GUILLERMO RUiZ PLAZA
El año pasado se celebró el centenario de Camus. Por la calidad de su obra, deberíamos celebrarla todos los años. Este es un breve recorrido por su vida y su pensamiento a través de tres libros: El mito de Sísifo, El hombre rebelde y El verano.
Es la historia de un niño que crece en un medio humildísimo, en una casa sin servicios básicos, con una madre casi analfabeta, trabajadora del hogar, una abuela tiránica y el aura imprecisa de un padre ausente, muerto en la primera guerra mundial. Esto pasa, hace un siglo, en Argel, capital de la Algeria francesa. Con todo, esa infancia y adolescencia no pueden ser más felices: “Crecí en el mar y la pobreza me resultó fastuosa, luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable.” Ese niño será, a los 44 años, premio Nobel de literatura. La lengua en la que escribió, el francés, tuvo que aprenderla en la escuela. Un profesor repara en Albert e interviene frente a la abuela para que le permita al niño seguir sus estudios en el liceo gracias a una beca. Ella no está muy convencida del valor de un diploma, quisiera que Albert aportara ya a los gastos de la casa, pero al fin cede. Camus es feliz.
A los diecisiete años le diagnostican tuberculosis y Albert siente cómo lo cercan, prematuramente, las sombras de la muerte. “Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el centro de una dicha real” (El verano, 1954). Hay algo dentro de nosotros que, ante el flujo del tiempo, se queda o desea quedarse, y en ese sentido llama –la cultura, la historia, el amor, todo es un llamado–; algo que quisiera comprender el porqué de la vida, el porqué de la muerte, y llama; pero el mundo, denso e irracional, no contesta, no prodiga más que una “dulce indiferencia” (El extranjero, 1942). Ese es el sentimiento del absurdo. Tal vez, ante aquel diagnóstico aciago, Camus lo sintió por primera vez.
Injustamente, se cree que Camus era un pensador del absurdo. En realidad, el absurdo, en Camus, no es sino un punto de partida. Muerto Dios, mueren las explicaciones y los valores del cristianismo. Hay que buscar, entonces, nuevos valores que no sean los del nihilismo, ese “todo está permitido” que va a comenzar una nueva carnicería de la mano de Hitler. Así, en su primer gran ensayo, El mito de Sísifo (1942), Camus escribe: “No hay más que un problema filosófico realmente serio: es el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida, es responder a la cuestión fundamental de la filosofía. Lo demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, viene después. Son juegos; primero, hay que responder.” Camus desenmascara cierta filosofía como un juego infinito del lenguaje. Las aporías y las paradojas, las contradicciones internas, todo eso es posible dentro del lenguaje, hasta el hartazgo y la esterilidad. Por eso, Camus escribe en una lengua clara y precisa, con textura vital, para conjurar los vértigos y la ebriedad de los conceptos y los neologismos, tan caros a ciertos pensadores, que nada tienen que ver con la vida pero que han suscitado, no pocas veces, errores y horrores históricos. Primero, hay que responder: ¿Vale la pena vivir? Somos Sísifo y la conciencia es nuestra roca. Al final de la jornada sudorosa, espera la muerte. El suicidio no es una solución, sino una evasión. Es huir de esa tensión axial, la del llamado de la conciencia y el silencio indiferente del mundo. Otra forma de evasión es la de dar el gran salto hacia la fe. Camus respeta la fe, pero se atiene (debe atenerse, para no escapar a esa tensión lúcida) a lo que sabe. Y como sabe que no sabe, ¿a qué dar el gran salto? Sería huir de la tensión constitutiva de la conciencia. El valor está en ser Sísifo hasta el fin, en hacer rodar la roca de la conciencia hasta la cima. “Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien así. Este universo, que ya no tiene amo, no le parece ni estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta roca, cada astilla mineral de esta montaña llena de noche, forma un mundo. En sí misma, la lucha hasta la cima es suficiente para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo dichoso.” La conciencia está llena de noche, el mundo huérfano, pero todo está bien así. Gran lector de Nietzsche, Camus afirma la vida, que es devenir y muerte y olvido. “¿Qué haríamos, pregunto, sin esta enorme oscuridad?”; seguramente Camus aprobaría esta línea de la gran poeta Blanca Varela. Un enigma, eso es la vida, un resplandor oscuro como el que deja impreso el sol en la retina. Y es todo lo que tenemos. “De nuevo, un feliz enigma me ayuda a comprenderlo todo. ¿Dónde está lo absurdo del mundo? (…) Con tanto sol en la memoria, ¿cómo pude apostar por el sinsentido? (…) Podría responder, y responderme, que el sol justamente me ayudaba y que su luz, por ser tan densa, coagula el universo y sus formas en un deslumbramiento oscuro.” La lucidez, entonces, se parece a la dicha, es una de las formas de la dicha.
