Friday, October 31, 2014

10 canciones para un ingenuo anarquista

CARLOS HEVIA FERNÁNDEZ


Get back The Beatles 1969. A los doce años pasábamos gran cantidad de nuestro tiempo libre en las salas de juegos. Empezaban a llamarse así, y aunque aun resistía la denominación de billares porque solía haber al menos una mesa, casi todo eran máquinas del millón. Cuando llegó Get Back a la máquina de discos -ni gramola ni jukebox- de Los Electrónicos, un local espacioso y con el suelo de linóleo que antiguamente había sido sala de fiestas, me impactó. No me cansaba de escucharla una y otra vez golpeando con el pie en el suelo y meneando mi incipiente melena.  En el catalogo sobresalía la discografía de Victor Manuel, también Nuestro pequeño mundo, Aguaviva, Camilo Sesto, cosas así.


Maggie May Rod Stewart 1971. Dos años mas tarde, con catorce, ya frecuentábamos algunos bares. Por supuesto podías beber y fumar lo que quisieras, a treinta y cinco pesetas el cubalibre y a seis la cajetilla de Celtas. En Los Faroles, un bar con el meadero y un apartado para parejas atrayente y algo perturbador en él sótano, también tenían maquina de discos, un duro dos canciones. El camarero, Jose, era un tipo simpático, pequeñín, cabezón y con unas gafas de Rompetechos que minimizaban sus ojos tanto que no distinguías si los tenía abiertos o cerrados. Maggie May era de lo mejor que podías oír, pero también se escuchaba Lone Star o Nino Bravo.


Je t’aime, moi non plus. Jane Birkin & Serge Gainsborough. 1969. La canción más sensual de la historia. En la discoteca “El Columpio” la pinchaban siempre. Si conseguías una pareja de baile cuando empezaba lo “lento”, rezabas para que el disc-jockey pusiera Je t’aime. Uno iba arrimándose poco a poco para acabar con la cara a cuarenta grados y las orejas como pimientos morrones. Claro que era fácil calentarse entonces. La motivación de que disponíamos para darnos un auto-homenaje era, en el mejor de los casos, un calendario de bolsillo con una chica en bikini o en camisón. En aquellos tiempos triunfaban la imaginación y los parques. Si me pedís una recomendación, para hacer el amor Leonardo Cohen está muy bien; para echar un polvo vale lo mismo AC/DC que Madonna.


Sweet Virginia (Exile on main street. 1972) The Rolling Stones. Suenan las primeras notas con la guitarra acustica de Richards y la armónica de Jagger e inmediatamente te transportan a un tugurio lleno de humo, con la música mezclada con el murmullo del público. Keith tocando sentado en un taburete, el sempiterno pitillo colgando de sus labios, Mick maquillado de fiesta apoyando la mano en la cadera. Cualquiera pensaría en un disco en directo grabado en un antro del Village o en cualquier pub de Londres, sin embargo fue en un estudio improvisado en una mansión de la riviera francesa.  Puedes oler los porros, y cuando aparecen los coros, son un grupo de colegas celebrando un cumpleaños a la una de la mañana, colocados como cabras cafeteras, sin responsabilidades, sin miedo al futuro, puro hedonismo y diversión. Contagiosa, además. Si cierras los ojos puedes imaginarte allí mismo, cerveza en mano. A veces la pongo, saco el kazoo del cajón y soplo a dúo con el saxo de Bobby Keys.


Powderfinger  (Rust never sleeps. 1979)Neil Young H. y yo eramos amigos, paisanos y compañeros de trabajo.  A veces nos tocaba guardia juntos, íbamos en su coche o en el mío. En mi Opel Corsa 5 puertas solía sonar siempre el Exile on Main Street. H., empeñado en levantarmelo, me ofrecía cambiarlo por alguno de sus casetes. Un día consiguió convencerme, pese a que sabía que no lo volvería a ver y a cambio cogí el Rust Never Sleeps que tenía tirado en la guantera de su Renault 12 . Nada más escuchar el guitarrazo de entrada y la primera estrofa supe que me había enamorado para siempre de esta canción. H., gran persona y desprendido aunque no devolviera los prestamos, nos abandonó demasiado joven, consumido por un cáncer de estómago. Una gran parte de la vida son el recuerdo de aquellos que vamos dejando por el camino.


