Thursday, December 4, 2014

Atacar al sol: la utopía tenebrosa del marqués de Sade

Jaime Fernández


El día 2 de diciembre se cumplirán doscientos años de la muerte de Donatien Alphonse François, más conocido por su título de marqués de Sade (1740-1814). Para conmemorar el aniversario el Museo d’Orsay de París ha organizado una exposición bajo el título Sade. Attaquer le soleil (Atacar al sol) en la que se incluyen obras de artistas, escritores y cineastas en los que influyó Sade, como Delacroix, Rodin, Degas, Cézanne, Picasso, Man Ray, Bacon, Pasolini, Buñuel, Baudelaire, Flaubert, Huysmans, Apollinaire y los surrealistas. La muestra gira en torno a los temas típicos del universo sadiano: el deseo como “principio de exceso y de recomposición imaginaria”, la ferocidad, el desvío y lo monstruoso. El lema Atacar al sol está tomado de un cita de su novela Los 120 días de Sodoma, en la que un personaje expresa su deseo de
atacar al sol, privar de él al universo o utilizarlo para abrasar el mundo. Pero mi imaginación ha estado siempre muy por encima de mis medios.”
Con esta exposición se pretende despertar el interés por un autor poco leído, pese a que sus libros circulan libremente, al contrario que en tiempos pasados, y famoso por haber servido su nombre para designar la perversión sexual conocida con el nombre de sadismo.
Judith et Holopherne. Franz von Stuck (1927). Esta pintura ilustra la presentación de la muestra "Sade. Attaquer le soleil"
Judith et Holopherne. Franz von Stuck (1927). Esta pintura ilustra la presentación de la muestra “Sade. Attaquer le soleil”
El ideario del Divino Marqués, como lo llamaron los artistas del Surrealismo, sus devotos admiradores, no se entiende sin las peculiaridades de una personalidad atormentada y las penosas circunstancias que le acompañaron en vida, las de un hombre aislado incluso de su medio social, la aristocracia, que desde joven cometió diversos delitos sexuales con violencia física. Perseguido por la justicia, fue encarcelado, permaneciendo preso trece años. Pero con la Revolución de 1789, a la que prestó su apoyo, volvió a la cárcel, después de que, según la jerga revolucionaria, lo tacharan de moderado. Liberado al final del Terror, pronto regresó al presidio, ahora acusado de haber escrito la novela pornográfica Justine.
Pasó los últimos años en el asilo de Charenton-Saint-Maurice, donde montó representaciones teatrales con los locos haciendo de actores. En las cárceles en las que estuvo preso escribió mucho, al parecer con la idea de ganar algún dinero. Pero su debilidad era el teatro. Los impresores pagaban bien lo que hoy catalogamos como literatura pornográfica, y Sade se entendía con libreros de Holanda y Marsella. Había demanda. Sólo de Justine se publicaron seis ediciones en diez años. En su testamento pidió ser enterrado en una fosa anónima, en el soto de un bosque, de manera que
“las huellas de mi tumba desaparecerán de la faz de la tierra, como espero que mi recuerdo se borre igualmente de la memoria de los hombres”.
Pero no se respetó su última voluntad y fue enterrado en el cementerio del asilo de Charenton. Posteriormente sus restos mortales se extraviaron cuando fueron sepultados en una fosa común.
Retrato imaginario de Sade, por Man Ray
Retrato imaginario de Sade, por Man Ray
En su cautiverio de veintisiete años Sade se liberó por escrito de las fantasías de dominación y esclavitud sexual que leemos en sus libros y que dominaron su mente casi hasta el final. Era como si al escribirlas hubiese querido vengarse de las humillaciones que le infligieron sus perseguidores: “pedantes, verdugos, carceleros, legisladores y canalla tonsurada”. No parece del todo extraño que alguien que permaneció en la sombra tantos años deseara atacar al sol y envolver el mundo en tinieblas.
