcados como coches rotos en un desguace en las afueras. Ésa era la familia
de Leopoldo María. Y supongo que también su inspiración.
Hay poetas
“oficiales”, algunos distinguidos con solemnes condecoraciones y premios,
entregados por reyes y ministros. Citados por políticos analfabetos para
presumir de intelectualidad -Aznar mencionaba a Luis Cernuda, Zapatero a Antonio Gamoneda-. Nadie se
acercó nunca a hacerse una foto con Leopoldo María Panero, ajeno a las
convenciones sociales, conversador tumultuoso y desquiciado, fumador
compulsivo, molesto.
Ahora que por fin
es “alguien que ha muerto quién sabe hace cuánto, en qué ciudad, entre
marineros ebrios”, ahora que se fue el personaje y queda sólo su literatura,
puede ser un buen momento para, al menos, hojear sus escritos. Su Croupier
del Mississippi, su Pavane pour un enfant defunt, cualquiera de
sus fieros poemas tan descriptivos, tan irremediablemente suyos.
*Por respeto a
los enfermos mentales y a nuestros lectores y por un escrupuloso sentido de la
vergüenza, omitimos el vídeo de Enrique Bunbury, Carlos Ann y Leopoldo María
Panero. De nada.
_____
De NEVILLE,
10/03/2014
Fotografía:
Enrique Bunbury y Leopoldo María Panero
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