The End  (The Doors 1967). The Doors. Cuando has tomado un ácido, la música no entra solo por los oídos; te embiste, te golpea en el estomago, circula alrededor de tu cerebro haciéndose visible. Puede crear una vía láctea psicodélica delante de tus ojos. Y The End tiene un ritmo hipnótico, sincopado, propio para la inmersión. Me había comido media pirámide marrón y las palabras como sentencias de un poema épico de Jim envueltas en el órgano de Ray Manzarek, cascabeles y campanillas al fondo, era una invitación a acurrucarte en la oscuridad.  De pronto arañas negras invadieron las paredes, empecé a flotar y desde la cornisa del cine de enfrente creí verme ahí, sentado en el suelo. Realmente parecía El Fin, pero todo lo que sube baja y quien no ha tenido un mal viaje.


Heroin Velvet Underground 1967 . Lou Reed canta: “No se adonde voy/ pero voy a intentar alcanzar el reino/ si puedo…” En los setenta, la heroína todavía era una sustancia con glamour para connaiseurs, para los que estaban en el ajo. No se vendía en chabolas del extrarradio, si no en pubs y cafeterías de mesas de mármol en las zonas viejas de las ciudades, en buhardillas del centro. Hacia el setenta y ocho unas cuantas parejas viajaron a Bangkok de luna de miel y de souvenir se trajeron caballo. Puro blanco tailandés. Una vez cortado, el polvo esponjoso corrió por los ambientes del rollo «como una bola de opio que rueda alrededor del mundo» (W. S. Burroughs).  Entonces nos creíamos los tipos mas enrollados de la ciudad, algo así como sumos sacerdotes de un rito arcano y secreto, oficiado con cuchara de plata y jeringa de cristal. Flotando por encima de las vidas burguesas y simples de los demás. No duró mucho tiempo, pronto se convirtió en algo sórdido y tan peligroso como la ruleta rusa.


Anarchy in the UK.  (Never mind the bollocks 1977) Sex Pistols.  Acababa de palmar Franco y empujábamos para entrar de una jodida vez en la modernidad. La política era tan popular como el fútbol, de ahí la sopa de letras de la Santa Transición. Troskos, maoístas, socialistas, marxistas revolucionarios, una indigesta papilla de siglas: LCR, MC, PRT, ORT, PCE, PCPE, JC…Unos pocos nunca comulgamos con la dictadura del proletariado, sospechando que no era muy distinta de una militar ni de una tecnocrática. Fundamos el GAD (Grupo Anarquista Durruti), y nos “jugamos el tipo” pintando con sprays Libertad sindical, imprimiendo panfletos en una vietnamita en el local de la CNT/FAI y fabricando pegatinas con cinta adhesiva. Se cuentan muchas batallitas de aquellos tiempos, pero la realidad es mas prosaica; íbamos tan cagados que casi siempre distribuíamos los folletos por el extrarradio y acababan en cunetas por las que no pasaba nadie. Nada heroico. Cuando salió el disco de Sex Pistols en el 77, vistas las componendas del régimen con sus presuntos opositores, ya intuíamos que no se puede cambiar el mundo, así que el nihilismo era un lugar confortable en el que sobrevivir. Y lo sigue siendo.  I am an anti-christ, I am an anarchist…


Billy (BSO Pat Garrett y Billy the kid. 1973) Bob Dylan. Cuando salió la película yo ya era dylanita. Algunos amigos me cuestionaban el gusto; pero si canta como un gangoso resfriado, decían. Ellos eran más de los Módulos. Verle actuando en la película de Peckinpah en el papel de Alias, un tipo lacónico y diestro con el cuchillo, con su barba de chivo y su chistera con pluma y firmando además una de las mas certeras bandas sonoras de siempre me confirmó que era un genio inimitable, genuino. “Knockin’n the heaven’s door” saltó de la pantalla al Olimpo de la musica popular, haciéndose eterna en miles de versiones. Sin embargo la balada que atraviesa todo el filme contando la leyenda de Billy el Niño como una crónica al estilo de los viejos cantares de ciego es muy elocuente, quizás algo idealizada: «Hay pistoleros apuntándote al otro lado del río / agentes de la ley persiguiéndote, quieren capturarte / a los cazarrecompensas tambien les gustaria apresarte / Billy, no soportan que seas tan libre…»


