Claudio Rodríguez Morales
Ministro 294, una puerta vieja. Sobre ella una pintura a la diabla, carcomida por unas termitas ya jubiladas. Una escalera hija de otra escalera. Más bien su verruga. No hay descenso evidente, sólo insinuación, siempre un nuevo “más abajo”. Pedazos de esquinas, el plan, perspectivas infinitas, caos armonioso, arquitecturas sin unidad. Más allá, si se afina la vista, barcos y un pedazo de mar. Una calle más angosta de lo esperado. Cambios que no percibo a la primera. Los espacios libres de hace cuarenta años, una galería, un patio, plantas, arboles con alma atorrante. Una vecina borrachita fisgoneando al mariconcito conocido que le dice adiós al novio en el poste de luz. Simplificación en una única muralla monocolor proyectada, tan egoísta ella, hacia el cielo. Solo queda erguirse si se requiere algo de aire nuevo. Por de pronto, yo no hago. Lo mío es la tierra firme y su vértigo. Vuelvo a la escalera verruga, tan esquinada y descascarada, como si tuviese sarna y otros pesares. Malezas guachas que crecen sin futuro esplendor entre los peldaños. Al costado, pedazos de pastelones puestos en el limitado orden que permiten las duras penas. El cerro, como siempre, obliga a seguir su perímetro fiero, rebelde y choro. Sentarse y respirar en un tiempo más largo que en el trajinar por la vida. Mirar en derredor y decir, sí, es mi casa. La vieja casa del comienzo, la primera página del cuento, el Big Bang particular y minúsculo, sólo detectado por mi olfato y unos pocos centímetros más allá. Un día en que el universo apenas tuvo cosquillas y Dios ni se enteró (estaba preocupado de jugarse con el Diablo la suerte del golpe de Estado que se venía). Pocos cambios a la vista, todos para peor. Es mi opinión y ahí se queda. Al menos no la han demolido, me consuelo. Al menos, desde afuera, se siente el mismo aroma. A tierra gredosa, humedad, basurilla, perros, gatos y ratones, chinches, pulgas y garrapatas. Reencontrarse con el propio inicio. La casa más vieja a pesar de los trabajos de hermoseamiento. Con sus ventanas ahora móviles, su estuco permanente, el adobe y el rechinar. Plomiza por vocación. Sin sus amorosos habitantes, eso sí, y ante eso, resignación del descreído. Todos dispersos en ésta y otra vida. La abuela protectora, los tíos y tías juguetonas, primos leales, padres imberbes, el abuelo inmóvil (ya era hora). Yo mismo, sin ir más lejos. Vecinos vueltos con los años personajes de culebrón, destino trágico para cada uno de ellos. ¡Cuidado! Hay riesgo en detener la viñeta. Desde las alturas, detrás de velos y ventanas vecinas, los nuevos habitantes me observan. Incluyendo un perro ingrávido posado a metros sobre mi cabeza. Un intruso invadiendo el vecindario, piensan de seguro, hay que corretearlo. No me entenderían, aunque se lo graficara en dibujos. El que se fue, se fue nomás, es su máxima. Aun así, tomo asiento en el segundo peldaño. Con la cámara en tus manos, tú registras el instante. Se abre la compuerta desteñida y no queda más que lo esencial. Vida en pañales de género hervidos en fondos de hojalata. Viento marino helado subiendo como lo hace siempre. Lavadoras con manivela y espuma de Bio Luvil que se rebasa por el pasillo. Calzones de goma, chupete mosqueado, con pelusas y pelos, más puro consentimiento. Mucho de eso. También miedo a cada esquina, a cada apagón, a cada visita al pasillo largo del fondo. Pero también plenitud. Como en el lavado paradito dentro de una tina de plástico, tetera de agua caliente, jabón y estropajo, los brazos amorosos de la abuela en fricción permanente, con algodón y colonia, toalla calientita sobre una estufa. Combatiendo el frío de los muelles con mi propia ropa, fin a la piel de gallina gustosa y regaloneada. Sabrosa comida de emergencia, marraquetas gigantes y crujientes, huevo frito en paila pegado en costrones de aceite al metal, tostadas con paté de cerdo, pescado frito en manteca, pan con chicharrones, tomate colorido jugoso con cebolla, gaseosa Frambuesa Nobis para la sed, maicena con leche y chilenitos con manjar. Tiempos lejanos al endulzante, alimentación sana y baja en calorías. Pobres pero bien comidos. Paseo de un brazo a otro, como una suerte de vals, abuela, tíos, tías, padres, un vértigo que se detuvo sin aviso. Un camión delgado y de remolque enclenque cargado de unas pocas cosas. Suben a la máquina mis padres imberbes y yo en sus brazos, para emprender el viaje a Santiago. Cuál de todos los viajeros más asustados, debatiendo con sus propios miedos, sin toparse entre ellos. Se aprontan al juego de la familia, la intimidad y autocontrol. Adiós a la casa vieja y al desbande. Viento seco y calor. Otra ciudad. Ahora, al regresar a la dirección Ministro 294, no quiero ser otro sino el mismo. Tarea imposible. Me fusiono con la casa aunque sea por un instante mientras me dice: tú también has cambiado y para peor. Entonces, de qué me admiro tanto.
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De Evolución de la especie, blog del autor, 04/03/2014
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