Freddy Zárate
El ensayista mexicano Octavio Paz
(1914-1998) señaló que “una sociedad se define no sólo por su actitud ante el
futuro sino frente a su pasado”. En la actualidad los bolivianos estamos
obsesionados por nuestro pasado político tras la asunción del primer presidente
indígena. La continua publicación de textos que refieren al paraíso del incario
y a los males heredados a través de más de 500 años de opresión colonialista
son claros ejemplos. En fin, vivimos tiempos de cambio. Pero la sociedad
boliviana no necesariamente se rige por la coyuntura política en su diario
vivir (no sólo de política vive el hombre). En los seres humanos también afloran sentimientos
arcanos, deseos clandestinos, instintos ocultos, inclinaciones recónditas y
pasiones varias. Esta conjunción –muy humana– está reflejada por ejemplo en los
placeres que conlleva la expresión epónima de burdel.
La prostitución no es algo nuevo, sino todo
lo contrario, forma parte de nuestra historia, es parte de nuestra realidad
social. Rastreando así sea un poco la historia literaria boliviana brota un
retrato de subdesarrollo pintado por una doble moral y religiosidad católica.
Este a la vez va asociado a la vida lujuriosa, clandestina y peligrosa. Este
escenario de la vida cotidiana ha servido de inspiración en distintos cuentos,
dramas y novelas a nivel universal.
El perfil discreto de la prostitución en la literatura
boliviana
La
tristeza del suburbio
El
escritor y periodista Claudio Cortez A. (1908-1954) a finales de la década de
los treinta publicó su novela La tristeza
del suburbio (1937). Esta trama tiene como escenario las calles pobres de
la urbe paceña. En ellos transitan ebrios, mendigos, excombatientes de la
Guerra del Chaco (1932-1935) y mujeres libertinas. “Una calle ancha sin
empedrar, donde hay casitas pequeñas, tiendas, pisquerías y chicherías,
iluminadas en su entrada con lamparillas rojas. El ambiente festivo de esa
calle con sus postes de luz a grandes intervalos, con trechos penumbrosos,
oscuros y malolientes, inspiraban asco y terror (…). En ese barrio se
manifestaba la alegría que proporcionaba los organillos, pianos, cantatas y
bailes de esas mujeres sucias que festejan a quienes visitan esas casas”. El
autor hace referencia al callejón Conde-Huyo en el cual sus visitantes se
extasiaban entre el placer y el peligro. Numerosos testimonios literarios
señalan insistentemente la gran relevancia de esta curiosa calle, sobre todo en
relación con las noches paceñas hasta finales de la década de los cincuenta.
La
ilustre ciudad
El
escritor y político Gustavo Adolfo Navarro (1896-1979) adoptó el seudónimo de
Tristán Marof desde 1922. Este autor nos presenta su novela La ilustre ciudad: historia de badulaques
(1950). El propio Marof considera que La
ilustre ciudad “es un libro festivo, que pretende interpretar el lado
humorístico de una de las sociedades más conservadoras del país”. El relato de La ilustre ciudad trata de condensar la
vida cotidiana de la culta e histórica Charcas, llamada también La Plata,
Chuquisaca y finalmente Sucre. La trama acontece durante la presidencia de
Ismael Montes. Los personajes que pinta Marof van desde distinguidos caballeros
y damas de la más alta alcurnia chuquisaqueña, estudiantes universitarios de la
antigua casa de estudios (Universidad de San Francisco Xavier), extranjeros,
clase media y el sector cholo (mestizo). Uno de los personajes de la novela es
Manolito del Tejar. Es descrito como un joven de la aristocracia chuquisaqueña.
Elegante en su forma de vestir y elocuente conversador. Acababa de llegar de
Chile. Uno de sus temas favoritos de Manolito era la “casa de las niñas”
(prostíbulo chileno). Este personaje resalta animosamente la diferencia entre
las cholas chuquisaqueñas que tenían el pudor hipócrita y las chilenas
liberadas al placer febril. Estas “niñas” se desnudaban de manera natural, eran
bellas, elegantes, chiquillas deseosas de complacer al eventual acompañante. A
diferencia de las cholas que eran timoratas, difícilmente se despojaban de su
vestimenta, toscas en atención y descuidadas en su higiene. El grupo de oyentes
quedaba electrizado con los relatos de Manolito y crecía su deseo por estar en
la “casa de las niñas”.
La calle del pecado
El dramaturgo y periodista Raúl Salmón de
la Barra (1926-1990) compuso la obra teatral La calle del pecado. Salmón fue el creador de lo que llamó “el
teatro social”. Dramas de fácil comprensión, escritos con el propósito de
mostrar los males de la sociedad y de ofrecer una solución moralista. Los
personajes y el dialecto que trazó Salmón son prototipos de la sociedad
fácilmente identificables: cholas, birlochas, pitucos, ricos, comerciantes,
hampones y prostitutas. El conocido catedrático Mario T. Soria relata en su
estudio sobre el Teatro boliviano en el
siglo XX (1980) las peripecias que asumieron Raúl Salmón y su elenco.