Los delincuentes. Veneno. 1977.  Lo primero sorprendente fue la portada, con aquel ladrillo de hash de Ketama etiquetado como Veneno. Lo segundo, por fin alguien escribía letras en castellano que no eran de amor ni lineales, tenían un punto de surrealismo y un trasfondo cómico, de gente que disfrutaba del sol, de los porros y los ácidos. Andaluces, pero sin la grandilocuencia de Triana ni la densidad del cante jondo. Hoy, treinta y siete años después sigo sabiendo la letra entera de esos «delincuentes que a veces comen en frío y otras en caliente, roban todos los días dos coches, uno por la mañana y otra por la noche…»

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De NEVILLE, 21/10/2014



Tesoros y secretos del Acre boliviano en la historiografía de José Salmón Ballivián



© Wilson García Mérida | Redacción Sol de Pando
       Que había otros indígenas tacanas como Juan de Dios Aguada, además de Bruno Racua, protagonizando con igual maestría y valor la expulsión, a flechazo limpio, de los brasileños de Puerto Bahía (hoy Cobija); que el descubrimiento de Cachuela Esperanza se produjo, casualmente, un 11 de octubre —día en que conmemora la Batalla de Bahía—, pero 22 años antes de la guerra; que Cobija era una ciudad que parecía existir en la dimensión desconocida, donde el tiempo transcurría diez veces más lento que en el resto de Bolivia… Secretos que la memoria enterró en su silencio y su lejanía, pero reviven con fantástica exactitud histórica en cada una de las páginas del libro “Por tierras  calientes: Impresiones, anécdotas e iniciativas referentes al Beni y Noroeste” publicado en 1928. Su autor: el médico, músico, escritor y explorador paceño José Salmón Ballivián.
El periodista Carlos Soria Galvarro tuvo a bien donar a Sol de Pando un ejemplar original de aquel libro compilado junto a otras obras del escritor.  Se trata de un volumen empastado que incluye dos libros de José Salmón Ballivián sobre la Amazonia boliviana, publicados antes de la Guerra del Chaco: “Por Tierras Calientes…” y “El Hombre de los Bosques – Cuentos Tropicales de Yungas, Santa Cruz, Beni, Acre, Caupolicán”.
Ambos libros delicadamente compilados bajo una tapa dura de agradable rugosidad, mantienen la dedicatoria original con puño y letra del autor a don Felipe Terán, el abuelo de Carlos Soria Galvarro y dueño original de aquel tomo que el nieto nos obsequió con cariño de auténtico camarada.
Salmón Ballivián era un liberal paceño, talentoso músico además, que ofició como Delegado en el Territorio Nacional de Colonias —muchísimo antes de la creación de Pando—, y también transitó como servidor público en lugares como Riberalta, Reyes y Trinidad. Su conocimiento sobre la realidad amazónica del país de aquel momento le permitió imaginar un futuro de esa tierra boliviana, que, ahora, aún en este siglo XXI, sigue siendo adelantado para su tiempo.
Nuestro paradójico país, escribió, “es un pequeño mundo aparte que tiene su polo y su ecuador propios… Pero muy al contrario de lo que pudiera creer un extranjero, el polo de Bolivia, en sus grandes montañas, glaciares y páramos, está bien habitado; al paso que su ecuador, bosques enormes, llanuras inmensas y ríos navegables, está deshabitado”.
Para quienes gustamos comparar Beni con Pando como quien goza diferenciando sus manjares, José Salmón hizo la suya con lucidez propia del verdadero conocedor: “El Beni es muy inundadizo por sus planos muy bajos, en forma que cuando llega la creciente, todas aquellas pampas y bosques se llenan de agua, pereciendo gran parte del ganado que no ha podido refugiarse en las pocas alturas del Mamoré. En cambio el Noroeste está libre de este inconveniente y goza de otras ventajas: cuenta con grandes extensiones elevadas, de mejor clima, vegetación sencillamente extraordinaria”.
Se puede asegurar sin hipérbole, escribió Salmón en ese texto de 1928, “que el porvenir de Bolivia se encuentra en estas regiones tropicales a las que la naturaleza les ha dotado de sus mejores galas y dones. Señores bolivianos, hay que conservarlas, poblarlas, explotarlas y sobre todo cuidarlas…”.
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De SOL DE PANDO, 30/10/2014

