PABLO CEREZAL*
PASEO DÍAS DE FUEGO Y PAVIMENTO DESORDENADO MIENTRAS las calles de la ciudad me pasean como un verano de cuchillos. El tañido del viento acompasa mi caminar como un réquiem pertinaz. Y arriba, donde suponemos fraguan los pensamientos, en la azotea mínima y voluble del cráneo, estos días, me resplandece una herida de amor y miedo. Paseo mi herida, por la metrópoli, como si de una alopecia hambrienta se tratase. Es la calvicie, que reclama su tierra de oro y nada para erigir un imperio de transparencia, digo a quien me pregunta.
Los vientos lumbre y sur de un estío arrepentido juegan ajedrez, estos días, en la promesa de tiempo perdido de mi calvicie, y yo recuerdo la testa luminosa y ciega de William S. Burroughs, que nació hace poco más de 100 años, en algún punto inconcreto del estado de Missouri, que mucho nos suena pero (intuyo) poco conocemos, allá en los EE.UU.
Y hoy, mi cabeza abierta al hachazo de vendaval y comercio de la medina de Tánger, recuerdo a William S. Burroughs y siento pudor de mi herida, noto que escapa de ella una tormenta de arquitecturas hembra y miel, una deflagración de cabellos perdidos en la hoguera de los dedos, un improperio de labios como veleros sin timón, un estallido mudo de lágrimas desorientadas que, al fin, saben a vientre y limón... y temo tiznar la ciudad con una hemorragia de risa, amor, sexo y melancolía. ¡Qué le vamos a hacer!, uno, de vez en cuando, como los gobernantes, también piensa en sus conciudadanos y prefiere ahorrarles el espectáculo de guiñol y llaga de su amor. Por eso, hoy, la herida de mi cabeza, mi calvicie tenaz, me resulta molesta y temo que, sin desearlo, dañe a los muchos transeúntes que remolonean chilabas y acompasan genuflexiones al son flamenco del muecín. Es entonces que comprendo a Burroughs. Porque él ocultaba la transgresora espesura tipográfica de sus ideas bajo la nube de fieltro y elegancia de su sombrero. Así, podía caminar las calles como un educado caballero de clase media. A mí, hoy, sin el sombrero de Burroughs, se me ven las ideas, y son demasiado violentas, obscenas o sinceras, para el que se tope con mi deambular magrebí.
Parece que le sangra la cabeza, me sugiere un soñoliento vendedor de especias. Despreocúpese, es la calva que hoy ha amanecido púrpura, como el corazón, respondo yo, para evitar alarmismos.
Me enredo, disculpen. Sólo pretendía homenajear al escritor norteamericano que, de estar la ciencia más al límite de sus sueños, podría haber cumplido ya 100 años. No voy a hacer alabanza de sus letras, tan demoledoras, incautas e incomprendidas a pesar de agasajadas. Sólo quiero decir que hoy, cuando la cabeza me sangra aromas de mujer por una herida con femenina silueta de calvicie, descubro por qué Burroughs nunca se quitaba el sombrero: no quería asustar a los paseantes con su carnicería de sensaciones límite esculpidas a la sombra de la lucidez políticamente correcta. Una vez se quitó el sombrero, aquí, en este mismo Tánger que entonces era distinto, y de la llaga que con él ocultaba brotaron las páginas de la obra que le haría inmortal para la literatura, la transgresión y lo denominado underground. Me refiero, evidente, a El Almuerzo Desnudo.
Paseando de nuevo Tánger, perdiendo el norte en el sur ebrio de sus callejas de azahar y desperdicio, comprendemos perfectamente que fuese en esta ciudad dónde alumbrase tan desmesurada obra literaria: el centrifugado de empedradas arterias por que circula el plasma de pausa, saludo y transacción del zoco, por ejemplo, es más abigarrado, bizarro y desmedido que las ideas con que el propio Burroughs decidió ensuciar por siempre las gloriosas páginas de la Literatura. Afortunadamente, a pesar de la invasión low cost y la avaricia de exotismos sin riesgo del turismo occidental, en el zoco tangerino sigue desperezándose, a ritmo de reloj ausente, el gato siamés de la vida, mientras juega entre sus zarpas el ovillo de los días.
Durante aquellos días de 1954 en que el autor norteamericano bosquejó su sombra de “hombre invisible” en las paredes encaladas de la medina tangerina, la ciudad africana le proporcionó escueto cobijo, excesivo mayún y deshilvanados cuerpos adolescentes, y él volcó en papel, a ratos, de manera casi telegráfica, los restos del naufragio que habitaban bajo el tullido mapamundi de fieltro de su sombrero. Simplemente eso: la importancia del sombrero de Burroughs, llevó a un servidor a escribir Los Cuadernos del Hafa, y narrar en sus páginas sus vivencias tangerinas, mientras frecuentaba al matrimonio Bowles y naufragaba en los guateques de orgía y THC de la jet-set; a recuperar la maltrecha figura de Brian Jones, líder primigenio de The Rolling Stones; a explicar los motivos de su misteriosa muerte y, de paso, la de toda una epopeya cultural y creativa que nació a la sombra de las vidas de tantos tangerinos hoy olvidados en favor de aquellos otros que quisieron hacer de la ciudad su particular campo de juegos.
A pesar de todo, algo queda, y quizás debamos agradecer a Burroughs y compañía este nuevo amanecer a la vida que vive Tánger, estos días. Yo, personalmente, amigo William, sólo puedo darte las gracias por todo lo que (sin saberlo) me has regalado. Aunque hoy te envidio la elegancia de ese sombrero que, de ser mío, podría esconderme la herida. Creo que la literatura se organiza mejor bajo un sombrero. Yo, sin sombrero, pierdo las ideas. Las palabras brotan a borbotones escarlata a través de una herida con suturas de alopecia, y quedan irremediablemente desestructuradas en su precipitado huir por las avenidas metropolitanas del chergui.
* Escritor, articulista, fotógrafo y gestor cultural. Columnista de Red Marruecos.
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De Red Marruecos, 15/07/2014
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