ALEX AYALA UGARTE
Cuando aterrizó en el hospital Boliviano-Holandés de El Alto, el hombre era una especie de mole putrefacta que se deshacía por dentro. Y su cuadro clínico, complejo: quemaduras de tercer grado en los brazos, en el abdomen y en las piernas. Su rostro se había salvado de las llamas de milagro. También, su cuello. Yacía en cama, vestido con un gorro quirúrgico y una bata. Tenía el cuerpo embadurnado con crema antiséptica y su único contacto con la realidad era un ventanal que lo separaba de los que le visitaban.
El hombre, un estafador de poca monta, se había hecho pasar por recaudador de impuestos en el barrio alteño de Puerto Camacho, a media hora del centro de la ciudad. Allí, algunos vecinos, tras descubrir la farsa, le colocaron su propio jersey en la cabeza y lo masacraron: puñetazos, insultos, patadas, manotazos. El maltrato se prolongó hasta el anochecer. El hombre perdió el conocimiento varias veces. Y como acto final —antes de que su mujer lo rescatara—, lo rociaron con combustible y le prendieron fuego.
Cuando volvió en sí, el hombre se veía como un trozo de cartón recién prensado. Y prefirió mantener el anonimato. A través de un intercomunicador, declaró que la turba le cayó encima de repente, que no pudo hacer nada para escapar del linchamiento. Por aquel entonces, el hombre dormía la mayor parte del tiempo; se agitaba fácilmente en cuanto los calmantes del gotero perdían efecto; parecía tener miedo hasta de su reflejo.
Historias como la suya se repiten como un eco en la prensa local, casi todos los meses. El 28 de junio de 2006, en la zona Mercedes B de el Alto, Julio Mamani, de 55 años, fue colgado de un madero tras ser sorprendido robando algunas herramientas. La policía se enfrentó a los atacantes, pero Mamani ya no respiraba cuando lograron acercarse. El 12 de marzo de 2007, también en El Alto, una atracadora fue torturada durante 14 horas por una jauría de personas que la desnudó completamente antes de liberarla. En Santa Cruz de la Sierra, la ciudad más grande del Oriente boliviano, hace unas semanas, un tipo fue golpeado hasta la muerte después de que lo pillaran abusando sexualmente de una mujer en un barrio alejado. Y el año pasado, en un pequeño pueblo de Potosí, en el suroeste del mapa, tuvo lugar uno de los acontecimientos más macabros de los últimas décadas. Allá, una muchedumbre de campesinos sepultó vivo a un adolescente de 17 años acusado de violar y asesinar a Leandra Arias, de 35. Primero, lo obligaron a ser parte del velorio de su supuesta víctima. Luego, lo tiraron sobre el féretro con las manos amarradas y le echaron tierra encima hasta provocar su asfixia. El patrón es casi siempre el mismo —un extraño que delinque, hombres y mujeres que actúan como manada, palizas, gritos, amedentramientos—. Y el resultado, una tragedia.
Según un estudio del sociólogo Juan Yhonny Mollericona, entre el año 2001 y el primer semestre de 2008, solo en la ciudad de El Alto, se produjeron 88 intentos de linchamiento y 15 decesos. Entre 2008 y 2013, el periódico Los Tiempos informó de 21 episodios similares en el departamento de Cochabamba. La Defensoría del Pueblo asegura que entre 2005 y 2012 hubo por lo menos 180 fallecidos por culpa de las ejecuciones sumarias; esta misma institución dio cuenta de otros diez ajusticiados en la primera mitad de 2013. Y el Grupo de Apoyo Mutuo, otra organización humanitaria, sitúa a Bolivia en el segundo lugar —después de Guatemala— con el mayor número de casos comprobados en los que la arbitrariedad es la pauta. La mayoría de las estadísticas proviene de una minuciosa revisión hemerográfica. En las oficinas de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen, estos delitos se suelen registrar como homicidio o como tentativa de homicidio y no se maneja por el momento ninguna cifra oficial al respecto.
Mientras tanto, los distritos ubicados en el extrarradio de las ciudades más pobladas del país lucen plagados de muñecos de trapo que cuelgan como espantapájaros de los postes de luz, junto a pintadas que suelen ser un anticipo de la violencia. “Ladrón será linchado”, dicen algunas. “Ladrón pillado será amputado”, amenazan otras. “Auto sospechoso será quemado”, se lee en las paredes de ladrillo de uno y otro lado. Y uno de los sitios donde más se reproducen —como parte del mobiliario urbano— es El Alto.
En uno de sus barrios, la urbanización 30 de septiembre, Esteban Ticona, un tipo chato, vecino del sector y, además, oficial de policía, dice que hace unos años lincharon a una ladrona. La ladrona era una mujer que buscaba con qué mantener a sus siete hijos y que fue sorprendida en plena calle con una televisión que no era suya. Era una mujer que fue molida a palos por una turba enardecida de hombres y mujeres con los ojos fuera de sus órbitas. Era una mujer que murió atada con sus propias trenzas al alambrado de un pequeño campo de fútbol, sin que nadie moviera un dedo para soltarla.