Thursday, October 30, 2014

María Moreno, escritora argentina: “Las palabras de la política te cagan el estilo”

Daniel Hopenhayn


El nombre (falso) de María Moreno viene haciendo eco. “Es tal vez el mejor de los narradores argentinos actuales”, dice Ricardo Piglia en la contratapa de Teoría de la noche, selección de sus crónicas que editó la UDP. Difícil de presentar, pertenece a la vieja escuela de periodistas autodidactas formados a la sombra de la dictadura y al calor de las conversaciones en bares y talleres improvisados. Por eso ha escrito sobre casi todo en un estilo que no se parece casi a nada, aunque eso se lo deba a muchos. Feminista que se ríe de sus problemas de identidad, cronista que reniega del boom de la crónica, solo está segura de una cosa: todo va a salir mal. Vino a Santiago por la Filba y conversamos con ella.


No le hace gracia salir del hotel para hacer las fotos de la entrevista. “Soy de bajo tierra, no veo el sol”, se queja. Pero conoce el ritual y coopera. Hace más de tres décadas que María Moreno (Cristina Forero para la ley) escribe crónicas en diarios y revistas, pero también ha hecho escuela propia como entrevistadora. Su técnica es “parecer boluda” y casi no hacer preguntas. Su fobia, que el entrevistador transcriba “muy buena tu pregunta”: “¡No, eso me indigna! Yo, por un tema de elegancia, hago que el entrevistado me humille”.
Suena a mujer brava y algo de eso hay, pero no le quita lo tímida. Lo supo un día el escritor José Bianco, quien a fuerza de humillar a la chica extravagante de pelo rizado y zapatos con plataforma que lo estaba entrevistando, la vio desmayarse frente a sus ojos. Han pasado unas décadas, pero todavía le aterra hablar en mesas redondas y ser entrevistada. Experta en llevar a la página la oralidad ajena, desconfía de la propia. “Me siento súper expuesta porque sé que puedo hablar de más, pierdo la noción de la escena… Pero ya que crucé la cordillera, ¡que la violación sea completa!”, dice dispuesta a comenzar la entrevista, aliviada, en realidad, porque acaba de cumplir con su última actividad en la Filba y sus nervios pasaron la prueba.
¿Vale la pena ir a escuchar en persona a los escritores que uno lee?
En general no, salvo por el cholulismo de ver el fetiche cerca, qué se yo… El escritor profesional tiene un ritual público que no suele ser interesante. Mi historia personal estuvo ligada a escritores a los que conocía físicamente, pero en los años 70, que fueron una época de bares. No había una diferencia entre el tipo al que leía y el que estaba en la mesa del bar.
Te formaste en un periodismo literario que pasaba mucho por esa conversación de bares. Dices que el tipo de crónica que salía de ahí ya no es posible.
Lo que ya no es posible es aquella formación no académica, autodidacta, que en realidad no era formarse solo sino formarse en todas partes. Esa cultura era muy de la época, con un Enrique Raab, un Rodolfo Walsh, que tenía el secundario incompleto… Gente que tenía maestros a los que elegía, no los de la universidad, pero donde la ciudad en sí misma era una gran usina para aprender. Había muchos centros de pensamiento, talleres de formación, los mismos grupos políticos clandestinos tenían escuelas de cuadros. Había tipos como Sciarretta, que era un maestro oral increíble de marxismo, los grupos del psicoanálisis también eran muy importantes… Por eso todos tenían saberes diversos, eran entre comillas cultos, ¿no? Eso para mí fue un caldo de cultivo y sobre todo a través de la palabra oral. Debo muchísimo a las conversaciones en los bares.
Y el paso de los saberes desde el bar a la academia, ¿es una involución?
No, simplemente hay un montón de elementos que lo hacen imposible, porque además eso se daba en el marco de unas izquierdas revolucionarias que perdieron.
