Por el río Magdalena bajan cuerpos sin identificar que se convierten en santos.
JULIAN ISAZA
Donde los santos naufragan
A Puerto Berrío (Antioquia) algunos de los cuerpos que deja la violencia del país llegan flotando por las aguas del Magdalena. Allí son recogidos, sepultados y la gente les hace ofrendas a cambio de milagros ¿Se puede llorar un muerto ajeno y convertirlo en santo?
Soy un manojo de células, millones de ellas unidas formando tejidos, órganos, sistemas. Soy un cuerpo animado por una energía indescifrable que se llama vida. Si la vida me abandona, me convierto en bulto de carne cada vez más fría, más rígida y luego, por la acción de la degradación, despediré un fuerte olor. Las bacterias que habitan en mí me consumirán, mis carnes se hincharán y los fluidos buscarán su salida por cada orificio. Si muero, por causas no naturales -digamos un disparo, un golpe o una puñalada-, tan frecuentes en este hermoso país que tiene todos los pisos térmicos, calibres y dementes, existe la probabilidad de que termine flotando en un río y el proceso de corrupción de mi anatomía será aún más acelerado. Me hincharé y navegaré por la corriente y, tal vez, luego de varios días con sus noches, seré una masa putrefacta. Pero si hay suerte -extraña palabra- y ese río es el Magdalena, es posible que un pescador a la altura de Puerto Berrío (Antioquia) se conduela y rescate mi cuerpo, para que luego sea llevado a la morgue, declarado N.N. y, finalmente, sea depositado en un cementerio, al que llegarán hombres y mujeres de piel parda, con los ojos llorosos, que me pedirán favores, me rezarán y pondrán un nombre en mi lápida y, por un segundo, increíblemente, en esta tierra de cuerpos anónimos y fosas comunes, tendré una morada final no tan amargamente solitaria. Me adoptarán... Seré alguien, así la versión oficial diga que soy nadie.
El olor de la muerte en el cementerio de Puerto Berrío se mete agudo por la nariz, como si los dedos largos y huesudos de la parca penetraran las fosas nasales y masajearan el cerebro. Es la fragancia repulsivamente húmeda y dulzona de decenas de cuerpos archivados en un bloque de hormigón, que parece una colmena blanca en la que cada receptáculo es ocupado por un cuerpo. Todos están sellados con tapas de concreto, que hacen las veces de lápidas sobre las que se escriben las letras N.N., se ponen placas de agradecimiento, flores marchitas, vasos de agua a la mitad para la sed de las ánimas y, sobre todo, la palabra "escogido" bien reteñida, para aclarar que ese muerto ya tiene un doliente. Un doliente voluntario, como aquella mujer que arrodillada toca la tumba, cierra los ojos y susurra plegarias y peticiones. La misma que perdió a su pariente y que decidió orarle a un muerto ajeno esperanzada en que alguien haga lo mismo por el propio, como viviendo su duelo en diferido.
En dos de las dictaduras más tenebrosas de América Latina, las de Argentina y Chile, se estima que las desapariciones forzadas fueron 30 mil en la primera y 3 mil en la segunda. Según un informe realizado por el Grupo de Trabajo para América Latina y la Oficina en Estados Unidos sobre Colombia, en el país hay 51 mil desaparecidos, de los cuales al menos 32 mil corresponderían a desapariciones forzadas -aunque la Fiscalía habla de 27 mil- y contando. Las lágrimas aquí siguen llenando un río.
Santos en el agua
Si soy un cuerpo flotando existe la posibilidad de que el remolino que se forma al frente de la casa de Aleida Uribe me atrape, me dé un par de vueltas y me exponga a la vista de pescadores, ancianos y niños semidesnudos que no se asombrarán. Alguien, como cuenta ella, podría decir "allá viene un tronco" y otro le respondería: "viene un tronco, pero de un cristiano". No hay gritos ni horror ni lamentos. Dairo, el esposo de Aleida, o José Luis o Elkin o cualquiera de los pescadores, se levantaría de su silla perezosamente, agarraría una cuerda y abordaría la canoa para remolcar ese cuerpo y amarrarlo un poco más abajo o arriba del río. Luego, daría aviso a las autoridades y se echaría la bendición. La vida continuaría.
