ROBERTO NAVIA
GABRIEL
Roberto fue probablemente el hombre más infeliz del mundo durante 17
horas continuas, entre la mañana del 1 y la madrugada del 2 de junio de 2013.
En ese tiempo, una multitud endemoniada lo acusó de liderar el robo de un
camión Nissan Cóndor, lo amarró de pies y manos, lo golpeó con mangos de
picotas en la cabeza, en las costillas y en el culo, y cuando el sol ardía bajo
el dominio de las tres de la tarde, su cuerpo recibió chorros de gasolina y una
mano de hombre sin pena prendió el cerillo y lo transformó en una antorcha
medieval y él iba de tumbo en tumbo, revolcándose como una culebra en la plaza
del pueblo, rogando a ciegas a sus verdugos que le libraran de ese calor enorme
que le comía como una piraña hambrienta cada pedazo de piel.
- Quiero agua, dirá varias veces después
en el hospital y lo dirá a las dos de la madrugada por última vez, antes de que
su cuerpo ya no robusto, con el 90% carbonizado, achicado por las llamas, emita
su último suspiro.
A las seis de la tarde de ese 1 de junio, la multitud de Ivirgarzama
regresó a paso lento a sus labores cotidianas, con el alma desahogada como
quien sale apaciguado de la misa dominical, con la certeza de haber sancionado
a mano propia y dura a un delincuente y aportado con un granito de arena en la
lucha contra el crimen. A la misma hora, Roberto Ángel Antezana, de 27 años de
edad, moreno, padre de un niño de siete años y cortador de árboles madereros de
oficio, fue socorrido por su papá Melquiades y su mamá Isabel, que bajo los
efectos de una soledad evidente y de una tristeza eterna, solo atinaron a
echarle tierra a su hijo para que las últimas bocas de fuego se extingan.
Después espiaron a los costados y cuando vieron que ya no había más peligro, lo
cargaron al hospital en una camilla improvisada que hicieron con dos bolsas de
tela que compraron en el mercado que está a media cuadra de la plaza, porque el
chofer de la ambulancia municipal se negaba a socorrerlo por temor a despertar
de nuevo a los llamados amos de los linchamientos.
Ivirgarzama es un pueblo que con sus cerca de 10.000 habitantes en su
núcleo urbano, está anclada en la provincia Carrasco y forma parte del famoso
trópico de Cochabamba, cuya imagen más visible es Chapare, la cuna política del
presidente Evo Morales y el territorio fértil del circuito de la hoja de coca,
esa planta milenaria que va a los cachetes de los consumidores tradicionales o
siguen camino a las fosas de maceración donde se cocina la cocaína made in
Bolivia.
El trópico de Cochabamba es también la tierra brava donde desde el 2005
hasta septiembre de 2013, grupos eufóricos de varios pueblos llevaron por a la
hoguera a 13 hombres de entre 18 y 45 años de edad, acusados de haber robado
vehículos usados o motocicletas que no cuestan más de 300 dólares. En ese
polvorín, Ivirgarzama fue el epicentro donde por lo menos 20 personas más,
según reportes policiales, soportaron golpes de manada o fueron asfixiados con
alambres de púas como medida de presión para que canten sus pecados.
Pero estadísticas anteriores que maneja el estudio de la misión de
Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala y que no están registradas en
los libros del Ministerio Público ni de la Policía nacional, elevan – o
descienden – a Bolivia al pedestal número dos del ranking de ajusticiamientos
por manos de civiles. Ese informe le da al país el título de subcampeón de
linchamientos al haberse registrado entre 1996 y 2002, un total de 480
incidentes de ese tipo, de los que 133 terminaron en muerte en diferentes
ciudades y zonas rurales de la nación.
Para el ministerio público y la Policía, para los habitantes más antiguos
y para los recién llegados de Ivirgarzama, para los comerciantes de vehículos
indocumentados y vendedores de chucherías, esta zona del país que se encuentra
en el corazón del territorio nacional, a 350 km de Santa Cruz de la
Sierra y a 800 de La Paz, es por momentos una especie de lejano oeste, un
Estado dentro de un Estado, donde la justicia y la seguridad ciudadana se
asumen por cuenta propia.
- Siempre fue así, dice José Luis Hervas,
que llegó de Cochabamba en 1985, con sus 29 años de edad y su flamante título
de médico general debajo del brazo.
