Por: Hinde Pomeraniec
Ilustración: Pablo Lobato
Ilustración: Pablo Lobato
A Catalina la Grande le gustaba llamarla Táuride como hacían los griegos, que para Catalina eran el colmo de la civilización. Fue justamente durante su reinado que, en 1783, como corolario de una de las periódicas guerras con los turcos, Rusia anexó a Crimea, una península ubicada entre el Mar Negro y el Mar de Azov por donde habían pasado a lo largo de los siglos escitas, romanos, griegos, godos, judíos, genoveses, mongoles, armenios y tártaros. La necesidad de Catalina era geoestratégica: una nueva salida para sus barcos y una potente demostración de fuerza a Occidente. Pero la zarina podía contar además con una razón religiosa de peso: para los rusos, Crimea es un territorio sagrado porque, sostienen, fue en la antigua colonia griega de Quersonesos, en las afueras de lo que hoy es Sebastopol, donde en el 988 fue bautizado el príncipe Vladimir de Kiev, llevando la cristiandad a esa población. Desde siempre los rusos se erigen en guardianes de todo aquello que tenga que ver con su origen y su cultura. El historiador británico Orlando Figes explica en su inagotable ensayo “Crimea”: “Dentro de la ideología fundacional del estado zarista (…) el imperio ruso fue concebido como una cruzada ortodoxa”. En resumen: se trata de un “nosotros” contra “los otros”. Y ese “nosotros” puede no estar en casa, es decir, puede estar en la casa de otro, pero seguimos siendo sus tutores. Si fuera un lema diría: allí donde haya rusos, hay Rusia.
En 1954, al cumplirse 300 años del pacto por el cual Ucrania pasó a integrar Rusia, en un gesto que la mayoría leyó como un capricho de poder, el entonces líder soviético Nikita Kruschev entregó Crimea a los ucranianos. Para Ucrania fue un regalo envenenado: desde entonces, y a pesar de ser los dueños del país más grande del planeta, los rusos buscan recuperar el territorio y ayer parecen haber iniciado el camino para darse el gusto.
La cifra es casi un chiste: un 95,5% de los habitantes de Crimea votó a favor de volver a formar parte de lo que hoy es la Federación Rusa. No fue una sorpresa, el 58% de los dos millones de habitantes de la península es de origen ruso, solo el 25% es ucraniano (algunos de ellos también de origen ruso) y el 12% tártaros, musulmanes que estaban allí cuando Catalina se quedó con Crimea y que a lo largo de los siglos sufrieron distintas formas de hostigamiento, humillaciones y hasta deportaciones masivas. Ya el 11 de marzo —en medio de la enorme crisis político-económica que se tragó al gobierno de Viktor Yanukovich, aliado de Moscú— el Parlamento pro ruso de Crimea había declarado la independencia de Ucrania: ahora podrán exhibir “la voz del pueblo” a través del voto.
Estas semanas los rusos supieron “trabajarse” el voto con milicias en el territorio, censura de medios ucranianos y su reemplazo por señales rusas. Y, sobre todo, promesas de dinero e inversiones, palabras mágicas que los crimeos (como el resto de los casi cincuenta millones de ucranianos) sueñan con oír desde hace rato. Ucrania es un país dramático, en el sentido más doloroso de esa palabra. Tironeado, sometido o protegido –según con quien se habla- por Rusia desde sus orígenes, la mitad de su población aspira a integrar la Unión Europea, mientras el resto, ubicado geográficamente más cerca de la madre Rusia, no tiene esos problemas de identidad. Para Rusia, Ucrania es bastante más que el patio trasero, es –también depende con quién se hable- un hijo, un hermano menor, un amigo entrañable. Es, además, el terreno por el que cruzan los caños del gas que Rusia le vende a Europa, una materia prima extorsiva que en los últimos años, y bien manejada por Putin, ha conseguido posicionar a Moscú como un actor protagónico de la política internacional. Por último, Ucrania, más específicamente Crimea, es la playa de estacionamiento de la flota rusa desde el siglo XVIII, una condición que Moscú no perdió ni siquiera con la independencia de Ucrania en 1991 y que conservó a fuerza de pulseadas retóricas y amenazas económicas.
