Tuesday, July 1, 2014

“Yo soy un outsider”/Entrevista a Miguel Grinberg


Miguel Grinberg –poeta, traductor, periodista y figura fundante del rock argentino– acaba de publicar, cincuenta años después, el diario de su estadía en Nueva York. Lo tipeó con una máquina de escribir que le prestaban durante las noches en ese país en el que conoció a los primeros hippies del mundo y del que volvió debiéndole 100 dólares a Henry Miller.


Valeria Tentoni

Cien días en Nueva York, publicados cincuenta años después: Miguel Grinberg, frente a la cuidadísima edición que Caja negra hizo del libro resultante asegura: “Es un diario íntimo”. El texto aparece ahí escoltado por dos láminas donde se pegan recortes de diarios anunciando espectáculos, conferencias y recitales que, ahora, resultan inverosímiles. Pero ocurrió, en efecto, que Andy Warhol inaugurara una muestra un martes en la Stable Gallery, que Thelonious Monk y su orquesta se presentaran en Carnegie Hall y se lo pudiese escuchar por dos dólares y medio, que el mismo escenario, días más tarde, fuese ocupado por Ray Charles, o que un lunes Erich Fromm te explicara el concepto de dios, y que todo eso sucediera a la vez y en el mismo terreno. También, que en el café Le Metro de la Segunda Avenida se recitasen poemas nuevos y brillantes por turno, o que el jukebox de un café frontera te hiciera escuchar, por primera vez, una canción de Los Beatles. Y Miguel Grinberg estuvo ahí, en el centro de la ebullición creativa que cambiaría la historia de la cultura para siempre.
“Solo creo en las cosas que puedo sentir”, encontramos. Se lo puede ver en las fotos que se incluyen en el libro de espaldas a los edificios y las luces de neón, los carteles enormes; también hay un registro fotográfico de algunas de las personas que conoció allá. Grinberg decidiría seguir moviéndose toda la vida (fluyendo, para usar un término que él escribe) para permanecer en el burbujeo fulgurante de la creación. Revistas (Eco contemporáneo, Mutantia), radio, una veintena de libros con su firma a los que deben sumarse más del doble de ese tanto de antologías, traducciones, adaptaciones, entrevistas. Fue alumno del futurista John McHale, discípulo del poeta y monje Thomas Merton, se interesó tempranamente por la meditación integral y la ecología. Grinberg siempre ha estado propiciando la llegada y el movimiento de ideas en Argentina, muchas veces detrás de escena (“La verdadera grandeza consiste en la imperceptibilidad”), pero siempre con la misión de pasarlas a la acción. “Quiero vivir en el asombro permanente”, se repite en las páginas de Memorias de los ritos paralelos, que él propone pensar como un diario de la soledad en la multitud, mientras pone a punto su próximo libro, de poesía, a salir a fin de año.

¿Desde cuándo está listo este libro?
Es un libro que estuvo añejado, como un vino noble, durante cincuenta años. Se escondió entre mis papeles. He vivido mucho tiempo en Brasil y ahí estuvo, en un altillo, sometido al calor tropical, convirtiéndose en papiro al punto tal de que no lo pude escanear, lo tuve que volver a tipear. El papel viejo se va convirtiendo de nuevo en el árbol que fue al principio. Por un contacto casual con una poeta amiga la editorial se interesó, lo consideró y lo publicó.