Ese mismo año, ante la ausencia estatal, junto al párroco, a la directora
de la escuela y al corregidor, el médico ayudó a formar un tribunal de
sentencia para frenar a los ladrones de gallinas que en aquel tiempo
malhumoraban a los habitantes.
La primera sentencia que dieron fue cuando un vecino denunció a otro que
le había robado tres pollos. La decisión unánime del comité fue obligar al
ladrón a que devuelva los animales, vivos o muertos, y someterlo a 20
chicotazos a espalda pelada, amarrado a un poste en el centro de la plaza, para
que pase vergüenza, para que se sepa que en Ivirgarzama habita gente de ley.
- Supuestamente hacíamos justicia.
Eso cree ahora el médico que recuerda que la justicia ordinaria y oficial
dio señales de vida allá por 1990, cuando desde La Paz llegó el primer policía
no itinerante al pueblo, y siete años después, el 2002, bajó de un bus el
primer fiscal permanente, más que para combatir los delitos de bagatela, para
estar alerta ante los brotes de violencia anunciados por la Federación de
Cocaleros, que había amenazado con bloquear la carretera asfaltada que va de
Santa cruz a Cochabamba, como represalia al gobierno de Jorge Quiroga, cuyos
parlamentarios aprobaron en enero la expulsión definitiva del diputado Evo
Morales del congreso, bajo acusación de ser el autor intelectual de la muerte
de un subteniente y de un policía en la localidad de Sacaba, a manos de
campesinos.
Las cifras no han mejorado mucho. Ivirgarzama estrenó hace dos años un
edificio de tres plantas donde funciona el Comando de la Policía, que está casi
deshabitado porque para la población solo están destinados tres efectivos de la
Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (Felcc), que se visten de civil
cuando ocurren los linchamientos. Los dos fiscales que ahora existen, trabajan
en una casita sin baño, sin conexión telefónica ni internet y donde está
guardada una camioneta color roja del año 2000 que el Ministerio Público envió
desde Cochabamba, pero que no funciona porque no tienen presupuesto para
reparar el problema de motor ni para comprar gasolina.
Marcos Vidal tiene su carta de renuncia en la punta de la lengua, al
cargo de fiscal, porque está cansado de destinar el 60% de sus 800 dólares de
sueldo para gastos operativos de su oficina, y de cargar a nombre de la
justicia boliviana el peso de impedir las matanzas y de investigar a los
autores que están amparados en un código del silencio que la gente ha
instaurado para protegerse de las investigaciones del Ministerio Público.
La tarde en que quemaron vivo a Roberto Ángel Antezana, el fiscal buscó
ocultar su investidura con una polera negra entre las aproximadamente mil
personas que enarbolaban la muerte en la plaza. Pero alguien reconoció su
cuerpo de niño grande, su cabello ondulado y su voz de papagayo y de una
botella de plástico le disparó combustible.
- Sentí el frío de la gasolina en mi
espalda y escuché una voz que me dijo: ¡Apartate fiscal de mierda!
Dio un paso hacia atrás y ahora cree que esa reacción lo libró de la
muerte. Pero aquel pasaje no es el peor tormento que habita en los recuerdos de
este fiscal cruceño que, por problemas con una autoridad superior, llegó a
Ivirgarzama como castigo en enero del 2013, supuestamente solo por dos meses.
Marcos Vidal, a sus 47 años de vida, ya no duerme como un bebé. Sus sueños
son un nido de culebras porque no puede olvidar la cara perdida de un hombre
con cuerpo de pajarito que a las tres de la tarde de ese 1 de junio, encendió
un fósforo y lo lanzó a otro hombre que desde las nueve de la mañana empezó a
ser castigado en las entrañas de una especie de inquisición del siglo XXI.
***
Roberto no fue el único al que esa tarde quemaron vivo. Pero fue el
primero. Casi inmediatamente después, sus hermanos Álvaro, Nelson y Melquiades,
su sobrino Gunnar Antezana Ángel y su yerno Rubén Aguilar Cuéllar, maniatados y
con la cabeza metida en bolsas de nailon, también pasaron por el patíbulo
autoritario de la turba, alimentada por moto taxistas y choferes del transporte
interprovincial, por campesinos y por curiosos que a voz en cuello decían que
estaban en contra de los criminales que no dejan dormir en las noches calientes
y húmedas del trópico de Cochabamba.