El lugar es un humilde barrio de pescadores, de trochas, de casas de madera. Aleida ha vivido aquí toda su vida y ha visto la escena tantas veces que no arriesga una cifra. Frente a su residencia está el Magdalena, las canoas, la orilla fangosa y negra, el recuerdo tan añejo como nuevo de aquellas masas que bajan sigilosas. "Si es un hombre flota boca abajo, si es una mujer, bocarriba", dice con su voz suave y Dairo interrumpe y explica: "por los senos". La muerte es una vieja conocida, una constante con causas variables. Y Aleida, como muchos de los que aquí viven, no solo ha sido espectadora, sino que la ha tocado muy de cerca. Paramilitares, bacrim, guerrillas y fuerzas legales, producen cuerpos de manera casi industrial y esta mujer también tiene su cuota de pérdidas: un cuñado y una hermana, que dejaron dos huérfanos de 5 y 6 años.
Las historias para no dormir son tan frecuentes, que cada persona parece tener la suya, su relato de una pérdida, de una desaparición. Quizás por eso en Puerto Berrío hay una devoción declarada a las almas en pena, a las ánimas benditas, que vagan sin tener descanso. Aquí lo escabroso se convierte en fe, en misticismo.
Una anciana fuma un Belmont y entre las volutas espesas escucha las historias de Aleida. Da una calada honda y arruga la cara llena de surcos profundos y dice que "las ánimas benditas protegen y, si uno las respeta, conceden favores". La mujer recuerda que al principio la tradición de algunos pescadores era enterrar los cuerpos en la orilla y ponerles velas, como una forma de despedirlos, aunque de esa manera se dificultaba que el cuerpo se descubriera y se abriera una investigación. Luego comenzaron a amarrarlos cerca del margen del río, pues así podían dar aviso a la policía sin comprometerse a llenar papeles ni ser citados a declarar.
Julio César Marín es moreno y flaco como una rama. En 1989 desapareció su hermana y desde entonces ha descubierto decenas de cadáveres -pertenece a una asociación ambiental de pescadores que le hace limpieza a las ciénagas, donde eventualmente, aparte de basura, encuentran despojos humanos-, aunque ninguno ha sido el de su pariente. Entre los recuerdos añejos de Julio está el de cinco cuerpos que halló abajo de Puerto Berrío, de los cuales solo pudo rescatar los dos que la putrefacción y los gallinazos le permitieron. Los enterró allí mismo y les fabricó un par de cruces con guaduas atadas con los cordones de sus zapatos. También les pidió que le ayudaran a encontrar a su desaparecida. Hoy, allí sentado y matando a palmadas los jejenes que intentan chuparle la sangre, sigue esperando.
Los cuerpos
Francisco Luis Mesa parece un luchador en retiro. Los brazos poderosos salen del esqueleto que lleva puesto. El pelo esculpido casi a ras. La cara cuadrada. Las Vírgenes y Cristos de plata sobre el pecho peludo. La gruesa anatomía del hombre descansa sobre la puerta de una carroza fúnebre. Francisco arruga la nariz. "La pudrición humana es la peor", dice con un rictus de asco, como si todavía, después de 23 años en el negocio -es dueño de la funeraria San Judas-, la muerte le repugnara. Desde que llegó, Francisco ha prestado sus servicios (sin lucrarse) a los difuntos desconocidos, pues dice, mientras muestra cuatro cicatrices redondas en un costado, producto de un número ídem de disparos, que les debe la vida a las ánimas benditas. Su labor es apoyada por la alcaldía municipal (que le ayuda económicamente) y la iglesia (que presta el espacio en el cementerio).
"El ser humano es la vulgaridad más aterradora de este mundo", suelta luego de unos segundos. Él lleva la cuenta y dice que son 426 los cadáveres sin identificar que han pasado por sus manos, aunque la palabra cadáveres parece ambiciosa, pues los restos humanos que bajan por el río son precisamente eso, restos. La gente llega a cuotas: una cabeza, un tronco, brazos, piernas. Pedazos de la guerra. "Vulgaridad" parece un eufemismo leve.
