Jaime Fernández
Si en el célebre tango Fumando espero, Carlos Gardel decía que fumaba mientras esperaba a la que más quería "tras los cristales de alegres ventanales", el escritor Josep Pla, mucho más estoico, dijo en una ocasión que fumaba para buscar adjetivos. Aprovechaba el momento en que liaba el cigarrillo para darle vueltas al adjetivo que le rondaba por la imaginación. Éste era uno de los momentos más difíciles de su labor creadora, en el que tenía que elegir el epíteto apropiado, después de haber descartado a otros candidatos.
Pla pensaba que el escritor está sometido a la continua presión de tener que decidir. Para ello recordaba la frase que le dijo Stendhal a su amigo Prosper Mérimée: escribir es tirar, es decir, acertar con el adjetivo apropiado. El autor de Rojo y negro se esforzó siempre por mostrarse seco en los momentos en que escribía o dictaba. Su divisa era la claridad. “Con frecuencia, reflexiono un cuarto de hora para colocar un adjetivo antes o después de un sustantivo”.
Adjetivar las cosas es el gran problema de la literatura, según Pla, porque en un texto la forma es lo único que perdura. Azorín opinaba lo mismo: “La literatura está en el adjetivo”. A estos autores les preocupaba que, al desmenuzar una impresión, acertasen en el momento de elegir sus propiedades –ese momento crucial que Pla dedicaba a liar un pitillo-, no dejándose engatusar por la facilidad a que se presta la inexactitud. Se comprende que el escritor catalán reprochase a Pío Baroja, recurriendo a un símil más peludo que suave, su costumbre de ensartar adjetivos “como un burro soltando pedos”.
El adjetivo distingue, selecciona y, en cierto modo, ordena, porque todo intento humano por definir con la máxima precisión lo que percibe por los sentidos implica una voluntad de orden, aunque sea precario, frente al caos de la naturaleza y de la vida. Es un camino que va de lo general a lo particular, de lo difuso a lo concreto, de lo masivo e informal a lo individual y definido, de la indiscriminación irresponsable a la discriminación comprometedora.
Más aún, adjetivar constituye un ejercicio de rigor análogo al que requiere un experimento científico. Si la ciencia se rige por leyes, el adjetivo, por sensaciones y su plasmación material –la palabra-, que es el resultado de la aplicación de las sensaciones. Pero adjetivar con precisión no significa yuxtaponer muchos epítetos a un sustantivo sino aquél que englobe el máximo número de ellos. Antes de añadir un segundo adjetivo conviene estudiar la posibilidad de que sea absorbido por el primero. Un escritor manifiesta más generosidad y amplitud de miras podando adjetivos que plantándolos.
Aparentemente el adjetivo enriquece el conocimiento de la realidad y al mismo tiempo la delimita. Sabemos más de una cosa a la que acompaña algún epíteto. Es como si estuviese más completa y gozase también de más vida. Gracias al adjetivo no sólo está, también es. Se sobreentiende que quien adjetiva la conoce por experiencia. Calificar con propiedad supone aproximarse al objeto que se intenta describir, observarlo durante cierto tiempo, sin prisas, y recordarlo cuando nos alejemos de él para desentrañarlo -el adjetivo se oculta en las entrañas del objeto- desde la distancia que imprime la memoria.
Una de las dificultades que plantea adjetivar objetos a los que seguramente se ha adjetivado anteriormente con profusión es que el escritor tiene que observarlos de tal manera que descubra en ellos atributos diferentes de las que percibieron otros antes que él.
Aunque, como sostenían Stendhal, Pla, Azorín y otros escritores, adjetivar con propiedad es una cuestión decisiva en la composición literaria, el problema radica en la debilidad que muchos autores sienten por el adjetivo, en el uso excesivo e indiscriminado que hacen de él. Quizá por ello habría que darle la vuelta al planteamiento de Pla y ver si el desafío para el escritor no residirá más bien en hallar la forma de abstenerse en la medida de lo posible del uso de los adjetivos. “El temor al adjetivo es el comienzo del estilo”, sentenció Paul Valéry.