Álvaro pasó por 20 cirugías y le amputaron dos dedos de la mano derecha y
la mano izquierda está convertida en un puñete que no puede soltar. El fuego le
deformó la piel de sus brazos y el diagnóstico médico dice que sufrió quemaduras
de primer, segundo y de tercer grado. Por eso estuvo cinco meses en cama y los
representantes del Ministerio Público acudían a una clínica de Cochabamba no
para investigar sobre lo que le hicieron, sino para tomarle declaraciones
dentro del proceso por el supuesto robo del camión Nissan Cóndor instaurado a
los linchados.
La cara redonda y plana de Álvaro delata a un hombre que aparenta más de
los 32 años que tiene, porque a partir de aquella tragedia - él mismo lo dice -
los años se le vaciaron encima de la noche a la mañana. Desde su casa paterna
de Bulo Bulo, donde está ahora, a orillas del río Ichilo y a 50 kilómetros del
lugar aquel que bautizó como la cuna de sus peores dramas, este sobreviviente
deshilvana su reciente pasado:
Todos los que fuimos linchados aquel día, menos Roberto, salimos de aquí
a las 5:00 a sacar simbao – peces que sirven de carnada para pescar - de los
atajados de Puerto Gretter. Fuimos en la camioneta de mi papá, en la Hilux
plateada que compró en 11.000 dólares.A las 6:00 ya estábamos de retorno,
chupando mandarinas y planificando la jornada de pesca. Viajábamos
despacio y relajados, pero dos hombres vestidos de uniforme policial se bajaron
de una vagoneta y nos hicieron parar.
No nos asustamos porque sabemos que ésta es una zona roja donde opera el
narcotráfico y se esconden los ladrones de vehículos, y que de vez en cuando
llegan desde Santa Cruz policías para realizar operativos. Como no teníamos
nada que temer, les hicimos caso. Pero sentí una mala espina, llamé a mi casa y
no me acuerdo quién contestó. Solo dije que nos habían detenido unos
uniformados. Cuando los cinco ya estábamos fuera de nuestro vehículo, salieron
del monte por lo menos 20 personas con palos y piedras y los supuestos policías
desaparecieron o quizá se cambiaron de ropa. Eso fue a 20 km de Bulo Bulo. Nos
acusaron de haber robado un camión y después hicieron lo que quisieron, nos
colocaron bolsas en la cabeza, nos inmovilizaron con nudos ciegos en las manos
y en los pies y nos tiraron como a chancho a la carrocería de nuestro propio
vehículo. Uno de ellos le quitó la llave a mi hermano Melquiades y nos llevaron
hasta un cruce de camino que está a 5 km de aquí. Ahí fue que escuché la voz de
mi papá.
Don Melquiades Ángel Roca es de estatura pequeña, tiene bigotes
despoblados y una cara que confirma que la desgracia tocó la puerta de su vida
a los 60 años de edad, cuando pensaba que la tranquilidad le vendría como un
regalo que siempre mereció, después de criar a sus 12 hijos con el esfuerzo de
hombre de campo, cultivando esas 40 hectáreas que compró en las mejores épocas
de su existencia.
Nació en Todos Santos, un rancherío metido en alguna esquina de Villa
Tunari, dentro de la provincia Chapare. Ahora está sentado junto a su hijo
Álvaro y a su esposa Isabel, amparados por una cabaña que es la antesala de su
dormitorio y donde hasta el 30 de junio del 2013, un día antes de los sucesos,
junto a su mujer dirigía un restaurante de comida típica. La rocola, ese
gramófono que funciona con monedas expulsando canciones a la carta, era la
alegría de los clientes a la hora del almuerzo.
Recibí una llamada de Álvaro, me dijo que estaban en problemas, que los
habían detenido. Fui con mi esposa y con mi hijo Roberto a buscarlos y los
encontramos tirados en la carrocería, como si fueran animalitos. Dos hombres
dispararon al aire con sus escopetas y lo rodearon a Roberto, lo ataron y lo
alzaron donde estaban los cinco. Lo acusaron de ser el hombre orquesta de una
banda que se dedica a robar vehículos. Les insistí en que si eso era verdad por
qué no acuden a la Policía. Me contestaron que no creen en la justicia. Me
desesperé y les dije que si eran machitos que se agarren a puño uno a uno
conmigo. Para ese momento, que era cerca de las 9:00, ellos ya pasaban de 80
porque había llegado en un bus más gente alterada. Mi mujer se desplomó de
dolor y tuvo que volver a la casa para reponerse. Luego se los llevaron a
Ivirgarzama y yo los seguí de lejitos, en un auto que en Bulo Bulo había
contratado por horas.