En ese tipeo de “rescate”, ¿hubo reescritura?
No, lo transcribí textualmente. El libro es una singuladirad dentro de lo que puedo considerar mi escritura, no tiene nada que ver con lo que yo he escrito. En general, lo que he escrito son reflexiones y no son testimonios íntimos. Es un diario íntimo. Durante los casi cuatro meses que estuve en Nueva York en el 64 siempre andaba, como ahora, con cuadernos manuscritos, yo tenía mi cuaderno de viajes pero se me dio la oportunidad de tener acceso a una máquina de escribir -que hoy en día son fósiles del siglo veinte. El tipeo tiene su atractivo, porque hay que poner energía, no es como el contacto leve con el teclado de la computadora. Quien me protegió durante la mitad de mi tiempo en Nueva York fue un editor que vivía en el centro del Village, que es por donde pasaba toda la bohemia, e hice un arreglo con su secretaria. Teníamos un acuerdo tipo “Tratado del pallier”: ella me dejaba la máquina de escribir a las cinco de la tarde, cuando se iba, y yo, fuese cual fuera la hora de regresar a  casa me impuse escribir una página por día como mínimo. Y así fue concretándose el diario. A veces llegaba medio exhausto o tal vez borracho y no tenía ganas de escribir, entonces hacía trampa: escribía a doble espacio y resolvía rápidamente la página. Yo estaba viviendo –sentimentalmente, mentalmente y poéticamente- una serie de torbellinos y conflictos, y en vez de hacer una crónica de turista del tipo con quién me encontré, de qué hablamos, etcétera, me dediqué a mi persona. E hice apuntes sobre qué sentía, cómo lo sentía, por qué lo sentía. Fue así que se transformó en un diario personal. Cincuenta años después, me parece que era hora de publicarlo.

Es además testimonio de un momento muy particular, del que no sos, por otra parte, mero testigo sino también habitante.
Yo llegué integrado a la ciudad de Nueva York. Venía traduciendo y escribiéndome con escritores, poetas, artistas y cineastas. Había un café llamado Le metro que estaba en la Segunda avenida donde la gente leía poesía libremente. Se anotaban en una lista de espera, y cada poeta tenía su oportunidad. Desde el primer lunes en la ciudad ya estaba leyendo poesía ahí, encontrándome con amigos epistolares y haciendo amigos nuevos. Ahí venía a leer la vanguardia del momento. Yo tenía una amistad antigua con Allen Ginsberg, LeRoi Jones y con otra gente en California de la misma generación, y poetas que había traducido en mi revista Eco contemporáneo, a quienes no había conocido todavía personalmente. Y los conocí.

¿Y cómo comenzaste a traducir en Eco contemporáneo?
Tuve la suerte de ser bilingüe. Mi mamá me indujo a hacer el Liceo Británico durante cinco años. Eso me dio una cierta ventaja con los miembros de mi generación que, por un lado, eran de izquierda antiimperialista y odiaban a Estados Unidos. Todo lo que viniera de Estados Unidos era considerado despreciable, hasta la poesía beat o el rock. Yo compraba las revistas semanales en los quioscos de la calle Florida; Times, Newsweek, Life. Leía, fácilmente, media docena de publicaciones por semana y estaba muy al tanto de lo que pasaba en el mundo. Estaba muy atento, espontáneamente, a todo lo que fuera rebeldía juvenil, innovación, renovación cultural. Ya desde los cincuenta, después de la Segunda Guerra Mundial, venía dándose una generación que no estaba dispuesta a ir a morir gratis a otra guerra. Empezaron los movimientos pacifistas, los embriones de los movimientos ecologistas.