¿Pero no es una pérdida que ya no se cultive esa transmisión oral de los saberes?
Eso sería decir “mi generación propuso un cambio que fue pervertido”, y no me animaría a decir eso. Ahora más personas escriben y tienen menos autoridades encima, fundan sus propios espacios en Internet… Lo que podría decir es que ahora, un periodista que va a hacer una nota a la villa, ¿qué hace? Toma testimonios. Pero no trae detrás, como podía traer un Walsh, nociones más amplias sobre ese espacio: una historia de las villas miserias, una historia del discurso popular. Ahora agarrás a una travesti, que además le falte una pierna, y que además sea nazi, y ya: tenemos una nota.
Pero la crónica está de moda.
Sí, está de moda, pero es un blef [bluff]. Mejor dicho, es en gran parte una construcción reciente de la academia norteamericana. Ella que valoraba el gran género, el género pija, que es la novela, de pronto tenía que encontrar otra cosa, entonces transformó a la crónica en un valor. Y un montón de periodistas que redactan, cosa que en cualquier otro momento hubiera sido lo mínimo para pedir, ahora se consideran cronistas. Ahí soy medio jerarquista, creo en la crónica literaria, la que hacían Darío, Vallejo, y que tuvo una función importante en la invención y formación de las ciudades modernas en Latinoamérica.
¿Esa crónica sobrevive cuando te van a leer desde un teléfono?
No tengo idea, no pienso en eso… Yo he estado recontra formateada por cada medio, pero para mí no hay una “zona pura” que no esté formateada por los medios. Escribo en medios y siento que siempre hice lo que quise. Aparte siempre trabajé en lugares como Página/12, etc., donde se podía esperar que hubiera un discurso literario.
Has dicho que la censura de la dictadura influyó mucho en tu estilo, porque forzaba a sugerir más que decir.
Sí. Como había un cerco informativo, las redacciones culturales de pronto se convirtieron en un laboratorio literario. Pero eso lo voy viendo ahora, en el momento no me recuerdo teniendo un pensamiento escondido detrás de ese estilo. Simplemente era un estilo menos afirmativo, gozoso quizás, donde por ahí importaba más el ritmo, la forma, que el sentido. Se valoraban modelos que ahora serían insoportables, como describir a alguien y recién a la página decir el nombre. Y cuando aparece la democracia, creo que empeora mi literatura, ¡ja, ja!
¿Por qué?
Porque el retorno de los discursos políticos me hace entrar en diálogos donde necesito decir cosas, más que esa experiencia formal. Muchos amigos me dicen que escribía mejor antes, porque ahora todas las palabras terminan en “ción”.
Por ahí definías tu estilo como “empapado en purpurina barroca con un fleco de jerga psicoanalítica, otro de materialismo dialéctico pop y otro de feminismo fashion, más algunas motas de argot farandulero y tartamudeo histérico”.
Es que a mí me gusta lo plebeyo. Uso los saberes de la cultura más tradicional pero sometidos a la contaminación de algo muy plebeyo, lunfardo incluso.
Pedro Lemebel se reía de los nuevos discursos de la diferencia que usan palabras como “heteronormatividad”. ¿Te simpatizan esos movimientos?
Por supuesto que me simpatizan, he trabajado con ellos, y por supuesto que las palabras de la política, como “heteronormatividad” o “desterritorialización”, te cagan el estilo. Yo no las uso y creo que Lemebel tampoco, hay otras maneras. En los tiempos de la izquierda tampoco usaba “enajenación”, ni me gustaba decir “clase”, todo eso me parecía jibarizar una cabeza. La izquierda nunca pensó más allá de sus dicotomías y creo que todavía no se articula con nuevos sujetos sociales, como las travestis, los gays… El pensamiento subjetivo sigue siendo lo que le falta. Lo incorporó como mercado, pero nunca hizo realmente el cruce entre políticas de la vida cotidiana, sexuales, etc., con la política-política.