En la camioneta, para ponerlo a la par con los otros, a Roberto lo
agarraron a patadas con modales de barbarie. Eso cuenta Álvaro, que tiene
recuerdos intermitentes:
En el vehículo perdía y recordaba el conocimiento. Lo volví a recuperar
cuando me estaban azotando y después me enteré que todo había ocurrido en la
plaza, al frente de la Alcaldía y a un costado de la iglesia. La gasolina que
me echaban encima me sacaba y me devolvía a la vida. Porque cuando me perdía su
olor fuerte me despertaba pero después me mareaba y me volvía a dormir.
Intuí que me prendieron fuego, me revolqué en el piso para intentar apagarme.
No sentía dolor, estaba adormecido de tanto palo. Nunca pude ver el fuego pero
sabía que me estaba quemando. No me acuerdo si grité.
Gritó como bala un cordero que va camino al matadero.
Eso lo asegura su papá, que estaba prisionero en la carrocería de un
camión estacionado a metros de los condenados. Ahí lo subieron por la fuerza.
Desde ese lugar estiraba el cuello para ver el circo romano instalado en el
centro del pueblo, donde el público febril esa tarde acosaba a seis
gladiadores atormentados.
Desde esa carrocería de camión, vi a un hombre que estaba con la cara
reventada. Le pregunté a Jeison, mi hijo de 17 años que me acompañaba, quién
era ese pobre tipo. El muchacho no me respondió, solo se puso a llorar y yo
entendí que se trataba de Roberto. Tan mal estaba el pobre que no lo reconocí.
Desde ahí vio gritar a Roberto y a Álvaro, a Nelson y Melquiades, a
Gunnar y a Rubén. Todos jóvenes de entre 18 y 32 años de edad.
Escuché decir a la gente que Álvaro ya estaba muerto y le cortaron las
pitas de las manos y de los pies porque el fuego no las había quemado. Pero de
pronto despertó y se arrastró a una banqueta de la plaza. Pidió una frazada no
sé si porque le hacía frío o porque estaba casi desnudo, pero una vendedora de
refresco le alcanzó un vaso y mi pobre hijo se acostó como una guagua. Cuando
ya estaban todos tirados y sin fuerza, con el cuerpo negro y destrozado, los
que me tenían prisionero me preguntaron si quería bajarme de la carrocería. Les
respondí que depende de ustedes. Y una voz hipócrita me dijo que si yo no hice
nada por qué estaba ahí. Entonces brinqué, corrí a socorrer a las víctimas y en
ese trajín encontré a mi mujer que gritaba como loca.
A Roberto, a Álvaro, a Nelson y a Gunnar los llevaron de a uno al
hospital, cargados en la misma camilla improvisada. Pero Rubén y Melquiades,
que presentaban evidencias de no estar al borde de la muerte, fueron
trasladados a las celdas por dos policías que solo llegaron al escenario para
eso.
Álvaro despertó en el hospital.
Ahí me di cuenta que Roberto estaba todavía vivo. Una enfermera gritó:
¡Doctor, doctor, un paciente está mal, agonizando! Antes yo lo había visto en
estado consciente y vendado todo, menos su cara. Pedía agua y no le daban. Yo
quería llorar y no podía. Supuse que era de madrugada. Cuando amaneció llamaron
a mi mamá para decirle que uno de los gordos había muerto. Los policías me
contaron después que por el fallecimiento de mi hermano se preocuparon del
resto de los linchados y nos llevaron a un hospital de Cochabamba.
A la muerte de Roberto, se sumó la de Gunnar, que se fue de este mundo en
enero pasado, a los 26 años de edad, a causa de un cáncer que le diagnosticaron
en ese pie derecho que la tarde de furia la multitud anónima le había
destrozado a patadas.
Álvaro recibió de la justicia ordinaria el beneficio de detención
domiciliaria y por eso ahora está aquí con sus padres, masticando el drama de
los hechos. Pero Melquiades, Nelson y Rubén continúan detenidos en la cárcel de
El Abra de Cochabamba. Sus familiares vendieron dos terrenos para pagar a un
abogado y Melquiades papá no ha recuperado su camioneta Hilux.
- Es como si la tierra se la
hubiera tragado.
Pero la pérdida de las cosas materiales no es lo que acongoja a don
Melquiades. Lo que lo llena de espanto es que incluso en pleno velorio de
Roberto le llegaron amenazas de que iban a sacar el cuerpo del difunto después
de que lo entierren.