Hay una línea de tu libro que reza: “Quiero vivir en el asombro permanente”. Me pregunto cuáles fueron tus primeros asombros, los de una mente tan curiosa, cuándo sentiste por primera vez esa sensación de extrañamiento fascinado por algo.
Recuerdo, primero, un extrañamiento con la circunstancia infantil y la circunstancia adolescente. Yo pertenezco, por edad, a una generación que hizo su escuela primaria y su colegio secundario bajo el Peronismo. Fue casi como si lo hubiese programado; es decir, entré en la escuela en el 46 y salí del colegio secundario meses antes del derrocamiento de Perón. En una época de populismo exacerbado como fue la de Perón, mi sensibilidad, que ya de por sí se diferenciaba espontáneamente, no era una idea intelectual… En mi casa no había libros: mis padres no eran lectores. Mis padres eran inmigrantes polacos. Manejaban perfectamente el idioma porque habían llegado cada uno por su lado al país cuando eran adolecentes, se conocieron acá. El único libro que había en casa era uno que había comprado mi papá por solidaridad, que era socio vitalicio de la Sociedad Hebraica. Un libro sobre el campo de concentración de Auschwitz, con fotografías. Esa fue mi primera lectura, ese libro del campo de concentración. Y me pegó muy fuerte. La vida me ha deparado, hace dos años, la posibilidad de viajar a Polonia y de recorrer su museo. No quiero fantasear demasiado, pero algunos itinerarios, creo, ya estaban escritos en mi bitácora celestial. Todo me fue llevando a situaciones que me facilitaron el acceso a contextos en los cuales yo nunca me imaginé que me podría encontrar. Pero lo que más me agotaba en mi vida infantil y adolescente era la superficialidad de todo. Mencioné a un gobierno populista; no tenía que ver con la ideología, tenía que ver con la iconografía del peronismo original. Entonces no dejaba de notar la manipulación masiva que había de la juventud y de la infancia. Recuerdo travesías de aventura muy particulares, por ejemplo: que nos llevaran como escolares en ómbibus abiertos, sin techo, que se llamaban “bañaderas”, para almorzar una vez por año en la residencia presidencial de Olivos. Ocasionalmente, Eva Perón salía a caminar entre los escolares y la veían. En ese caso no me pasó, pero sí me pasó cuando vino en el cincuenta y pico a inaugurar un mástil en la escuela Florencio Balcarce, donde yo estudiaba. En el secundario la cosa era más manipulada, porque los jóvenes eran, qué te puedo decir… Carne de manifestación. Nos reunían en el patio del Colegio Nacional Nº6 Manuel Belgrano para los grandes eventos deportivos de la época. Entonces jugaba Independiente con un equipo inglés en Londres, y ganaba, por supuesto, y nos hacían formar en el patio para escuchar el partido por los altoparlantes. O nos hacían formar para escuchar la pelea de Pascualito Pérez por el campeonato mundial de los pesos mosca, que lo ganó también, y el truco de la organización de todo eso era el momento en el cual el héroe de la jornada le dedicaba su triunfo al General Perón. Yo me sentía como marciano, en otra latitud. A veces nos mandaban al colegio entero a la plaza San Martín, y pasaban lista, a gritar: “¡Las Malvinas son argentinas!”. Es decir, había una especie de calendario movimentista, del cual uno cuando podía por supuesto se escapaba e iba a otro lado. Pero registro ese extrañamiento, sentirme parte de algo que no terminaba de atraerme, porque nos mandaban como instrumentos de una política. Ya en el secundario tenía compañeros que eran militantes políticos -antiperonistas, por supuesto-, que pertenecían o a la Acción Católica o al Partido Comunista. Cada cual venía a venderme su diarito, que en el caso del PC era Nuestra palabra y Antorcha en Acción Católica. Yo los leía y no me producía ninguna vibración de afinidad ni nada que por su retórica me pudiera movilizar. Y ya ahí me descubrí como disonante. No sabía qué buscaba, pero buscaba otra cosa. La primera cosa que descubrí fue el cine: me convertí en un voraz consumidor. Yo vivía en Caballito oeste y los cines de barrio daban programas de tres películas seguidas y muy variado. Veía de todo. Mi papá, que era un artesano marroquinero y fabricaba carteras muy finas de señora, mandó a construir un aparato que en la época se llamaba combinado, con radio y pasadiscos automático. En aquella época, año 53, 54, empezaban a salir los vinilos. Pero lo que tenía de interesante es que los muchachos de radioarmadores, que eran fans de la radiofonía, le equiparon no solo una radio AM sino cuatro bandas de onda corta, que yo empecé a explorar. Y ese se convirtió en mi escape. Ya desde la escuela primaria yo venía atraído por la radio. Iba a la escuela a la mañana y todas las noches me quedaba dormido escuchando una radio que transmitía todas las obras de teatro la avenida Corrientes. Me dormía siempre en la mitad del segundo acto, no aguantaba. La radio, antes que la lectura, fue mi principal vía de acceso al mundo. Con la onda corta escuchaba todo lo que había, las transmisiones en castellano de los países relevantes; la BBC de Londres, la Voice of América, Radio Moscú, Radio Nederland. Y fue así que descubrí el primer rocanrol escuchando el Hit parade norteamericano por onda corta. De más grande venía el domingo a la tarde al centro, a los cines -en esa época había muchos, ahora han desaparecido en su mayoría; si no son iglesias evangélicas son shoppings. Descubrí que había librerías de viejo, especialmente una que se llamaba Palumbo. Parece que yo tenía una cita con Roberto Arlt, fue mi primera lectura contracultural. DescubríEl juguete rabioso y empecé a leer literatura argentina no convencional. Fui haciendo mi propia bitácora, huyendo de lo que me imponía la enseñanza secundaria de la época. Encontré, a través de la radio, del cine y de las librerías de viejo, mi zona natural.