En 1954, al cumplirse 300 años del pacto por el cual Ucrania pasó a integrar Rusia, en un gesto que la mayoría leyó como un capricho de poder, el entonces líder soviético Nikita Kruschev entregó Crimea a los ucranianos. Para Ucrania fue un regalo envenenado: desde entonces, y a pesar de ser los dueños del país más grande del planeta, los rusos buscan recuperar el territorio y ayer parecen haber iniciado el camino para darse el gusto.
La cifra es casi un chiste: un 95,5% de los habitantes de Crimea votó a favor de volver a formar parte de lo que hoy es la Federación Rusa. No fue una sorpresa, el 58% de los dos millones de habitantes de la península es de origen ruso, solo el 25% es ucraniano (algunos de ellos también de origen ruso) y el 12% tártaros, musulmanes que estaban allí cuando Catalina se quedó con Crimea y que a lo largo de los siglos sufrieron distintas formas de hostigamiento, humillaciones y hasta deportaciones masivas. Ya el 11 de marzo —en medio de la enorme crisis político-económica que se tragó al gobierno de Viktor Yanukovich, aliado de Moscú— el Parlamento pro ruso de Crimea había declarado la independencia de Ucrania: ahora podrán exhibir “la voz del pueblo” a través del voto.
Estas semanas los rusos supieron “trabajarse” el voto con milicias en el territorio, censura de medios ucranianos y su reemplazo por señales rusas. Y, sobre todo, promesas de dinero e inversiones, palabras mágicas que los crimeos (como el resto de los casi cincuenta millones de ucranianos) sueñan con oír desde hace rato. Ucrania es un país dramático, en el sentido más doloroso de esa palabra. Tironeado, sometido o protegido –según con quien se habla- por Rusia desde sus orígenes, la mitad de su población aspira a integrar la Unión Europea, mientras el resto, ubicado geográficamente más cerca de la madre Rusia, no tiene esos problemas de identidad. Para Rusia, Ucrania es bastante más que el patio trasero, es –también depende con quién se hable- un hijo, un hermano menor, un amigo entrañable. Es, además, el terreno por el que cruzan los caños del gas que Rusia le vende a Europa, una materia prima extorsiva que en los últimos años, y bien manejada por Putin, ha conseguido posicionar a Moscú como un actor protagónico de la política internacional. Por último, Ucrania, más específicamente Crimea, es la playa de estacionamiento de la flota rusa desde el siglo XVIII, una condición que Moscú no perdió ni siquiera con la independencia de Ucrania en 1991 y que conservó a fuerza de pulseadas retóricas y amenazas económicas.
El pulpo de imagen positiva
Los crimeos votan y se emocionan creyendo que su vida cambiará porque serán rusos. El frágil gobierno provisorio ucraniano da grititos de indignación para ver si lo socorren porque no tiene respaldo militar para pelear contra los rusos. Occidente mira escandalizado lo que ocurre en Crimea y lo califica de ilegal aunque los mismos países reconocieron la insensata independencia de Kosovo de Serbia hace exactamente seis años, en una jugada que Rusia condenó y condena. Pero en el juego de la doble vara caben todos. El mismo Vladimir Putin, que llevó la guerra a las puertas de Europa para recuperar Abjazia y Osetia del Sur de Georgia en 2008 y ahora estimula esta secesión de Ucrania, no permite que Chechenia vote por su independencia de la Federación Rusa. Es un ajedrez complicado: mientras Putin parece jugar al pulpo anexando territorios (siguiendo aquella frase rusa que dice que “el apetito llega comiendo”), internamente su imagen sube. De hecho, según las últimas encuestas, los números le dan casi un 70% de imagen positiva. Pero de eso no se come: si efectivamente Estados Unidos y la Unión Europea aplican las sanciones con las que amenazan, se terminan los negocios, se congelan las cuentas en el exterior y se imponen restricciones de movimientos en países extranjeros. Esto dañaría aún más las arcas rusas que no pasan por un momento de esplendor. La imagen positiva del gladiador expansivo podría ser sustituida rápidamente en el imaginario colectivo por la del impopular líder autoritario que recorta pensiones y salarios. Uhm, no. No parece una buena opción. ¿Entonces?