Si fuera cobarde me hubiera ido de aquí, no lo hago porque estoy con Dios
y porque mis hijos no son ladrones. A esa gente le hice saber que aquí estamos
y que si quieren vengan a matarnos. Total, con todo lo que pasó ya estamos
medio muertos.
Para defenderse, los Ángel Antezana tenían dos armas que consideraban
eficientes: machetes y once perros.
Estos últimos, dice doña Isabel, morena, de 51 años, de una boca que vive
con la sonrisa extraviada y de ojos enormes y nublados, los perros se
portaron como verdaderos guardianes, porque a falta de policías, los animales
se desgañitaban ladrando cuando sentían ruidos de hombres extraños en los
alrededores de la casa.
Varias veces intentaron hacernos algo. Nos llama la atención que de los
once solo queden siete. Se fueron muriendo, tal vez ellos los mataron.
***
Y ellos son todos y son nadie. La justicia ordinaria no mostró mano dura
contra los autores de los linchamientos producidos en el trópico y, por el
contrario, cuando la Policía detuvo a algún sospechoso, los pobladores,
campesinos y colonos reaccionaron como un solo hombre, se quejaron y amenazaron
al Gobierno nacional. El 3 de febrero de 2010, el magno congreso
ordinario de la Federación Sindical de Comunidades Carrasco Tropical, emitió un
pronunciamiento y envió una carta con el rótulo de urgente al entonces ministro
de Gobierno Sacha Llorenti.
Parte de la carta dice: “No logramos entender cómo la justicia
está a favor del delincuente. Ante la constante aparición de robo de
motos y a domicilios, la gente se siente desprotegida, y al respecto no se hace
ninguna investigación. Pero cuando aparece muerto un ladrón, rápidamente actúa
la Policía. Un compañero nuestro fue detenido acusado de instigar un
linchamiento y enviado a la cárcel de Sacaba de Cochabamba. Rogamos a su
autoridad que se lo libere y que se deje sin efecto las investigaciones en su
contra. Por otro lado, le pedimos que pueda gestionar la reestructuración de la
Policía y de los administradores de justicia, con los que no nos sentimos
protegidos”.
El 2 de marzo de 2010, la Federación Sindical de Mujeres Carrasco
Tropical, le envió otra carta a la ministra de Justicia, Celima Torrico, en la
que se le pide que libere a un afiliado que detuvieron y al que se lo involucra
en el ajusticiamiento del 14 de diciembre de 2009 por parte de una multitud a
los ladrones de motocicletas, y que, en caso de no ser escuchadas, amenazaron
con movilizaciones, pero le aclararon que no quisieran llegar a esa extrema
medida.
Los dirigentes de las instituciones que forman parte de la federación
Carrasco Tropical guardan un silencio de cementerio para referirse
personalmente sobre los linchamientos y desde la vereda del anonimato coinciden
con el discurso del ciudadano común: “Le hemos perdido la fe a la Policía, a
los jueces, a los fiscales y por eso nos vemos obligados a sancionar a los
delincuentes, porque cuando los policías los mete a la cárcel, a los pocos días
los liberan en nuestras narices”.
El moto taxi es el principal servicio de transporte público en
Ivirgarzama y sus conductores se ganaron el apodo de ‘verdugos’, porque como
tienen la facilidad de movilizarse cuando han descubierto a un supuesto ladrón,
alborotan a la población y preparar la hoguera para ejecutarlo.
Si uno les pregunta, ¿qué hacen ustedes cuando descubren a un ratero de
motos? Lo quemamos, contestan, siempre que la pregunta no la haga un periodista
identificado. Y se justifican argumentando que lo único que hace el pueblo es
aplicar la justicia comunitaria que está amparada por la nueva Constitución
Política del Estado y por la Ley de Deslinde Jurisdiccional que se aprobó el
año 2010.
- Pero no existe ningún artículo que
mande que se aplique la pena de muerte. Los castigos de la justicia
comunitaria y ancestral apuntan solo a tareas físicas, asegura el fiscal
Vidal.
El jurista habla con conocimiento de causa porque a él, una vez, lo
sentenciaron y castigaron los aimaras del lago Titicaca. Fue el 2005 cuando
acudió a la comunidad indígena Chua, para detener, junto a un policía, a un
profesor de escuela sobre el que pesaba la acusación seria de haber violado a
varias estudiantes de 15 años.