Y antes de viajar ¿cómo conociste gente afín?
Bueno, esa búsqueda mía ya desde la adolescencia se canalizó a través de una revista de aventuras que salía y se llamaba Rojinegro, que circulaba por todo América Latina. Publicaba cuentos y relatos cortos de aventureros de los mares, de detectives, pero en las últimas dos o tres páginas traía pedidos de correspondencia amistosa. Gente que quería intercambiar sellos postales, revistas o postales. Con alguna gente me empecé a escribir. Ahí fue que adquirí el ritual de la correspondencia amistosa. Con el tiempo, la búsqueda permanente me llevaría a lugares donde no pensé que iba a terminar llegando. Por ejemplo, cuando mis papás se mudaron al Once, eran socios vitalicios los dos de la Hebraica que estaba a una cuadra y me dijeron que aprovechara el carnet y que por lo menos fuera a hacer gimnasia. Entonces me iba a usar la piscina o a jugar al básquet. Una vez, salí del vestuario y vi un cartel muy grande que decía: “Clases de arte escénico”. Empecé a tomar clases y formé parte del elenco estable de Hebraica y seguí haciendo vida de actor con un nombre figurado que por suerte nadie sabe y no hay manera de rastrearlo. Ahí, una amiga me prestó un libro de reflexiones filosóficas de Albert Camus que me costó leer pero que automáticamente llevó a leer El extranjero, El mito de Sísifo, y me volví cien por ciento camusiano. Me pegó muy fuerte una anécdota de la liberación de París: Camus, que había sido parte de la resistencia de la clandestinidad, en un diario de los guerrilleros antinazis, Combate, respondió cuando le preguntaron por qué no celebraba la liberación: “¿Qué liberación? Los burócratas y los gendarmes siguen siendo los mismos”. Eso me quedó grabado como una cicatriz.

Claro, en tu diario se lee, pero pensando en Argentina: “Hay dos cosas que no cambian: los policías y los burócratas”. Y pienso también en esa zona de angustia de Arlt, que parece estar sobre el que escribe en tu libro también.
Sí, bueno, yo soy un disconforme. Pero no es inadaptación, sino incompatibilidad. Esas fueron las materias primas que me fueron marcando itinerarios, uno a partir de esas motivaciones elige ir para acá o para allá. Cuando aparece la generación beat yo descubro que existe la novela En el camino de Kerouac leyendo una revista Time. Me fui a la librería de libros en inglés, una británica que estaba en San Martín y Corrientes, Pigmalión, y pedí me consiguieran la edición inglesa. Los libros venían por barco, tardaban un mes. Fue asi que leí En el camino mucho antes de que se tradujera al castellano. En esos primeros libros de Kerouac aparece el budismo zen, así que me fui a buscar los libros de Suzuki, publicados por la Sociedad Budista de Londres. Otra cosa que me impactó muchísimo fue Wilhelm Reich. Entré en el mundo que no se llamaba todavía contracultural, especialmente por un movimiento contemporáneo de la beat generation que se llamó Los jóvenes iracundos de Gran Bretaña, Angry young men, con figuras importantes como el ensayista Colin Wilson que escribió un libro fundamental que nunca se reeditó llamado The Ousider, que se tradujo como El disconforme. Un poeta amigo de Estados Unidos, años después, me dio una definición muy cabal: decía queoutsider no significa afuera, sino en el borde. Porque “marginal” a veces significa enfrentado con la sociedad, pero en el borde es que uno vive con un pie adentro y con un pie afuera.