“Tuvieron que defenderse hasta con los puños por llevar adelante su obra
teatral”. Una de las piezas teatrales que tuvo éxito y provoco gran polémica
social, cultural y artística fue la calle
Conde-Huyo o la calle del pecado,
estrenada en enero de 1944. El relato se desarrolla cerca de las diez de la
noche en el callejón Conde-Huyo (en la actualidad ya demolido por ampliación de
la Plaza Alonso de Mendoza), que consistía en dos cuadras llenas de boliches y
burdeles. La calle del pecado por las
noches albergaba a estudiantes universitarios, artistas, zapateros, albañiles,
músicos, homosexuales, policías y bohemios. Todos buscaban sexo, libación y
diversión. Pero a la vez Salmón refleja algunas realidades latentes de la época
que pueden ser extensibles hasta el presente. La calle del pecado también causó la propagación de enfermedades
venéreas (en la actualidad el SIDA), el proxenetismo se hace latente en las
líneas que trazo Salmón (“!Todas estamos atrapadas aquí! ¡Las dueñas nos
atrapan!”). La miseria conduce a la calle, la falta de empleo, la necesidad de
comer, familias desintegradas o simplemente a quienes les gusta el sexo por
placer.
La tumba infecunda
El periodista, poeta y narrador René
Bascopé Aspiazu (1954-1984) escribió la novela La tumba infecunda publicada después de su muerte (1985). Esta obra
recibió el premio de novela “Erich Guttentag”. El protagonista retratado por
Bascopé es un militar retirado de nombre Constantino Belmonte. Es a través de
las evocaciones existenciales de este castrense que va desenvolviéndose la
novela. Los ojos de Belmonte nos traslucen distintos personajes y diferentes
lugares que experimentó este personaje. En uno de sus pasajes de la novela, el
autor hace referencia a los placeres exóticos que acostumbraba consumir
Belmonte: “El My. Constantino Belmonte jamás conoció otra forma del amor que el
de los burdeles”. Fue un trauma de amor con Genoveva Farragoitia que lo hizo
indiferente al afecto “real” que suelen provocar los hombres y mujeres. “Años
después, Constantino reconoció la tersura de los senos de una mujer en un
prostíbulo de la calle Conde-Huyo y desde entonces creyó que estaba destinado a
recordar aquella piel de Genoveva en los lenocinios (…). Los lupanares de la
calle Conde-Huyo habían sido su primer refugio en la ciudad”, donde aprendió a
convivir, proteger y ser protegido por las mujeres licenciosas. Pero fue hasta
la muerte de Tomasina de la Barra (consentidora) donde las casas del placer se
desmoronaron y “con ella se llevó la suerte de El Arco del Triunfo, El Toisón
de Oro y La Nueva Babilonia”. Al entierro asistieron llorosas todas las
mancebas de la calle Conde-Huyo. Para rematar se produjo un misterioso incendio
que terminó en cenizas el prostíbulo La Nueva Babilonia. En el lenocinio El
Arco del Triunfo se declaró una epidemia de viruela que diezmó a las mujeres y el
burdel El Toisón de Oro sufrió una invasión inaudita de ratones que ahuyentaron
a sus clientes.
Muerta ciudad viva
Acaba de publicarse la novela del escritor
Claudio Ferrufino-Coqueugniot titulada Muerta
ciudad viva (2013). El relato tiene como escenario Cochabamba. Los
personajes transitan por las periferias de mercados populares, tabernas y
prostíbulos muy frecuentados de la urbe cochabambina. Sus protagonistas
recorren en su diario vivir por el delirio del sexo, el alcohol, la vida, la
muerte y la delincuencia que campea a sus alrededores. Uno de sus personajes
sintetiza su existencia con estas palabras: “Esta vida mía la he dedicado a
beber y culear”. En un pasaje de la novela titulado Putas describe cómo funcionarios de la Dirección del Menor entran a
inspeccionar un local. La dueña sabe cómo esquivar a los burócratas (códigos
informales). Les ofrece comida, bebida y sexo. En el local los funcionarios
públicos encuentran chiquillas que oscilan entre 15 a 16 años, huidas o despojadas
de familias del Beni. El inspector “emite un discurso de moral y la necesidad
de cambiar la estructura del país” ¡pobres chiquillas! –se lamenta el
burócrata–. Pero mientras continúen las cosas como están, hay que disfrutar de
estas mujeres licenciosas a cambio de no cerrar el local por los muchos
desacatos a la ley.
Este pequeño recorrido de lenocinios a
través de la literatura por una parte, nos muestra nombres y rostros anónimos:
adúltera, cortesana, prostituta, hetera, ramera, querida, manceba, entretenida,
meretriz, relajada, mujer de vida fácil. Todas estas denominaciones, con
ligeras variaciones en cuanto a la función y a la actuación, han descrito a la
misma mujer: la prostituta que sirvió de inspiración a muchos autores
nacionales y extranjeros. Por otro lado, estos lugares de lujuria no solamente
exhiben alegorías del placer sino también son el reflejo de las tristezas del
suburbio, la desesperanza, la subsistencia o el acorralamiento que son
retratados continuamente a través de nuestras letras.
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/04/2014
Foto: La Razón-Bolivia
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