“A mí me avisaron por teléfono y cuando me entré a la cancha, la señora estaba ya en las últimas. No había ni cómo inmiscuirse, era demasiado tarde”, recuerda Ticona.
Para Norma Barrancos, trabajadora de la radio San Gabriel, el problema es que se ha perdido poco a poco la confianza en los organismos estatales. “La policía carece de infraestructuras, de personal, de equipos, de tecnología. Y eso obliga a las juntas de vecinos a actuar de otras maneras para protegerse —explica—. Por eso, han aumentado los linchamientos. En El Alto, por ejemplo, hay mucha inseguridad, mucho asesinato. Cuando ocurre algo, las autoridades, a menudo, ni siquiera atienden la emergencia. Y a los delincuentes que acaban en la cárcel no siempre logran rehabilitarles”. “¿Cuál es la solución entonces?”, se pregunta. “La justicia por mano propia”, ella mismo se responde. Algunos, por lo menos, piensan eso: que a los maleantes hay que liquidarles”.
Según su lógica, el ataque es el mejor mecanismo de defensa. Como si el único método para evitar que un criminal se acerque —y delinca— fuera alimentar su miedo.
En el barrio Franz Tamayo de El Alto, cuando son testigos de algún movimiento extraño, los vecinos dan la voz de alarma con la ayuda de petardos, silbatos y mensajes de texto. Y en Villa Egüez, otra barriada de la periferia, se han organizado para hacer rondas nocturnas de vez en cuando. Allá, don Ismael, un tipo orondo que usa lentes y un sombrero de ala ancha, comenta que a los que vienen con malas intenciones o hacen algo malo hay que castigarles. “Pero nunca hasta la muerte. La vida hay que respetarla”.
Las sentencias que condenan a los autores son una rareza digna de museo. Apenas se ha concretado un puñado en los últimos diez años. Y lo habitual es que las investigaciones se eternicen o que no terminen en nada. Sobre todo, porque las instancias encargadas de la administración de justicia están saturadas. En 2012, de las 405 denuncias registradas en la división de Homicidios de El Alto —varias de ellas por linchamiento— apenas se esclarecieron 26. Y los dos fiscales que están a cargo de los crímenes de sangre en esta ciudad, la más grande del Altiplano boliviano, manejan alrededor de 1.500 causas que esconden misterios que aún no han podido ser resueltos.
Esteban Ticona, un policía que reside en la Urbanización 30 de Septiembre, tiene una frase que intenta dar sentido a esta situación que trae de cabeza a los familiares de los linchados: “Cuando el tiempo pasa, la verdad huye”.
El falso mito de la justicia comunitaria
ÁLEX AYALA UGARTE
En Bolivia, muchos todavía piensan que los linchamientos forman parte de lo que se ha denominado “justicia comunitaria”. Los medios más amarillistas aún venden los apaleamientos bajo esta etiqueta a sus audiencias y los que azuzan a la turba la utilizan a menudo tras masacrar a un supuesto delincuente o tras colgarlo de un mástil de madera.
El concepto se ha distorsionado con el paso de los años. Según el investigador estadounidense Daniel Goldstein, alguna gente —tanto de las áreas más pobladas del país como del campo— se ha apropiado del término y lo entiende como un “acto político de imaginación creativa” que pretende “interpretar” la confusión que los rodea.
La justicia comunitaria está reconocida por la Constitución vigente, tiene su anclaje en las poblaciones rurales de los valles, el oriente y el Altiplano bolivianos e incluye penas diversas: latigazos, sanciones económicas, pago con ganado, trabajo comunal, destierro. Se trata de castigos consensuados por los miembros de un grupo indígena cuando alguno de sus integrantes incurre en algún tipo de falta, de un modelo que —en teoría— intenta acomodarse a las costumbres originarias, costumbres que se caracterizan por el respeto al individuo y que están en contra de la pena de muerte. Su objetivo no es el ojo por ojo, sino la reparación del daño y la restitución del equilibrio.
Los linchamientos son un delito descrito en el Código Penal como homicidio (Art. 251), asesinato (Art. 252), homicidio por emoción violenta (Art. 254) u homicidio en riña a consecuencia de una agesión (Art. 259). Y en ningún caso, según la Defensoría del Pueblo, deberían considerarse de otra manera. “Vulneran el principio elemental del derecho a la vida, a un juicio previo y a la integridad”, señala uno de sus documentos.
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De EL PAIS, 01/04/2014
Fotografía: Un muñeco de trapo cuelga de un poste de luz a modo de aviso en El Alto / ÁLEX AYALA UGARTE
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