“SOY TRANS”
Moreno, el apellido, se lo robó a su marido de entonces. Habrá sido una broma, pero bien resume su relación de ida y vuelta con los géneros. Desde los años 80 viene fundando suplementos y revistas feministas, además de El Teje, el primer periódico travesti latinoamericano. En “La pasarela del alcohol”, de las pocas crónicas en que se confiesa o aparenta hacerlo, aclara: “Las encuestas registran que mis ex amantes varones me consideran heterosexual y mis ex amantes mujeres, lesbiana. Pero es evidente que unos y otros están jactándose”.
¿Sigues siendo feminista?
Sí, claro, aunque siempre fui una feminista independiente, no una afiliada. Digamos que me siento más cercana al feminismo de la diferencia que al de masas. Por supuesto que defiendo el aborto legal, la igualdad de derechos y acompañé esos procesos jurídicos, pero me descorazona que todo se reduzca a una demanda de reconocimiento y una resolución jurídica. Tiene que haber derecho al chalecito, casarse, lo que sea, pero eso no me parece interesante. Creo que los movimientos feministas y gays trataban de pensar otra forma de vida.
¿Ese cambio no llegó?
A lo mejor sí, porque tendemos a traducir lo nuevo a lo mismo, y no es lo mismo, hay que mirar mejor. Yo creo que a todas estas nuevas familias, con una caída o redibujo del Edipo, todavía no las podemos mirar en lo que puedan tener de subversivo. Falta tiempo, son experiencias frágiles y todavía muy ligadas al reconocimiento jurídico.
¿A ti te llama lo trans?
Te diría que soy trans. Pero soy trans mucho más allá de lo sexual, tengo problemas con la identidad en general, me equivoco con las puertas de los baños… bueno, ya cambiar de nombre es correrse de la identidad. Lo que me llama de lo trans es empezar a escuchar nuevas novelas, pero fuera del formato jurídico y fuera de decir “heteronorma”, obvio. Por ahora prima el discurso del reconocimiento, me parece que la literatura va a aparecer más tarde. Es como la dictadura: el primer discurso se dedica a encontrar a los asesinos, a denunciar la tortura. Pero pasan los años y aparecen discursos desde lugares donde el enemigo ni siquiera participa, como Eduardo Jozami, un ex preso político que sacó su libro de memorias y cuenta que en prisión, al quedar eximido de sus deberes revolucionarios, pudo reconocer un deseo: quería ser escritor. Se hace escritor en la cárcel. Pienso que eso va a suceder también con estos grupos que hoy demandan reconocimiento.
¿Te provoca alguna fascinación que los géneros y las identidades se desdibujen?
A mí no me provoca fascinación nada. Pero nada, ¿eh?
¿Por qué?
Porque soy más bien escéptica. Creo en lo que decía Freud sobre la educación de los niños: se haga lo que se haga, va a salir mal.
Y ya que va a salir mal, ¿no hay un placer en contemplar cómo las identidades se vienen abajo?
No, lo que me provoca es una risa. Una risa de saber que todo se aburguesa, que un matrimonio sadomasoquista tiene un discurso más burgués que nadie sobre la pareja. Una risa de todas estas necesarias ilusiones, necesarias estrategias, y saber que siempre va a salir mal. O sea soy escéptica de… qué frase patética, pero soy escéptica respecto de la humanidad en general, ¡ja, ja, ja! Pero sí creo en los momentos fecundos, que son aquellos en que parece que hay algo que no se va a cristalizar. Hay de esos momentos.
¿También eres escéptica respecto del sexo?