- Pero usted cometió un error, le dijo el
Mallku, el líder político de la comunidad que de poncho rojo, con su bastón de
mando en una mano y un chicote en la otra, lo invitó a que explique por
qué ha detenido al profesor sin su permiso, causando un perjuicio para los
estudiantes, porque es sabido que – le enfatizó - cuesta que el Estado les
envíe a un nuevo maestro a ese rincón de la patria que si se viaja en un
vehículo se llega en solo tres horas de La Paz.
Lo pusieron al medio de un círculo formado por otros dirigentes. Desde
las 16:00 hasta las 18:00 lo llevaron a un juicio bajo las normas de la
justicia comunitaria. Lo sentenciaron a que haga 200 adobes en lo que quedaba
del día. Como ya era tarde y hacía frío, le dieron una especie de indulto: que
compre 10 cajas de gaseosa popular a cambio de bajar a la mitad la pena.
- Por suerte tenía dinero y había una
venta en la esquina de una cuadra, cuenta ahora el fiscal con buen humor,
sentado en un restaurante del centro de Ivirgarzama.
Mira de a rato su teléfono celular de 20 dólares y dice: Ya son siete las
llamadas que me hicieron de un número privado desde que estoy hablando contigo.
Y de eso hace cuatro horas.
Deduce que en el pueblo ya se enteraron que el fiscal está hablando con
un periodista y que los telefonazos podrían ser una advertencia para que no
estire la lengua, para que no hable de los misteriosos linchamientos. Pero él
ha decidido no contestar las llamadas que le hagan desde un número privado,
porque ya está cansado de las amenazas. Por eso, prefiere recordar cómo terminó
su historia de reo a orillas del Titicaca.
Aquella tarde-noche se sacó los zapatos y se arremangó el pantalón. Le
dieron baldes para que saque agua del lago, le entregaron un montículo de paja,
otro de tierra y empezó a ‘trabajar’.
Cuando iba por los 20 adobes tembló de frío y los efectos de los 3.800
metros de altura sobre los que se asienta el Titicaca, era un taladro pesado
que le perforaba la cabeza.
- Pero igual seguí. Se había armado una
muralla de gente a mi alrededor y en coro contaban cuando iba por el adobe 98,
por el 99, por el 100.
Eran las 10 de la noche cuando el Mallku lo despidió con un abrazo de
amigo y le dio un mensaje que Marcos Vidal nunca olvidará: Ya sabe fiscal,
siempre hay que pedir permiso a la comunidad y si el maestro es culpable de lo
que se le acusa, estamos de acuerdo que pague en la cárcel. El profesor
ahora tiene 36 años de edad y cumple una condena de 20 años de prisión en la
cárcel de San Pedro de La Paz.
Un año antes, Marcos Vidal se estrenó en su lucha contra los
linchamientos como suele ocurrirles a quienes están notoriamente marcados por
el sello de la muerte. En El Alto de La Paz, esa ciudad montada sobre 4.000
metros de altura sobre el nivel del mar, descubrió que la muerte purga los
pecados de una de las urbes más alta del mundo. El 2004 él se inició como
fiscal de homicidios y su primera misión fue rescatar con vida a un
paisano que había sido sorprendido robando una garrafa en un barrio de la zona
de Río Seco. Cuando llegó al lugar de los hechos, a eso de las 18:30, vio que
en una cancha de fulbito estaba un hombre ensangrentado y con el cuerpo mojado
con gasolina, listo para que lo conviertan en un mechero humano.
Se abrió paso sin identificarse. Cuando estuvo frente al amarrado, se
presentó como el doctor Vidal, representante del Ministerio Público de Bolivia,
señores. Solicitó que le den permiso para trasladar al acusado a una oficina
judicial para someterlo a una audiencia de medidas cautelares.
Amenazaron con sacarlo a patadas.
Los policías que lo acompañaban no se asomaron al escenario. Se quedaron
a unas cuadras de la cancha, con el motor del vehículo encendido, listo para
escapar por si la gente agarre su bronca contra los agentes de la ley.
- ¿Quién garantiza que a este
ladrón no lo soltarán después que nosotros se lo entreguemos?, recuerda el
doctor Vidal que alguien de entre la masa le grito de frente.
- Yo garantizo, cuenta que respondió con
aplomo.
Le tomaron la palabra, soltaron al supuesto hombre de mal hacer y
agarraron al fiscal, lo ataron al arco de fulbito y le aclararon que si el juez
libera al detenido, será a él a quien torturen.