¿Vos te sentís un outsider?
Yo soy un outsider, cien por ciento. Ahora miro para atrás y veo una trayectoria en cincuenta años; no sabía que me iba a pasar todo lo que me pasó, pero todo lo que me pasó tenía que ver con mi naturaleza. En la encrucijada del camino entre la incertidumbre y la certidumbre yo siempre elegí la incertidumbre, y así fue como aterricé en Nueva York. Se corre el riesgo, si uno ritualiza eso, de pensar que uno lo hace por exhibicionista, cuando en verdad yo no he sido exhibicionista, he sido siempre muy introspectivo y hasta casi te diría que he sido bastante solitario. Memorias de los ritos paralelos es una historia de la soledad en medio de la multitud. Durante la primera mitad de mi estadía en Nueva York sí que hice una enorme vida social, fui a ver todo lo que se podía ver, leía como un desaforado; vivía arriba de una librería entonces antes de subir a casa me agarraba un par de libros, los leía en la madrugada y los devolvía a la mañana. Tenía acceso a la vanguardia de lo que hoy es historia de la literatura norteamericana del Siglo XX, yo lo vivía en cuerpo a cuerpo con muchos de sus protagonistas.
Hay elementos que ibas a desarrollar en tu obra posterior que ya están presentes en este libro.
Y, fue en el 64 en Nueva York donde yo tuve mis primeras lecturas ecologistas. No sabía que iba a terminar siendo parte de un movimiento ecologista veinte años después. Mi amigo Ted, que era mi protector, tenía una novia que era bióloga marina y algunos domingos me invitaban a lo que ellos llaman brunch. Tenía una biblioteca impresionante y le pedí prestado un libro de Rachel Carson que se llamabaPrimavera silenciosa, una denuncia de los insecticidas clorados sintéticos, que estaban exterminando a todos los insectos benignos además de a las plagas. Los pájaros, entonces, se encontraban hipotéticamente con una alfombra de insectos envenenados y al tratar de alimentarse con ellos se iban a envenenar… Y un día ibamos a amanecer una primavera sin pájaros. Eso está pasando actualmente en la Provincia de Buenos Aires, con los glifosatos y la soja, que están literalmente matando las malezas pero también a los sapos, entonces hay plagas inmensas de mosquitos que son consecuencia de que los sapos se murieron. Bueno, esa fue mi primera lectura de carácter ecologista. Luego, en la prensa underground, descubrí la ecología social de Murray Bookchin, denunciando la energía atómica, la sociedad de consumo, los edulcorantes artificiales. Eso, para mí, fue un abreojos impresionante. Cuando volví de Estados Unidos empecé mi carrera profesional como periodista.

En el libro hablás de notas que estabas escribiendo mientras vivías en Nueva York, con lo que te mantenías, ¿para qué medios eran?
Conocía gente que estaba en la revista The Nation o Esquire o revistas menores locales que me compraban notas porque tenían presupuestos para eso. A veces,  ni siquiera las publicaban, pero era una especie de solidaridad, para que yo me mantuviera. Existía ese tipo de alianza entre los escritores, los poetas. Tenía amigos tanto en Nueva York como en San Francisco que eran jefes de redacción o encargados de secciones. En parte, sobreviví con eso, y también haciendo traducciones para la revista de la OEA del ingles o del portugués.

Se puede pensar en Henry Miller cuando se lee tu relato de cómo pasabas esos días, la manera de reflexionar, esos largos monólogos interiores que reproducís, tu modo de entender un lugar en el que finalmente eras un extranjero, si bien decís que estabas integrado…
Estaba integrado pero al mismo tiempo me estaba desintegrando, que es lo que le pasa también a una semilla cuando se convierte en una planta. Cuando lo releí para tipearlo me di cuenta, reviviendo esos procesos, de que en ese momento yo estaba fructificando o por lo menos estaba brotando. Escribí un libro, paralelo a este diario, Opus New York, que es un libro de poemas. Lo escribí naturalmente, no para competir con los poetas con los que estaba, porque ese libro lo publiqué tiempo después en Argentina. Pero los poemas que escribía los compartía en Le metro y me ayudaban mis amigos a traducirlo al inglés. Y, en gran medida, todo lo que vino después surgió de esa modalidad de saltar al vacío. Yo me abrí al universo ahí.