¡Pero si es un gran mito!… Yo creo que dentro de unas décadas se van a morir de risa de que estábamos todos enajenados al sexo, que era la gran coacción, el gran deber ser. La gente no va a dejar de coger, pero esto de que el sexo es salud, que el sexo marca tu identidad, que el sexo es el bien, eso se va a volver totalmente irrisorio. Porque no es libertad sino todo lo contrario: son todos unos cuáqueros, pero que en vez de evitarlo tienen que cumplirlo. Incluso en estos grupos liberados algunos tienen más goce de identidad que goce de partenaire.
¿Una sexualidad reivindicativa?
Yo no creo que el saber modifique esas conductas. El matrimonio igualitario generó salidas del clóset, sin duda, pero los fantasmas sexuales se mantienen a pesar de las leyes. La angustia de ser sexual, la angustia de tu feminidad, del rollo que tengas ninguna ley te libera. Tampoco creo en esa otra pavada de que la prohibición favorece el goce, pero las chicas de los 70 sabíamos cómo no embarazarnos y sin embargo nos embarazábamos… Parece que todo el tiempo hay algo que se escapa, no somos máquinas enteras ligadas a la voluntad.
ILUSIONES Y ÉTICAS
El año 2001, en pleno fervor de la crisis política argentina (“que se vayan todos”), María salió a la calle a capturar voces. Entrevistó a intelectuales, dirigentes obreros, arregladores del mundo. De esos registros emergió mucho después La Comuna de Buenos Aires, un libro tardío que, sin quererlo, resultó incómodo.
¿Por qué necesitaste salir a escuchar en ese momento?
Esa fue una trama medio personal, porque yo estaba en una situación muy mala y aparte mi madre estaba muriendo, además por alzheimer, algo justamente relacionado con falta de memoria. Y yo estaba tomada por voces interiores, por así decirlo, y necesité salir a ser atravesada por otras voces. Así que fue poco política mi intención.
Al recoger voces de tanta gente, ¿descubriste algo que no podías intuir desde tu casa viéndolo por la tele?
No, para nada, es un registro de testimonios y siempre hay una posición ya tomada por quien va a registrar. Lo interesante, cuando lo publiqué mucho después, es que quedó como un documento de mil formas de ilusión, pero nadie que habló en esa época quería decir “yo me hago cargo de eso”.
¿Por qué?
Porque considerando lo que sucedió después, no hubo ahí ninguna claridad en el análisis político. Lo que había era una explosión popular y una esperanza en la izquierda de conducirla, pero nadie supo ver lo que venía. Y te diría que a muchos no les gustó que lo publicara, tuvieron pudor de lo que habían dicho. Pero el 2001 también hubo de esos momentos fecundos, que no tienen por qué capitalizarse, como la señora de derecha que salía a la calle con un discurso que dejaba corto a cualquier troskista. Esa experiencia valió por sí misma, no creo que había que ordenarla y capitalizarla.
Has dicho que la crónica asumió un “deber ser” político y dejó, por ejemplo, de cubrir a las clases altas.
Sí, el progresismo copó la cultura y hay un prejuicio sobre cubrir ciertos lugares. Es una pena, porque los ricos y sus espacios de privilegio son algo interesante, además se están muriendo grandes conchetos con vidas impresionantes. Aparte contar eso mismo puede hablar de lo otro, por contraste, ¿no? Pero hay un prejuicio, hay un pobrismo en la crónica, una debilidad por el “sujeto otro” marginado. Esa tradición justiciera está bien, pero lo otro también está bien.
¿La ética se volvió una impostura?
Depende, porque también hay distintas éticas. Cristián Alarcón, por ejemplo, ha hecho en las villas de Buenos Aires lo que él llama “crónica en sumersión”, y no es que se pase al otro y pretenda estar de su lado, pero sí, por ejemplo, una narcotraficante que fue clave en una de sus investigaciones, le encargó que fuera padrino de su hijo. Eso me parece bien: no usar y rajarte, hacer algún tipo de transacción. Pero mis ejemplos son investigadores que trabajan años, no el chico que va a la villa una sola vez y después hace su nota del “cronista en peligro”, que es el clásico. Me parece que son éticas diferentes.