Un juez de El Alto, enterado sobre la vida dura por la que atravesaba
Marcos Vidal, terminó la audiencia en 30 minutos y ordenó que al ladrón de
garrafas se lo traslade a San Pedro, a esa cárcel que luce sus muros de adobes
centenarios a pocas cuadras del centro de la sede de Gobierno.
El fiscal no sabía que a partir de esa noche iba a evidenciar la
ejecución de por lo menos 20 linchamientos, que salvará a algunos y que no
podrá hacer nada por otros, que su ritmo de trabajo alocado y franciscano sería
la causa para que fracase su matrimonio con la mujer con la que procreó dos
hijos y que un 1 de julio de 2013, en plena plaza de Ivirgarzama, alguien de la
manada de ejecutores le rociará con gasolina en la espalda y le dirá: Apartate
de ahí fiscal de mierda.
***
Los acusados de ser ladrones en Ivirgarzama son odiados a muerte cuando
están vivos, pero dos de ellos, cuando cruzaron el umbral del más allá, pasaron
de chicos malos a ‘santos’ y ahora les ponen velas y les rezan para pedirles
milagros los lunes y los viernes, cuando la creencia popular asegura que las almas
vuelven de visita a la tierra para ayudar o hacer la vida imposible a los
mortales.
Pero la gente les claman por una ayuda no en el templo del pueblo, sino,
y aunque cueste creerlo, en la mismísima Policía. Los devotos no son solo los
hombres o mujeres de civil, los uniformados también les piden que interpongan
sus oficios para un montón de peticiones.
En un lugar privilegiado del Comando de la Policía de Ivirgarzama, encima
de una mesita de tocador, duerme una urna de madera donde están guardados los
restos óseos de dos hombres sin nombre que hace más de cinco años fueron
quemados vivos y acusados de un robo que no figura en los expedientes
policiales.
El suboficial Pedro Núñez Pacheco, director de la Fuerza Especial de
Lucha Contra el Crimen (Felcc), se ríe con vergüenza evidente cuando admite que
las ‘calaveritas’ están ahí, acompañando a los pocos policías que trabajan en
Ivirgarzama y a las que elevan plegarias cuando se avecina un linchamiento,
para que desinflen el ventarrón de la furia de la gente, para que no permitan
que otros caigan en desgracia.
Son los patrones de la guarda de los sentenciados a muerte, sentencia el
suboficial Núñez, el policía que llegó al trópico de Cochabamba el 2010,
cuando los cráneos y otras partes del cuerpo de esos seres anónimos ya estaban
en la casa policial. Como no existe nada escrito, se remite a testimonios de
sus camaradas antiguos que ya no están, los que le contaron que fue a
orillas del río Ichilo donde se encontraron dos cuerpos carbonizados, que luego
fueron llevados al Comando para que las almas de los fallecidos hagan el
milagro que la Policía pocas veces puede evitar: impedir que la gente mate a
otra gente aplicando técnicas brutales conocidas como linchamientos.
Tanta fe les tienen los policías a esos restos, que fueron ellos los que
pusieron cuota para comprar la urna. Cuando la noticia llegó a las casas
de los vecinos, éstos se sumaron a la romería y ahora tienen la costumbre de
acudir a la Policía para rezar por el alma de los esqueletos y para pedirles
milagros: Una ayuda por favor para que prospere el negocio, para alejar a los
rateros de la casa y para que los seres queridos siempre regresen sanos a
casa.
Los que acuden en las noches no solo prenden velas, se quedan en
silencio durante horas para pijchear (masticar hojas de coca) y así entablar
una comunicación espiritual con esos hombres de los que no se sabe quiénes
fueron, de dónde son, ni qué hacían en el trópico antes de que se les corte el
hilo de la vida.
El suboficial Núñez incluso cree que algunos de los fieles podrían ser
quienes participaron del linchamiento. Suele ver a algunos que se sientan a
llorar como un bebé, que levantan las manos y hablan despacio, como si se
estuvieran quejando de algo, como si un pecado mayor les sofocara en el
pecho.
La mayoría de los linchados queda como NN porque ningún familiar o amigo
llega para reclamar el cuerpo y por eso no se consigue identificarlos. El
médico forense Pedro Cejas Suárez, 58 años de edad y con voz de sacerdote en
estado de gracia, cree que los parientes de los difuntos no aparecen por miedo
a que el pueblo los apunte o porque quizá son de otros rincones del país y
desconocen en qué terminó su ser querido.