Habrá que seguir con atención los pasos de Putin, difícilmente se pierda ahora la posibilidad de quedar como el padre deseado que llega para salvar a los suyos, es que, ¡ay!, ese rol le encanta. Grandes emociones en los crimeos, grandes satisfacciones en los rusos nacionalistas. Sin embargo, la anexión formal puede demorarse años y podría no notarse siquiera, ya que de todos modos los rusos ya se movían con absoluta comodidad en Crimea. Hay otra pregunta que se hacen los apasionados de las teorías conspirativas y es si Putin se conformará con la península o va por más en una Ucrania desesperada y abandonada a su suerte. No es sencillo responderla.
En un mundo de líderes chatos, Putin parece encarnar la figura del último estadista, un político inesperado que llegó para poner a Rusia de pie luego de la humillación internacional por la caída de la URSS y la pérdida de bienes del Estado y el default. En los últimos quince años consiguió encender la mística popular, a caballo de un manejo autocrático del poder, una economía abierta al mundo y a los capitalistas amigos y una política nacional narcisista. Basta con darse una vuelta por Moscú y sus fastuosos centros comerciales para convencerse: círilico y lengua rusa para todos y todas.
Habrá que seguir con atención los pasos de Putin, difícilmente se pierda ahora la posibilidad de quedar como el padre deseado que llega para salvar a los suyos, es que, ¡ay!, ese rol le encanta. Grandes emociones en los crimeos, grandes satisfacciones en los rusos nacionalistas. Sin embargo, la anexión formal puede demorarse años y podría no notarse siquiera, ya que de todos modos los rusos ya se movían con absoluta comodidad en Crimea. Hay otra pregunta que se hacen los apasionados de las teorías conspirativas y es si Putin se conformará con la península o va por más en una Ucrania desesperada y abandonada a su suerte. No es sencillo responderla.
En un mundo de líderes chatos, Putin parece encarnar la figura del último estadista, un político inesperado que llegó para poner a Rusia de pie luego de la humillación internacional por la caída de la URSS y la pérdida de bienes del Estado y el default. En los últimos quince años consiguió encender la mística popular, a caballo de un manejo autocrático del poder, una economía abierta al mundo y a los capitalistas amigos y una política nacional narcisista. Basta con darse una vuelta por Moscú y sus fastuosos centros comerciales para convencerse: círilico y lengua rusa para todos y todas.
“Hay en él muchas cosas que no puedo evitar que me agraden, y creo que es necesario comprender su carácter y aceptarlo tal como es. Es riguroso y severo, con rígidos principios sobre el deber que nada en el mundo podría instarlo a cambiar; no creo que sea muy inteligente y tiene una mente incivilizada: han descuidado su educación: sólo se interesa mucho por temas políticos y militares, es insensible a las artes y a todas las disciplinas menos rígidas, pero es sincero, estoy segura, sincero incluso en sus actos más despóticos, porque cree que esa es la única manera de gobernar”.