Pero la dicha es, a la vez, un puente hacia los otros. “Sí, existe la belleza y existen los oprimidos. Sean cuales sean los obstáculos de esta empresa, no quisiera ser nunca infiel ni a la una ni a los otros.” Y no lo fue. En 1939, Camus trata de alistarse en el ejército francés. Por su salud frágil, no se lo permiten. Vuelve a presentarse, en vano. A comienzos de la década del cuarenta escribe El extranjero y el Mito de Sísifo, novela y ensayo respectivamente, que son como las dos caras de una moneda: el absurdo y su superación. En 1943, Camus ingresa, durante la ocupación nazi, en la Resistencia francesa. Publica en Combat, uno de los principales periódicos clandestinos de esos años. Varios de sus compañeros mueren en la lucha. Llega la liberación. “Sí, tanto ruido alrededor… ¡cuando la paz sería amar y crear en silencio! Pero hay que ser pacientes. Solo falta un poco, ya el sol sella las bocas” (El verano). Cuando escribe estas líneas, Camus vive en el París de fines de los cuarenta. No se trata solo del ruido urbano, sino sobre todo del mundano, el de los intelectuales parlanchines, en los escenarios, en la radio, en los cafés. “Lo que somos, lo que debemos ser es suficiente para llenar nuestras vidas y ocupar nuestro esfuerzo. París es una admirable caverna, y sus hombres, al ver sus propias sombras moverse en la pared del fondo, las toman por la única realidad. (…) Pero hemos aprendido, lejos de París, que una luz está a nuestras espaldas, que debemos volvernos para mirarla de frente, y que nuestra tarea antes de morir es la buscar, entre todas las palabras, cómo nombrarla.” (El verano) Esa luz es la de los orígenes humildes, que Camus nunca olvidará, pero también la luz de la verdad. Y en París, en los comienzos de los años cincuenta, la oculta una inmensa y sucia capa de ruido. Los intelectuales parisinos, siendo Sartre el principal, hablan a grandes voces contra el capitalismo, pero soslayan lo que, desde hace muchos años ya, sucede en la Unión Soviética. Han surgido ya las primeras revelaciones sobre los campos de concentración soviéticos, pero Sartre y los suyos rehúsan ver en ello una transgresión a los valores humanistas que defienden, y, como buenos malabaristas hegelianos, integran este fenómeno entre los males necesarios o daños colaterales indispensables al advenimiento de esa edad dorada, sin clases, que promete el marxismo. Camus coincide con Sartre en la crítica del capitalismo (esa larga explotación del hombre por el hombre), pero no pierde la lucidez ni el valor de decir lo que piensa sobre los campos en la U.R.S.S. y, asimismo, sobre la hipocresía de ese Estado que, infiel a Marx, se mantiene indefinidamente en el poder, en detrimento de sus habitantes.
Al publicar El hombre rebelde (1951), su segundo gran ensayo, Camus no solo describe y explica al hombre rebelde, sino que se erige él mismo –esto no lo dice él, lo digo yo– como un hombre que se rebela ante un mundo borracho de conceptos y de teleología, que hace la vista gorda o minimiza lo que ocurre en la Unión Soviética. Ahora esto nos parece fácil y lógico; durante la Guerra Fría, era sacrilegio, entre los intelectuales de izquierda, criticar a la Unión Soviética. Sobre todo si el que criticaba, aunque ya reconocido a regañadientes como escritor, no era en el fondo sino un advenedizo, un hijo de pobres y anónimos colonos de la Algeria francesa, en suma, un indeseable en el París de los pensadores del marxismo y los Surrealistas ortodoxos. Camus critica la traición al marxismo perpetrada por Lenin y después por Stalin. En Marx, una vez efectuada la revolución, abolida la burguesía, el Estado no debe sino asegurar, provisionalmente, el paso al fin de la historia, a la sociedad sin clases, para luego desaparecer. En Marx, el fin de la historia es, necesariamente, el fin del Estado. Lenin es el primero es reivindicar el Estado como instrumento indispensable de la revolución, es el encargado de “vigilar y castigar”, como diría Foucault, a los últimos burgueses, pero también a todos los disidentes, a todos los que amenacen, ya no el advenimiento, sino la instauración de la edad dorada. Con Stalin, el reforzamiento del Estado llega a su paroxismo. Por su existencia, su duración indefinida y sus métodos de gobierno, cuestiona la realidad y la posibilidad misma de la sociedad sin clases. Y cuando, en los últimos años de la década del cuarenta, surgen las primeras revelaciones sobre los goulags, Camus comprende. El marxismo promete la dignidad del hombre; la Unión Soviética ha invertido la promesa, haciendo del hombre una cosa, un estorbo, una cifra entre las cifras (se supo, a partir de 1956 y el informe de Khrushchev, que se llegó a fusilar a dos mil personas al día en ese dorado reino de las cifras). Para Camus, no hay sistema filosófico que valga más que la vida o la dignidad humana.