- Después de 48 horas son sepultados en
fosas comunes. No hace falta cavar un pozo hondo porque el fuego achica los
cuerpos. A veces nos hemos encontrado con amputaciones térmicas, donde solo
quedan parte de la columna y de la cabeza.
Pedro Cejas trabaja en un consultorio que está en la segunda planta de
las instalaciones de la Policía, y desde ahí ve pasar la vida y las muertes que
ocurren en Ivirgarzama, el pueblo con casas de dos o de tres pisos sin revocar,
con techos de calamina y con terrazas donde las mujeres tienden las ropas
lavadas, con calles de tierra y con perros que saben hacerles zigzag a las
motos, a las miles de motos sin placas que conforman el parque automotor.
No hay estadísticas serias que sirvan para hacer comparaciones. Ni la
Policía ni el Ministerio Público manejan datos de ajusticiamientos que nunca se
saben, que quedan ocultos entre los barbechos de la jungla tropical. Pero lo
que se puede percibir a través de las pocas denuncias sobre el índice de
delitos, entre cinco o 10 cada mes –con el robo de motos en la cima del ranking
– el médico forense cree que los ajusticiamientos asustan a los delincuentes y
por eso desaparecen un tiempo, hasta que se les pasa el miedo.
La última muerte a mano de vecinos fue el 7 de noviembre del año pasado.
El informe forense dice que Gerardo Mérida García, de 25 años, fue encontrado
colgado de un árbol de palo santo, con signos de violencia y hematomas en toda su
humanidad y que la causa de su muerte fue probablemente por asfixia mecánica
por estrangulamiento con soga delgada.
Desde aquel día no se presentaron denuncias oficiales de robo de
motocicletas, revela el director de la FELCC, sin ningún tono de orgullo,
porque sabe – lo afirma – que la lucha contra el delito se apoya más en la
política del terror que en los esfuerzos de sus pocos hombres.
Los policías se sienten con las manos atadas y creen que sus vidas, si se
hicieran los machitos, penderían de un hilo. El 2009, el Comando fue reducido a
mero observador de una matanza. La Unidad Móvil de Patrullaje Rural (Umopar)
detuvo a cuatro personas que corrían por la carretera en un vehículo tipo taxi.
En el interior del motorizado encontraron armas y los metieron a la celda
policial. Solo bastó una hora para que miembros de un sindicato de
transportistas lleguen hasta ahí para hacer saber que esos cuatro ‘tipos’
habían intentado robar 45.000 dólares del interior de la casa de uno de sus
afiliados.
La gente se alborotó y a los detenidos se los quitaron a la Policía de
las manos.
La masa de hombres se entró por la parte trasera del edificio y mientras
cortaban el candado de la prisión con una cierra, los presos Bladimir Herrera
Tintaya (32), Edgar Alba Caero (21), Eldy Eliot Villalba Chávez (28),
desesperados como cebras atacados por felinos, rompieron la ventana de la
cárcel y cayeron de las brasas al sartén, directo a los brazos de sus enemigos
que primero les dieron con palos y luego los colocaron encima de una llanta de
camión donde estuvieron ardiendo horas hasta convertirse casi en cenizas.
El cuarto supuesto delincuente, Eufracio Carlos Alba, de 29 años, no
escapó por la ventana rota y se quedó en una esquina de la celda temblando como
un gatito.
- Estoy aquí como prueba de mi inocencia,
cuenta el suboficial Núñez que Eufracio les dijo a sus atacantes, que después
de varios azotes le perdonaron la vida.
***
Los dos primeros palazos parten el alma y los que vienen después son una
anestesia para el cuerpo, un preparativo para que el zarpazo de la muerte no
vuelva loco al hombre en llamas.
Álvaro Ángel Antezana no es consciente de si gritó o no cuando lo estaban
quemando y entre los intervalos de ese infierno recuerda cosas que le ayudaron
a seguir con vida, como el vaso de refresco que una mano de mujer le alcanzó
cuando él estaba tirado en el banco de la plaza adonde llegó a rastras cuando
dejaron de atacarlo.
- Esa persona se jugó la vida entre medio
de tantos bárbaros.
Eso cree Álvaro y admite que le hubiera gustado que aquel ángel solidario
haya ido horas después al hospital, para que cuando su hermano Roberto pida
agua, lo socorra y le apague el fuego que se le quedó encendido en la
garganta.
_____
Tribus de la inquisición fue Premio
Nacional de Crónica. Publicado en separata de El DEBER, 05/07/2014
Premio REY DE ESPAÑA, febrero 2015
Fotografía: EFE
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