¿Ya trabajabas como editor?
Cuando yo estaba en Nueva York yo ya era editor de Eco contemporáneo, que la hacíamos con Antonio Dal Masetto. La hicimos porque no nos aceptaban los materiales que queríamos compartir. Las traducciones de poesía norteamericana, en un momento donde todo el mundo era castrista y la única verdad era la revolución cubana, era considerada como poesía del imperialismo. La poesía norteamericana, por analogía, era también el enemigo, pese a que los poetas beats no eran imperialistas yanquis en el sentido tradicional. Sobre todo Ginsberg, al defender el derecho a ser homosexual o ponderando la marihuana, y viniendo a un mundo pacato como el sudamericano. La gente no sabe pero Ginsberg y Fellinghetti estuvieron en 1960 en el Encuentro de escritores de América latina en Concepción, Chile. Hay fotos de Ginsberg con Nicanor Parra, con Ernesto Sábato. Y los miraban como bichos raros. Tengo un amigo periodista que me dijo: “Sí, yo lo conocí a Ginsberg en Concepción, pero era un tipo sucio”. Tenían ese estigma de la cosa procaz. Y a nosotros nos ignoraron cuando queríamos diseminar poesía latinoamericana nueva y poesía beat. Y yo ahí fue que empecé a incubar que todo eso constituía una nueva solidaridad. Estábamos, en los años 60, preanunciando la necesidad de una unión continental. Pero no era una locura de Miguel fumando marihuana en Nueva York; con los años fui conociendo a Ernesto Cardenal, a Alejandro Jorodowski, a su hermana Raquel, a Thomas Merton… Ginsberg en 1990, en la Escuela Kerouac de poesía desencarnada, en el Instituto Naropa, donde yo me formé en meditación tibetana, organizó una segunda versión panamericana del encuentro nuestro de México del 64. El panamericanismo de los poetas sigue dando vueltas, solo que no está en los titulares de los diarios. A mí me han entrevistado de la radio de Colorado la semana pasada; es decir, yo sigo llevando adelante la nueva solidaridad. Y cuando yo llegué con esa idea a Nueva York me apoyaban Julio Cortázar, Thomas Merton, Henry Miller…  No es que éramos hippies, bueno, pre-hippies, porque cuando nosotros empezamos a hacer eso todavía no había hippies.

¿Cómo fue tu contacto con el nacimiento del movimiento hippie?
Yo estaba en la Plaza Thompkins del bajo East Side, cerca de donde vivía en Nueva York, leyendo. Me iba a leer al sol. Un día estaba ahí leyendo y viene un tipo multicolor, que yo nunca había visto eso antes, con un manojo de globos. Se me acerca, me da un globo, y me dice: “Hoy es el día del globo”. La cara brillante, rutilante; debía estar fumadísimo. “Cuando el campanario de la iglesia de en frente dé el mediodía, en la última campanada soltá el globo y vas a ver qué pasa”. Y fue y le repartió globos a toda la gente de la plaza. Yo me até el globo con un moñito en el cordón de la zapatilla. Cuando sonó la primera me acordé, lo desaté, esperé a que sonara la última campanada del mediodía y lo solté. Y en ese momento sentí que estaba ocurriendo algo inédito en Nueva York, porque subían globos al cielo de todas partes. En agosto cuando yo estaba en California y empezó la guerra de Vietnam, San Francisco ya era una ciudad hippie, incluso antes de que los diarios se dieran por aludidos. Y, por supuesto, en todas las casas, los bares, en todas las vitrolas, lo único que se escuchaba era Bob Dylan.

Y estaban los Beatles, que contás los escuchaste por primera vez en el jukebox de una cafetería de terminal.
Claro, bueno, todo eso es la banda de sonido de este libro. Pero es un libro que no habla solamente de mí, habla de la ceremonia de estar vivo y sabiendo que no era ahí donde yo tenía que echar raíces.

¿Nunca pensaste en quedarte?
No. Yo he tenido con el paso de los años ofertas para quedarme en Estados Unidos, pero tenía otras inquietudes.