Lo que no ha logrado el marxismo –la dignidad de los hombres–, puede conseguirlo este sentimiento: el de un límite en nuestro interior, un límite que, de ser transgredido, suscita nuestra indignación. Ese límite nos enlaza, afirma Camus (uno de los pocos intelectuales en haber denunciado, pocos años atrás, el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagazaki). “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar, es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento”, pues afirma ese límite común a los hombres, ese único valor cierto en medio del caos, que hace que el esclavo, que caminó años bajo el látigo, ante una afrenta, se vuelva de pronto hacia el amo y le haga frente. Ese gesto lo enlaza con los otros hombres, pues al arriesgar su vida, prueba que hay un valor que está por encima de ella. Al rebelarse, el oprimido o el testigo de la opresión afirma un valor intrínseco, ajeno a teorías o sistemas, y así afirma a los otros. “En la experiencia del absurdo, el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de rebeldía, este [sufrimiento] toma conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos.” La indignación y la rebeldía sacan al hombre de su soledad. “Me rebelo, luego somos”, tal es el cogito de Camus. Pero ¿cuál es ese límite? Hay que leer “El exilio de Helena”, precioso ensayo de El verano. En una Europa en ruinas, en un mundo por reconstruir, Camus analiza la tragedia del pensamiento moderno, que empujó a la humanidad a la cumbre de la barbarie. Después de Auschwitz, de Hiroshima, de los goulags, Camus acusa al positivismo dominante –la fe a ultranza en el progreso a través de la razón y la ciencia– de haber quebrado los límites que, paradójicamente, la razón impone. Así, la razón debe volver a lo que era: sensatez, sentido de los límites, templanza. Pero Camus no se limita a criticar ciertos vicios del pensamiento moderno, sino que nos pone en la vía para reconstruirlo sobre bases sólidas. La proposición de recuperar la lúcida modestia o el orgullo de nuestra ignorancia elemental, así como el equilibrio y la mesura de los clásicos griegos –por oposición a la razón pasional de los modernos–, dibuja el movimiento, característico en Camus, que va de la lucidez en las tinieblas a una firme voluntad de luz. En el contexto de, por ejemplo, el cambio climático –provocado precisamente por nuestros excesos modernos–, su mensaje cobra plenitud de sentido, haciéndose tan urgente como admonitorio. Sartre y los suyos no le perdonaron nunca a Camus el haber dicho la verdad (¿tuvieron la lucidez suficiente para saber que era la verdad?). Sartre lo acusó, extrañamente, de “incompetencia filosófica”, pero no refutó los argumentos de El hombre rebelde. Se desató una campaña de destrucción, a través de revistas y medios de comunicación, en contra del advenedizo argelino. Esos intelectuales de “izquierda” lo acusaron de conservador, de servir la causa del capitalismo, cuando en El hombre rebelde la crítica del capitalismo es tan acertada y eficaz como la crítica de los espejismos utópicos del marxismo. Ante los ataques, Camus respondió simplemente: “La verdad no es propiedad de la derecha ni de la izquierda.” René Char, poeta admirado por Camus y buen amigo suyo desde la Resistencia, había escrito: “La lucidez es la herida más cercana al sol”. Camus y Char eran hermanos en la vida y en el pensamiento. En ambos, la verdad duele, pero nos acerca a la luz.