El médico forense Juan Carlos Rivera dice que "del 2008 a la fecha hubo un total de 351 N.N. y de ese total se logró la identificación de 318 casos". Los cuerpos que llegan por el río, por lo regular vienen de los municipios cercanos, como Puerto Nare, Puerto Triunfo, Puerto Boyacá o La Dorada. "Los cadáveres que se recuperan generalmente llevan dos o tres días en el agua; luego de este lapso los carroñeros se los comen y los huesos quedan dispersados en el lecho del río", cuenta el médico y añade: "A los cadáveres muchas veces los desmiembran para desaparecerlos. Además, los peces devoran el pulpejo de los dedos, por lo que se pierden las huellas. También se comen los lóbulos de las orejas, la nariz, los ojos".
"Si usted es un N.N. puede llegar hecho pedacitos, irreconocible", suelta Francisco, mientras secciona imaginariamente con el dedo mi cuerpo, mientras me despresa con intenciones didácticas.
El cielo de Puerto Berrío es surcado por dos helicópteros Black Hawk artillados. La presencia de la fuerza pública en la zona es enorme, aquí está la Decimocuarta Brigada, el batallón Calibío, el Bomboná, la policía. "¿Por qué hay tanta violencia?", se interroga el médico y, con un resoplido, se responde: "esa es la pregunta del millón".
Lágrimas prestadas
La mujer que recorre el camposanto adoptó un muerto y es madre de siete hijos -de los cuales dos están desaparecidos-. Se llama Blanca Nuri, tiene la piel muy oscura, el pelo corto, las caderas anchas. Camina despacio y bordeando las tumbas de los N.N., mirando la estructura de concreto, las lápidas en cemento, las placas que agradecen los favores recibidos, los nombres inventados: Nevardo Nevado, Nacho Nuñez, Narciso Nanclares. "Muchos les ponen nombres a los difuntos que empiezan con las 'NN', aunque otros les ponen el nombre de un familiar o simplemente el nombre que les gusta", dice Blanca, que hace ocho años bautizó como Isabel a su santa no identificada.
Blanca no conoció a Isabel, no sabe cómo lucía, qué hacía, si era una buena o mala persona, pero luchó por ella. Se la disputó con otros cuando llegó en una caja, la ganó a empellones, la adoptó.
Si soy un N.N. puedo ser deseado.
Blanca escribió en el tapón de concreto, que hace las veces de lápida, la palabra escogido, luego le puso un nombre. Cerró los ojos y pidió por su hijo, que tenía buenas posibilidades de convertirse en un cuerpo inerte, tal vez flotante. "Se lo querían llevar y yo alcancé a salir. Les dije que si lo iban a matar, que lo hicieran aquí, delante mío, para poder enterrarlo", cuenta con los ojos líquidos. Su hijo vivió, milagro concedido. Pero un año después otro de sus hijos -tenía 14 años- salió de casa y nunca volvió. Dicen que fueron los paramilitares. Y, cuatro años más tarde, su pequeña de 9 años también se esfumó. Dicen que la vieron con un hombre que la llevaba a rastras, que fue víctima de un monstruo con cara de vecino.
Isabel recibió flores, palabras dulces, oraciones, plegarias pagas un par de veces a la semana. Blanca cuidó de ella, la visitó, hizo un duelo prestado. La difunta tuvo doliente, la mujer tuvo a quien llorar. "Al adoptar, uno espera que alguien haga lo mismo con los de uno", suelta con un suspiro y luego retrocede, dice que no pierde la esperanza de encontrar a los suyos. Por eso ella anda por ahí, con los recuerdos de su hijo, con una foto de su hija, con los cuadernos y tareas escolares sin finalizar, como testimonio de una desaparición. Ella recorre el pueblo, el cementerio. Como un alma en pena.