De hecho, el adjetivo es la tentación del escritor que tiene que estar reprimiendo constantemente. Los más prudentes prefieren prescindir de ellos, aunque sólo sea por precaución. Más vale una descripción sumaria que una cargada de adjetivos. Como, a falta de cigarrillos que liar, éstos suelen escribirse en caliente, conviene dejarlos que se enfríen. Quizá sólo entonces el escritor se percate de su inutilidad. Después de suprimirlos se sentirá como si se hubiera quitado un peso de encima. La satisfacción que le deparó haberlos encontrado se revelará también falsa.
El abuso del adjetivo suele ser propio del autor con poco oficio y normalmente joven que, a falta de cosas significativas que contar, se arroja a la charca de los epítetos, envolviendo con éstos a los sustantivos, hasta asfixiarlos. Seguramente cree que decorando un texto con la bisutería de adjetivos se muestra más escritor que quienes no escriben, o sea, sus lectores, y más original que los que han escrito antes que él. Para estos autores bisoños el adjetivo es como la huella de identidad de su estilo que tienen que dejar impresa repetidamente.
Los pinitos del poeta adolescente suelen manifestarse en el uso y abuso de adjetivos, mejor si son extravagantes y sonoros. A algunos suele durarles bastantes años este sarpullido de la adolescencia literaria y se empeñan en cultivar adjetivos como granos púberes, aunque hace tiempo que éstos hayan desaparecido de sus caras.
El escritor prolífico en adjetivos se equivoca si piensa que con esta táctica, similar a la del pulpo cuando arroja la tinta para confundir al enemigo, seducirá al lector, como si éste fuera lo bastante cegato para no reparar en el vacío de los hechos y de ideas que planea sobre el texto plagado de epítetos. Al contrario, lo único que conseguirá es aburrirlo abrumándolo con esa niebla artificial que, entre otras molestias, le hurta la posibilidad de imaginar.
Una descripción limpia de adjetivos despertará antes la imaginación del lector que otra saturada de ellos y que no reserva al lector margen alguno para completar el relato. Cuantos más adjetivos se ahorra un escritor, más espacio reserva al lector para que imagine.
Los adjetivos aspiran a dejar huella. Otra cuestión es que ésta perdure. Aunque pueden dar vida a un texto, también pueden acelerar su envejecimiento. El falso placer que deparan, ¿se deberá a su caducidad? El verdadero lo producen los adjetivos duraderos, pero entonces quien así los percibe no es quien los escribió, sino el lector, que valora su consistencia. Lo cierto es que son pocos los escritores que, haciendo un uso abundante del adjetivo, han logrado que su obra perdure.
Quizá el movimiento literario más proclive al abuso del adjetivo haya sido el Romanticismo, para el cual la estética desplegada por el autor –su bisutería verbal- terminaba por hacer sombra al asunto de la obra. Este tipo de literatura, que tiene la fea costumbre de nacer muerta, da por sentado que el lector participará también del interés del autor por semejante estética.
Hasta los más grandes pasaron en su primera juventud por el sarpullido de los adjetivos. Gustave Flaubert apenas tenía veinte años cuando escribió su novelita Noviembre, abarrotada de adjetivos y de convenciones románticas. Nunca autorizó su publicación. Tuvieron que transcurrir quince más para que publicara Madame Bovary, un modelo de contención y de elipsis. Por entonces se había formado una opinión sólida de la escritura. En una carta a su amante Louise Colet, también escritora, le confesaba que:
“todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido”.
Probablemente como consecuencia de los estragos causados en la literatura por la fiebre de adjetivos que se apoderó de muchos escritores románticos, con especial incidencia en los adscritos al género decadentista de finales del siglo XIX, surgió con fuerza una corriente en sentido contrario. Así fue como se dio un salto del estilo florido al seco; del exhibicionismo del yo a la mesura del relato impersonal; de la descripción prolija de sensaciones al relato de los hechos en una prosa concisa, despojada de epítetos. La consigna era suprimir y desecar; hacer literatura sin que lo pareciese.
Pero los extremos tampoco duran mucho. Ni tanto ni tan calvo. Cumplida la penitencia por el exceso, el término medio recuperó su espacio natural. Es aquí donde hay que ubicar la propuesta de Pla y Azorín: dosificar los adjetivos después de una selección meditada.
