Mariano García
Vladimir Nabokov (1966). Habla, memoria. Una autobiografía revisitada. Barcelona: Anagrama, 1986.
En mi caso se trata de un autor “revisitado”; ya ni me acuerdo cuándo ni dónde fue lo último que leí de VN, aunque hace mucho que estoy apartado de él y de su obra. Extrañamente –o no tanto, a juzgar por mi prejuicio juvenil por cualquier cosa que no fuera ficción– nunca llegué a avanzar más de una decena de páginas de este libro, que ahora leí de un tirón llevado por el impulso autobiográfico de mis últimas lecturas y que se inició con la lectura de Lejeune (la lectura previa de un libro de Amícola sobre autofiguración me entusiasmó lo suficiente como para reunir cerca de mi cama una buena pila de títulos aun no leídos sobre este subgénero: Gertrude Stein, Nabokov, Sarraute, Leiris, cosas compradas hace más de diez años en algunos casos; como sea, ni siquiera entonces pude hacerme tiempo para iniciar esa empresa, que recién hace un par de meses acometí con Rousseau –me queda pendiente Agustín). La textura tan particular, rica y quizá excesivamente adornada de VN me retrotrae a esa época adolescente en que lo descubrí. También el contenido de este libro despertó recuerdos no demasiado felices de mi niñez, nada más que por comparación con la niñez diáfana, intocada al parecer por la tristeza o la desgracia o siquiera algún momento grotesco. VN fue una persona primero privilegiada, y luego, cuando sobrevino el exilio y la triste muerte de su padre, una persona muy suertuda, aunque merece rescatarse su férrea voluntad por salir adelante, que lo llevó sin dudas mucho más lejos que a cualquier otro “niño bien” caído de su cuna de oro. El libro es bastante interesante –más de lo que esperaba según mi borroso recuerdo– aunque parece sobrescrito, como todo lo suyo. Hay momentos especiales, como la descripción muy vívida de la institutriz francesa, “Mademoiselle”, o los paseos non sanctos por museos semivacíos de San Petersburgo con su primera novia, Tamara, o las delicadas pero evidentes alusiones a la homosexualidad de su tío Konstantin o su desdichado hermano Sergei. Es también atractivo el relato sobre su vida en Cambridge y los comentarios sobre los rusos blancos emigrés, entre ellos varios escritores. El final decae un poco, y omite significativamente el relato de cómo conoció a la célebre Vera, a quien se dirigen estos recuerdos, pese a la invocación del título (salvo que para VN Vera y Mnemosyne fueran una sola mujer).
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De MICROLECTURAS, blog del aitor, 08/01/2014
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