Viajaste un montón, ¿Buenos Aires es tu lugar?
Yo no puedo negar que soy porteño, que tengo gran parte de mi historia redactada aquí. Me va a pasar algo terrible a fin de año: la Legislatura me va a declarar personalidad de la cultura, lo cual no sé si es bueno o malo, me va a dar cinco minutos de notoriedad en algún diario. Pero… No está contado en el libro, pero vos me hacés una pregunta muy puntual y yo quiero darte una respuesta puntual. La radio fue también mi apoyatura en Nueva York en los momentos de soledad, sobre todo una estación que pasaba jazz todo el día. Pero había también una radio latina que pasaba música latinoamericana; cha cha cha, boleros, todo ese tipo de cosas. Y un día estaba escuchando la radio latina, haciendo cualquier otra cosa, y de pronto aparece Lucho Gatica, que en la época era un cantor de boleros muy genial, pero aparece no cantando boleros sino una versión de Paisaje de Catamarca. Y sin que yo lo organizara, no sé por qué extraño mecanismo simbiótico, empecé no a llorar sino a soltar lágrimas. Yo nunca había estado en Catamarca. Tuve una vivencia en ese momento: me saltó, sin querer, un aroma. Es decir, yo a veces me mandaba solo en tren, en los trenes antiguos, que uno se sentaba en el último vagón y vos veías correr las vías y los durmientes y las piedras sentado en el borde del escalón. Eso lo hacía de vez en cuando, me mandaba viajes. Y me acordé del olor particular que tenían los rieles. Una de las primeras cosas que hice cuando volví de Nueva York fue tomarme un tren a cualquier parte para sentarme en el último vagón y sentir el olor de los rieles del ferrocarril. Y no era para emularEn el camino, porque yo nunca corrí un vagón de carga para subir al tren. Pero sí estuve en el ferrocarril, oliendo los rieles. Y yo soy de acá. Y mis amigos rockeros hacen rock pero son de acá. Javier Martínez, Moris, Alejandro Medina, todos son de acá y no podrían ser lo que son si no fueran de acá.  No tiene que ver con el patriorismo sensiblero de los desfiles militares. Tiene que ver con que uno, si es una semilla, tiene que arraigar en alguna parte. Y a mí me tocó acá. Podría haber nacido en Polonia, si mis padres no hubieran emigrado. Pero yo siempre he vuelto, y no me arrepiento.

Nueva York fue uno de los tantos puntos en tu recorrido, ¿verdad?
Nueva York fue una etapa, una estación. De Nueva York volví a buscar la plata que tenía acumulada en Washington con la Revista Americas. Con eso me compré un pasaje para ir a San Francisco. Hice una parada en Kansas, donde había un poeta amigo. Armaba los recorridos donde había poetas amigos. Me fui a San Francisco, de ahí a Oregon, volví a San Francisco, bajé a Los Ángeles para verme con Henry Miller.

¿Cómo era Henry Miller?
Y Miller era… Era un mutante. Hay un libro maravilloso de él, que poca gente leyó, El tiempo de los asesinos, lo editó SUR. Maravilloso. Él vivía en una casa muy paqueta, no vivía en Los Ángeles propiamente dicho sino en un suburbio, en el lugar más caro de la región, con piscina y todo eso. Me mandó a la secretaria a buscarme porque no hay transporte público. De tan caro que es el barrio, el servicio doméstico va en auto. Me invitó a almorzar, estuvimos toda la tarde conversando. Tenía fantasías. Estaba fascinado con Tierra del fuego y quería saber si salía fuego de la tierra. Costaba conversar con Miller porque había que repetirle, la secretaria me advirtió: estaba medio sordo. Y, además, almorzó con nosotros la hija, que había venido con un amigo que no se animó a sentar a la mesa. El amigo comía en la cocina porque el viejo le criticaba los amigos. Se pasó peleando con la hija todo el tiempo por los amigos que tenía. Pero Miller me hizo un favor: me prestó cien dólares. Con eso llegué a la frontera. No me los reclamó nunca. Él se la pasó mangando toda la vida, en Europa se la pasó viviendo de puro mangazo, ¡yo tenía que mangarlo a Henry Miller! En fin. Nos hemos divertido.

¡Qué vida hermosa!
Pero está mejorando.

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De ETERNA CADENCIA, 21/05/2014

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