Podría ser una descripción de Vladimir Putin hecha, por ejemplo, por Angela Merkel, pero no lo es. Se trata del fragmento de una carta escrita en 1844 por la reina Victoria, dirigida a su tío Leopoldo, luego de una visita secreta del zar Nicolás I a Londres, quien viajó con la intención de convencer a los británicos para que lo acompañaran en su intento de acabar con lo que aún quedaba del Imperio otomano. Victoria estaba sorprendida y entusiasmada por la franqueza brutal del impetuoso Nicolás, una rareza entre los aristócratas y los poderosos occidentales, y aunque las relaciones entre rusos y británicos pasaban por un buen momento diplomático, las ambiciones imperialistas rusas no eran bienvenidas y la desconfianza persistía. Nueve años después de aquella visita del zar a Windsor, solos y contra todos, los rusos respondían al ataque turco en los principados del Danubio, hoy Rumania, en el comienzo de la Guerra de Crimea (1853-1856). Los británicos no los acompañaron. En alianza con los franceses y con el reino de Piamonte y Cerdeña, pelearon del lado de los otomanos. Occidente necesitaba débiles a los turcos, pero no extintos: para los rusos, lo de los británicos fue una traición.
Algo perdida por lo que significaron más tarde la Primera y la Segunda Guerra mundiales del siglo XX, la Guerra de Crimea fue una guerra de escala internacional y, consideran los historiadores, la primera guerra total, que involucró a civiles y dio origen a crisis humanitarias de hambre, enfermedades y masacres por limpieza étnica. Fue, también, la primera guerra moderna, con barcos de vapor, ferrocarriles, rifles, fotografías y telégrafo. Crimea fue la primera guerra que tuvo enviados especiales de los diarios para cubrirla, lo que la convirtió en un conflicto comunicado y fotografiado como nunca antes. Fue, finalmente, la última guerra con códigos, como las treguas para retirar los heridos y los muertos del campo de batalla.
Los nobles que pusieron en marcha esa guerra posiblemente no tenían en claro por qué lo hacían, una extraordinaria mezcla de diferencias religiosas y comerciales más las necesidades geoestratégicas de todos los actores convergieron en un conflicto bélico que duró tres años, en donde Rusia fue derrotada, y que terminó con la vida de entre 750 mil y un millón de personas, entre militares y civiles, de los cuales la mitad eran rusos. Queda claro que el enviado ruso no era la persona adecuada para negociar con los otomanos. El emisario de Nicolás fue el príncipe Alejandro Menshikov, un aristócrata ruso que dominaba seis lenguas y se destacaba por su odio a los turcos, un odio seguramente comprensible: Menshikov había combatido integrando las fuerzas del zar en una de las guerras contra los otomanos, en Balcanes, en donde resultó herido por una bala de cañón en el ano y el cirujano se vio obligado a amputarle los testículos.
Podría ser una descripción de Vladimir Putin hecha, por ejemplo, por Angela Merkel, pero no lo es. Se trata del fragmento de una carta escrita en 1844 por la reina Victoria, dirigida a su tío Leopoldo, luego de una visita secreta del zar Nicolás I a Londres, quien viajó con la intención de convencer a los británicos para que lo acompañaran en su intento de acabar con lo que aún quedaba del Imperio otomano. Victoria estaba sorprendida y entusiasmada por la franqueza brutal del impetuoso Nicolás, una rareza entre los aristócratas y los poderosos occidentales, y aunque las relaciones entre rusos y británicos pasaban por un buen momento diplomático, las ambiciones imperialistas rusas no eran bienvenidas y la desconfianza persistía. Nueve años después de aquella visita del zar a Windsor, solos y contra todos, los rusos respondían al ataque turco en los principados del Danubio, hoy Rumania, en el comienzo de la Guerra de Crimea (1853-1856). Los británicos no los acompañaron. En alianza con los franceses y con el reino de Piamonte y Cerdeña, pelearon del lado de los otomanos. Occidente necesitaba débiles a los turcos, pero no extintos: para los rusos, lo de los británicos fue una traición.