¿Has creído en la idea de “darles voz a los sin voz”?
Es que esa es una expresión desgraciada, porque los “sin voz” tienen voz. Yo trabajé en una cárcel de varones, en Ezeiza, y mi laburo con ellos tenía más que ver con hacerles reconocer lo que ya sabían que con transmitirles algo. Lo que sabían de las cárceles, de hospitales, pobreza, villas… El proyecto era que ellos escribieran, eliminar al caficho que va y le pone un grabador al otro. Fue un fracaso, por supuesto.
¿Por?
Porque hay algo obvio: valorar la escritura y la autoría es algo nuestro, lo que ellos quieren es escapar de la cárcel. Al hablar hacían unos textos increíbles, criticaban “Los asesinos” de Hemingway desde su punto de vista de asesinos, o yo les leía un relato de Lemebel donde un asaltante lo perdona y ellos se acordaban de cuando le perdonaron la vida a alguien. Pero eso tenía un valor de texto en mi oreja, ellos hubieran preferido que yo fuera Moria Casán y los llevara a la tele. De hecho el delito en muchos de ellos venía del deseo de fama. Querían ser reconocidos como autores, pero de delitos.
EL MERCADO DE LA INTENSIDAD
Si uno quiere descubrir algo que no sabía, ¿siempre conviene buscar criminales, locos, alcohólicos?
No creo, hay locos con discurso de psiquiatra y los asesinos suelen ser de un moralismo extremo. Lo que yo veo es que a medida que se niega la experiencia, como en toda una batería de teorías recientes, al mismo tiempo hay una nostalgia tremenda de la experiencia. Y lo que vos decís lo veo como un síntoma de eso. Se lee a Lamborghini, pero se lo consume, se lo canibaliza como “vida intensa”. Y la vida intensa es la misma de siempre: sexualidad disipada, drogas, suicidio… Es un mercado del otro, de la intensidad, que sigue gustando.
Tú escribes en primera persona. ¿Cómo te llevas con el desprestigio del yo?
Es lo que te digo: están todas estas teorías de desprecio por el yo y sin embargo la gente come yo, canibaliza yo, desesperada. Interesante, ¿no? Es un síntoma.
¿Tu “yo” es confesional?
No, tengo una apariencia confesional pero es absolutamente construido, no es hablar de mí, para nada. Yo digo “yo” estratégicamente.
“La pasarela del alcohol”, donde hablas del alcoholismo, ¿sería una excepción?
Sí, pero es un texto donde el alcohol es una contraseña, en realidad es sobre mi generación, esta vida de los bares que te decía, una especie de conjunto de retratos. Y tiene un artificio extremo, muchas teorías internas, es un libro demasiado trabajado para decir que viene de la expresividad de una confesión. Aunque va a ser leído así.
Ése es el punto, ¿no?
La gente come intensidad. Yo escribí un montón de cosas, pero prefieren recordarme entrevistando a una máster sadomasoquista. Y ahora les gusta este texto.
Lo que dices en ese texto, ¿lo dirías en una entrevista?
No, pero puedes poner que estaba borracha, ¡ja, ja, ja! Y no sería tan falso porque me tomé un whisky después de la presentación para bajar los nervios, porque para mí es una angustia total. Pero no llevaría el tema del alcohol a lo oral. Creo que hay que leerlo como una operación literaria y dentro del libro. Te podría hacer ese show, pero prefiero que no. Por algo necesité ponerlo en un libro. Además soy muy consciente de cómo se construyen los espacios para ser leído, mi manera de integrarme al espacio cultural ha sido el lugar de la extravagancia, y el alcohol también forma parte de eso.
Si no ocuparas seudónimo, ¿tus libros dirían lo mismo?
No, no creo. Yo me muevo con María Moreno como si fuera un personaje, y puedo diferenciar lo que ella dice respecto a lo que diría yo, o sea Cristina Forero, que ya no existe.
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De THE CLINIC, 17/10/2014
Fotos: Alejandro Olivares