Ramón Rocha Monroy
La muerte de Jorge Zabala Suárez es una lección de abandono y soledad y muestra que, así como todos estamos desde niños en la sala de preembarque, y algunos con pase a bordo y última llamada, sobrevivir a veces es peor que morir. Como decía un azteca, en México morir es fácil, lo difícil es vivir. No es la muerte de Zabala lo que nos conmueve sino el abandono de sus años de espera del abrazo final de la Ñatita.
Cierta vez fui a verlo a un geriátrico donde lo habían depositado y me acompañó Rosy, a quien él quería mucho. Lo vimos en un estado de postración yo diría que catatónico, tomando una sopa de tallarines en un vaso de plástico y con un babero gigante que evitaba echarse la sopa al pecho. Rosy pudo tomarlo de la mano, pero cuando yo quise intentarlo se encogió dolido y tuve que retirarme.
No quiero recordarlo así sino en el colmo de su brillantez, cuando era el señor de las palabras y una obra maestra de sí mismo. No dejó muchos testimonios escritos, pero su charla en los cafés era un elemento indispensable, tanto como una máquina express: cuando hablaba y hacía flamear sus dedos largos y elegantes o se acomodaba el mechón rebelde del cabello, pero sobre todo cuando sonreía y te miraba con la picardía que jamás tuvo Peter O’Toole, uno se sentía tan bien que las horas transcurrían al calor de sus reflexiones y su risa infantil y franca.
He insistido en que resulta difícil recordar qué decía, porque su lógica ligaba elementos opuestos a pesar de la tiranía de la razón, que nos ha enseñado a buscar afinidades, relaciones y no contrastes ni contradicciones. Lógica ratera la de la razón, que en Jorge no ejercía el mínimo dominio. Por eso es difícil citarlo, pero sí recordar algunas de sus actitudes.
No voy a olvidar cómo a mediados de los 85 hizo una larga presentación de la obra de Lautréamont previa a una genial interpretación de un capítulo de Los Cantos de Maldoror por nuestro amigo Germán Calderón, también finado.
No sé si la iluminación que prolongaba su sombra y la hacía más patética o su palabra despertaron en todos un sentimiento de afinidad extrema con Isidore Ducasse. Y todo en un sótano de la plaza Colón, al alcance de cualquier mortal cochabambino.
Quizá poco antes lo entrevisté en El Pahuichi para un programa de Televisión Universitaria que se llamaba “A la hora del café”. Minutos antes de iniciar la entrevista, el productor temió que las palabras de Jorge eludieran las normas de la caja boba y entonces apareció milagrosamente un actor de teatro y con él completamos el trío. No sé qué discutimos sobre temas culturales, ni siquiera el camarógrafo nos dio bola porque estaba embebido en las maniobras de Jorge con un par de humintas a la olla que le embadurnaban las manos y no atinaba a gobernar. Eso y la taza de café llena de azúcar concentraban su atención a tal punto que se olvidó por completo que el programa se transmitía en vivo. Creo que fue, de los pocos, un éxito y no por las cosas que el público no escuchó sino por Jorge y sus gestos. Era hombre que pedía una porción de papas fritas en bastoncitos y las llenaba de kétchup y mostaza y luego mezclaba todo con las manos y comía sin prestar atención a nada más que a su palabra incesante, de modo que a ratos sus delicadas manos parecían paletas de pintor.
Era puntilloso y hasta obsesivo para corregir sus textos que, sospecho, los hacía a pulso y los transcribía. Una noche apareció en la redacción y como todos estábamos (o hacíamos que estábamos) ocupados, abrimos su texto y lo invitamos a que él mismo lo corrigiera. De pronto se puso pálido y se dio un susto de la madona porque el texto se había perdido. Tantos escrúpulos para confeccionarlo y el texto no aparecía más. Entonces rescaté una lección de Jorge, porque la pantalla de la computadora es como un viejo palimpsesto, es decir, no es una hoja plana sino un cilindro que se va enrollando a medida que uno avanza, pero se puede volver al inicio con el cursor. Él no sabía ese pequeño secreto y pensó que la máquina le había devorado el texto a medida que avanzaba.
De ese libro sobre la coca, que corrigió una y mil veces porque tenía amor por la palabra, recuerdo una conjetura suya que, como todas ellas, era imaginativa e inteligente. Jorge decía que la palabra pichicata viene del lunfardo y es, en realidad, una versión de pizzicato, lo que los griegos dirían un escrúpulo, un tantito así para llevárselo a la nariz. Todavía no he certificado si esto es cierto, pero me parece aceptable.
Bienaventurados los que tienen el cráneo rajado porque por esas rendijas entra la luz, dicen los que saben. Quizás Jorge lo tenía y la luz le entraba a borbotones, y entonces era un conferencista brillante y un profesor universitario inagotable. Pero los amigos acabamos por destruir a estos seres cuando ya no tenemos tiempo de acompañarlos. De pronto, la vida diaria, el pan de la casa, las obligaciones cojudas de cada día te impiden ir al café o detenerte siquiera a dar a estos seres una mano de charla, que tanto necesitan, y entonces comienzan a sentir el abandono y la soledad, y estos dos jejenes acaban por corroerlos del todo. Por fin no falta alguien que traiciona la cultura que hemos heredado, la de cuidar a nuestros mayores en casa y hasta el último suspiro. No, los depositan en un geriátrico y allá ellos. En el fondo no viven, duran, y al final, uno diría que a Dios gracias, mueren de soledad.
(*) El autor es cronista de Cochabamba.
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De Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 16/03/2014
Imagen: Jorge Zabala por Leonardo Aliaga
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