Algo perdida por lo que significaron más tarde la Primera y la Segunda Guerra mundiales del siglo XX, la Guerra de Crimea fue una guerra de escala internacional y, consideran los historiadores, la primera guerra total, que involucró a civiles y dio origen a crisis humanitarias de hambre, enfermedades y masacres por limpieza étnica. Fue, también, la primera guerra moderna, con barcos de vapor, ferrocarriles, rifles, fotografías y telégrafo. Crimea fue la primera guerra que tuvo enviados especiales de los diarios para cubrirla, lo que la convirtió en un conflicto comunicado y fotografiado como nunca antes. Fue, finalmente, la última guerra con códigos, como las treguas para retirar los heridos y los muertos del campo de batalla.
Los nobles que pusieron en marcha esa guerra posiblemente no tenían en claro por qué lo hacían, una extraordinaria mezcla de diferencias religiosas y comerciales más las necesidades geoestratégicas de todos los actores convergieron en un conflicto bélico que duró tres años, en donde Rusia fue derrotada, y que terminó con la vida de entre 750 mil y un millón de personas, entre militares y civiles, de los cuales la mitad eran rusos. Queda claro que el enviado ruso no era la persona adecuada para negociar con los otomanos. El emisario de Nicolás fue el príncipe Alejandro Menshikov, un aristócrata ruso que dominaba seis lenguas y se destacaba por su odio a los turcos, un odio seguramente comprensible: Menshikov había combatido integrando las fuerzas del zar en una de las guerras contra los otomanos, en Balcanes, en donde resultó herido por una bala de cañón en el ano y el cirujano se vio obligado a amputarle los testículos.
El Occidente del dedo en alto
En 2008 Putin no titubeó a la hora de ordenar el ataque en territorio georgiano. Fueron pocos días, las fuerzas de Tiflis eran Pulgarcito al lado de la recuperada fuerza militar rusa. Todo terminó muy pronto y el Occidente del dedo en alto no comprometió su potencial militar por esas regiones. Es difícil arriesgar si la OTAN intervendrá esta vez. Pese al notable trabajo de campo de algunas ONGs occidentales, que se montaron en la insatisfacción popular para motorizar a multitudes ucranianas heladas antirrusas en la Euromaidan, todo indica que los países centrales, al igual que el Bartleby de Melville “preferirían no hacerlo”. Putin se lanza, arriesga, provoca, pero no tiene oposición franca ya que, desde el otro lado, no hay pendencieros sino un presidente debilitado y pato rengo (Obama) y una Europa tibia y en modesta recuperación luego de la peor crisis en décadas.
Cuenta Orlando Figes que, en 2006, un congreso sobre la Guerra de Crimea organizado por el Centro de la Gloria Nacional de Rusia concluyó con un documento que señalaba que aquella guerra no debía ser considerada “una derrota de Rusia sino una victoria moral y religiosa, un acto nacional de sacrificio en una guerra justa”. Algo escalofriante ese concepto de guerra justa: es claramente religioso, ni racional ni objetivo.
Por orden de Putin, y luego de décadas en la que su figura permaneció en la oscuridad de los derrotados, el retrato del autócrata Nicolás I –el visitante de la Reina Victoria, el zar que condujo las fuerzas en Crimea- hoy está colgado en la sala que antecede al despacho presidencial del Kremlin, el mismo en donde, todos los días, Vladimir Putin firma sus resoluciones.
Cuenta Orlando Figes que, en 2006, un congreso sobre la Guerra de Crimea organizado por el Centro de la Gloria Nacional de Rusia concluyó con un documento que señalaba que aquella guerra no debía ser considerada “una derrota de Rusia sino una victoria moral y religiosa, un acto nacional de sacrificio en una guerra justa”. Algo escalofriante ese concepto de guerra justa: es claramente religioso, ni racional ni objetivo.
Por orden de Putin, y luego de décadas en la que su figura permaneció en la oscuridad de los derrotados, el retrato del autócrata Nicolás I –el visitante de la Reina Victoria, el zar que condujo las fuerzas en Crimea- hoy está colgado en la sala que antecede al despacho presidencial del Kremlin, el mismo en donde, todos los días, Vladimir Putin firma sus resoluciones.
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De ANFIBIA, 17/03/2014
De ANFIBIA, 17/03/2014
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