En 1954 se publica El verano, mi libro preferido de Camus, en que se funden de forma magistral elementos de la crónica de viaje y del ensayo filosófico, todo ello vehiculado por una prosa clara y que no pocas veces alcanza el vuelo poético. Un libro único en su género. Cuando a Camus le conceden el premio Nobel de Literatura, en 1957, los principales periódicos franceses sugirieron que el escritor argelino, de 44 años –el más joven en recibir este galardón, después de Kipling–, ya estaba “enterrado”. Cruel y extraño, pues no podían saber que a Camus le quedaban tres años de vida, antes de ese accidente (¿absurdo?) en una carretera desierta, en un día de sol, que selló su destino. Muy criticado también por miembros y simpatizantes del Frente Nacional de Liberación, a causa de su posición pacifista ante la Guerra de Liberación de Argelia (1954-1962), Camus no hacía entonces sino mantener la coherencia de un pensamiento íntegro, cuya ética de no violencia había sido inspirada por la gran figura de Ghandi y sería refrendada más tarde (pero Camus, por supuesto, ya no lo vería) por la de Nelson Mandela. Tras la ceremonia de recepción del Nobel, un estudiante increpó a Camus, preguntándole cómo podía criticar a la Unión Soviética y, a la vez, no decir nada sobre el colonialismo francés en Argelia ni apoyar al F.L.N. Ese estudiante ignoraba que Camus había sido uno de los primeros en denunciar, siendo todavía un periodista joven, las condiciones de vida de los árabes en la Argelia francesa; ignoraba, asimismo, que en esos años, Camus ayudaba discretamente a liberar a miembros del F.L.N. condenados a muerte. Camus le respondió al estudiante: “Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre”. Esa frase infausta sirvió de cebo a los intelectuales de mala fe, que se ensañaron más que nunca con Camus. La “Justicia”, así con mayúscula, ponía bombas en los cafés y en las calles de Argel. Y la madre de Camus, que vivía allí, podía, en cualquier momento, como tantos inocentes, ser una víctima de esa “Justicia”. Una víctima colateral, entre muchas otras. Camus negaba esa “Justicia” que había reemplazado a Dios y que, como un dios pagano y sanguinario, devoraba a los inocentes que el poder o el contrapoder sacrificaban. Camus, como dije, participó activamente en la Resistencia francesa, asumiendo la responsabilidad de defender a mano armada la vida frente a la muerte. En El hombre rebelde deja claro que permitir la violencia es consentirla, que dejarse hacer es prolongar el mal. Sin embargo, la rebelión debe respetar la vida del hombre inocente y la dignidad de todos los hombres, para no traicionarse. De transgredir el límite que es su fuente, la rebelión se niega a sí misma, se anula. Para Camus, el fin no justifica los medios, son los medios que, por su ética, justifican el fin. Justificar: no solo conseguir, sino hacer legítimo y justo.
En suma, dos movimientos hay en el pensamiento camusiano: primero, dar el sí a la vida, pues la vida es un fin en sí misma; luego, decir no a lo intolerable, indignarse ante los excesos, dar la cara ante esa muerte injusta, prodigada por ciertos hombres que quieren reemplazar al dios caído, desde el fundamentalista religioso, hasta el terrorista político en busca de “Justicia”, pasando por el Estado providencial que promete el paraíso terrenal en detrimento de los ciudadanos del presente. En definitiva, Camus nos enseña a vivir en una tensión permanente, la lucidez, que es la cima de la conciencia, y a tratar de cumplir con nuestro deber: ser felices. “Solitario, solidario”, así se define el protagonista de “Jonás o el artista trabajando” (1957), un cuento memorable. ¿Cómo puede uno ser solitario y, a la vez, solidario? Camus responde: “Después de todo, hoy en día, la dicha es una actividad original. La prueba es que tendemos a ocultarnos para ejercerla. Hoy en día, pasa con la dicha lo que pasa con el delito de derecho común: no confieses nunca. No vayas diciendo, así, sin mala intención, ingenuamente: “Soy feliz.” Porque enseguida verás, a tu alrededor, en los ceños fruncidos, tu condena. ‘Ah, es usted feliz, joven. Y ¿qué me dice de los huérfanos del Cachemir, de los leprosos de Nueva Zelanda, que no son felices?’ Y así, de repente, nos ponemos tristes. Sin embargo, a mí me parece que hay que ser fuertes y felices para ayudar de verdad a la gente en su desgracia” (“Por qué hago teatro”, 1959). Ejercer la dicha es luchar contra todo lo que le impide al hombre ser feliz. Esa fue la lucha de Camus. No se trata de un santo ateo o de un pensador beato que vivía en éxtasis. Sufrió depresiones, estuvo incluso tentado, en más de una ocasión, por el suicidio. No desmintió, con su vida, esa tensión entre angustia y dicha en que reside la lucidez. Y si su vida fue una tragedia, fue, como quería que fuese la vida de cualquier hombre, una tragedia solar.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 09/11/2014
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