Milagros desconocidos
En la fachada del cementerio de Puerto Berrío hay varios pergaminos pintados, cada uno con decenas de nombres, unos de asesinados otros de desaparecidos. Se extienden por todo el frente y dan la vuelta. Los últimos están en blanco, dispuestos a ser llenados. En el cielo se arremolinan cientos de buitres, puntos negros que dan vueltas en una nube viva; en el suelo se arrastran ciempiés y arañas, los cuervos graznan. Un ataúd viejo y ajado reposa sobre la tierra. El sol revienta contra la superficie polvorienta.
Son las tres de la tarde y un hombre vestido con un impermeable, capucha y botas negras, camina murmurando rezos. Las zanjas de su cara cuarteada se llenan con el sudor, que resbala y se pierde en el bigote delgado. En el pecho lleva un Sagrado Rostro estampado -que reemplazó a la calavera que solía llevar en su atuendo, pero que asustaba a los parroquianos- y a su lado camina un niño de unos seis años -su nieto- que sostiene una vela gruesa. El hombre se llama Hernán Montoya, pero pocos lo conocen por su nombre, aunque todos saben que es el animero.
Entre este mundo y el otro, él viene siendo una especie de intermediario. Cada lunes, desde hace 11 años, camina por el cementerio apaciguando las almas y haciendo peticiones ajenas. Una colaboración y el animero pone al servicio del creyente su influencia sobrenatural -5.000 pesos por novena y 25.000 por novenario-. Unos lo miran con temor, otros con fe. Algunos le piden que interceda ante las ánimas, especialmente ante los N.N., para que les hagan ese milagro: que aparezca el desaparecido, conseguir un marido, que el chance caiga en su número.
"Por ejemplo, el que escogió esta tumba le dicen Moca Moca", dice el animero señalando la tumba de una N.N. a la que nombraron Sonia Cadavid, y sigue: "él me dijo: 'animero, pida para que yo gane chances'. Y yo le dije: 'y usted ¿qué le ofrece a esa alma del purgatorio?' Y él se comprometió a darle misas y a sacarle un osario. Resulta que el paciente, el alma, le dio un chance, pero él no cumplió con su promesa. Resulta que el alma le dio ese milagro, pero si uno no le cumple ¿a dónde lo va a tirar? Lo va a tirar a la ruina", sentencia el animero contrariado.
Moca Moca Cadavid llega sudando y apurado al cementerio. Su suerte no es la de antes, según dicen, y por eso viene a rezar. Moca habla como un niño, cambia los sonidos de las eses y ces por ches: "yo vengo a pedir otro 'chanche' (chance)", dice. Tiene los ojos enormes y azules. Parece un gato. Se sienta al lado de su difunta desconocida, pasa la mano por la superficie de la placa que le mandó a hacer. Las flores aún no se marchitan. Cuenta que con el último chance pagó la cuenta del agua y la luz, que le ayudó a su mamá. Ahora quiere otro. Con ese otro, promete, pagará para que los restos de su milagrosa particular sean trasladados a un osario. "Ahora chí", se compromete arrugando la frente.
Los creyentes silenciosos llenan otra vez los vasos de agua. Los muertos tienen sed. El animero le palmea la cabeza a su nieto que lo mira con esos ojos solares y se va. Moca frunce el ceño y sueña con números y espíritus. Los pescadores observan la ribera y los chicos corren por la orilla. Blanca aprieta la foto de su pequeña y suspira: "Me voy cuando la encuentre".
Gabriel García Márquez escribió un cuento llamado El ahogado más hermoso del mundo, en el que cuenta la historia de un muerto que llega arrastrado por las aguas y queda varado en la playa, para ser recogido por los habitantes de un pequeño pueblo. Lo llamaron Esteban, lo lloraron, lo adoraron.
Si soy un cadáver quizá no sea el más hermoso del mundo, pero en el trágico realismo mágico de este país seré un santo y, seguramente, no descansaré en paz. Tal vez las balas y la muerte crearán un cuerpo que será lo único que queda para aferrarse, para que otros -aún vivos- no se dejen arrastrar por la corriente.
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De EL TIEMPO (Colombia), 29/04/2011
Imagen: Tumbas en Puerto Berrío/Nadja Drost
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