Los consejos de los maestros apuntan hacia la austeridad. Guy de Maupassant, que se jactaba de ser discípulo de Flaubert, comentó que para cualquier cosa que queramos decir “existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo”. Por ello el escritor debe buscar hasta dar con esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y “no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías, aunque sean afortunadas, ni a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad”.
El maestro de la brevedad, Jules Renard, quien, por cierto, se definía como “un Maupassant de bolsillo”, anotó en su Diario que la palabra “cielo” dice más que “cielo azul”. “El epíteto cae por su propio peso, como una hoja muerta”.
Otro apóstol de la elipsis, y también compatriota de Renard, el moralista Joseph Joubert, preconizaba un estilo “seco y politécnico”, en el que la clave estriba en “saber emplear las palabras y saber prescindir de ellas”. Decía sentirse atormentado “por la maldita ambición de resumir siempre un libro en una página, toda una página en una frase, y esta frase en una palabra”. Voltaire alegaba en contra de los adjetivos que debilitaban a los sustantivos.
Azorín aconsejaba no cargar con dos adjetivos si un sustantivo precisa de uno, porque el emparejamiento de aquellos “indica esterilidad de pensamiento”. Mucho más tajante, Borges recomendaba usarlos lo menos posible, y si no se usaban en absoluto, mejor. Julio Cortázar reconocía estar en deuda con él por el rigor que mostraba en el uso de las palabras. Al leerlo, lo primero que le sorprendió fue “una impresión de sequedad”:
“Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción. Y, efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al floripondio".
Para Cortázar, el autor de El Aleph dio una lección de escritura “más que en materia de temas, de contenidos o de mecánicas”, o sea, la actitud de un hombre que, frente a cada frase, “ha pensado cuidadosamente no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba, cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto”.
El escritor cubano Alejo Carpentier definió los adjetivos con una metáfora perfecta: “las arrugas del estilo”. Decía que “cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página”. Pero cuando “se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud para el estilo que los carga”.
Carpentier añadía que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, “porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas”. También recordaba que los grandes estilos se caracterizan “por una suma parquedad en el uso del adjetivo” y cuando se valen de él se limitan a
“adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote”.
Elias Canetti desconfiaba de los adjetivos porque “albergan sentimientos”. De ahí que a continuación añadiese en el mismo aforismo: “Siempre que le asaltan los adjetivos, se vuelve ridículo”. Canetti se propuso no sucumbir nunca a los adjetivos, “ni siquiera a los triples”. Hasta imaginó a un escritor que durante un año “no utilizó un solo adjetivo”, siendo eso un motivo de “orgullo y proeza”.
Pero el más radical de todos ellos fue el catedrático de la Universidad de Harvard Raimón Lira, de quien su antiguo alumno Mario Vargas Llosa recuerda que la primera frase que decía en sus clases era que los adjetivos “se han hecho para no usarlos”.
Sin embargo, adjetivar las cosas es lo que quizá se aproxima a un lenguaje propio y menos dependiente del lenguaje “corriente”. Adjetivar con gracia e ingenio, ciñéndose a las cualidades observables del objeto adjetivado, exige observarlo atentamente, eligiendo con esmero el término adecuado -para lo cual hay que conocer la propia lengua-, y prescindiendo de los adjetivos heredados por otros que también observaron ese objeto con los ojos de su tiempo y de su circunstancia. Por eso, en un régimen de relaciones superficial, dominado por el apresuramiento y el parloteo, se carece de adjetivos y, finalmente, se pierde la facultad no ya para adjetivar la realidad sino para observarla con una elemental atención.
El positivismo característico de la sociedad de masas ha relegado al adjetivo pero porque las características de éste chocan con la tendencia uniformadora de aquélla. Así que cuando se pretende recurrir al adjetivo no sabe y, por simple inexperiencia, tiene que rebuscar en el cajón de adjetivos tópicos y falsos que proliferan en el lenguaje y que consumen las masas de lectores de periódicos o telespectadores. Al mismo tiempo que se atrofia la habilidad para adjetivar, se deteriora el espíritu de observación que compromete al individuo con las sensaciones y su percepción de las cosas.
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Del En lengua propia, blog del autor, 01/014/2014
Fotografía de inicio: Josep Pla
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