Fiel a una moda intelectual de la época, desgranó en su obra más relevante, La Filosofía en el tocador (La Philosophie dans le boudoir, 1795), una suerte de utopía político-social a partir de la idea delhombre salvaje imaginado por Rousseau, y que se oponía a la figura del cortesano corrompido por la civilización y sus leyes. Sólo que en la utopía sadiana el virtual arquetipo de salvaje conserva su disfraz de cortesano, del que no tardará en desprenderse en cuanto deje atrás los luminosos salones palaciegos para descender a algún lóbrego sótano, recreación del estado de la naturaleza característico del salvaje foráneo. Allí se mostrará al desnudo, libre al fin de la máscara civilizadora, como un sujeto cruel y destructor para con los de su especie. Sin ninguna coacción externa, pondrá en marcha, en connivencia con otros personajes de su misma calaña, la maquinaria de destrucción que convierte a unos en señores y a otros en esclavos.
En la tenebrosa utopía de Sade, la Divinidad es sustituida por la abstracción naturalista, a la que dota de un movimiento perpetuo de destrucción y construcción en el que el hombre se halla inmerso como uno más junto al resto de los seres vivos. El naturalismo constructor-destructor del movimiento sadiano implica una negación de la autonomía del individuo y de la civilización derivada del ejercicio de aquella. De este modo, el hombre desaparece como rey de la naturaleza, siendo rebajado al rango de todas las demás producciones naturales, tarea que encomienda al filósofo, “ardiente perseguidor de la verdad” que “discierne bajo los prejuicios del amor propio”.
Portada de una edición de "La filosofía en el tocador", fechada en Londres
Portada de una edición de “La filosofía en el tocador”, fechada en Londres
En la práctica, esto equivale a la homologación de la sociedad humana con la animal, donde la organización social está al servicio del instinto de supervivencia. En este submundo la noción de progreso es inconcebible y la adaptación al medio se produce por instinto y no por un impulso creador y solidario. Privado de autonomía y voluntad, el salvaje al que Sade arroja al movimiento de la naturaleza, no es más que una necesidad destinada a servir, junto a las demás criaturas, a los fines sagrados de aquella. El siguiente paso será convertirlo en un sujeto superfluo.
Para ello Sade instituye la figura de la “población supernumeraria”, compuesta por individuos superfluos: niños deformes, personas improductivas y opositores políticos, individuos que, siguiendo la tesis sadiana, en la monarquía subsistían gracias a la hipócrita caridad y a la perniciosa beneficencia pública o cristiana, pero que se limitan a chupar la savia del árbol del Estado e impedir su crecimiento. Esta población debe ser aniquilada, como hacen en China. Con el fin de reforzar su tesis, añade Sade por boca de Dolmancé -el personaje de La Filosofía en el tocador “más malvado y perverso que pueda existir en el  mundo”, aunque elegante, atractivo y elocuente- que si todos los individuos fueran eternos, la naturaleza no podría crear otros nuevos.
La utopía política imaginada por el marqués es una república donde los hijos lo son exclusivamente de lamadre patria, a la que deben amar más que a sus padres. Al separar a los niños de las familias y entregarlos al Estado, se evita que los individuos tengan ideas propias. En esta utopía la crueldad, de la que Sade dice que es el primer sentimiento de que se dota a los humanos, está destinada a desempeñar un papel determinante.
Ilustración de una obra de Sade
Ilustración de una obra de Sade
Dolmancé apela al crimen como uno de los grandes resortes de la política, esgrimiendo ejemplos entresacados de los manuales de Historia. Se trata de crímenes “organizados”, que opone a las matanzas “desorganizadas” de los aventureros y facciosos. Roma llegó a dominar el mundo gracias al crimen. La matanza entre gladiadores era un espectáculo; luego se promovió la matanza entre enanos y cuando aparecieron los cristianos, se convirtieron en las víctimas del espectáculo. Francia es libre por los crímenes que ha cometido. Un Estado que pasa de un gobierno monárquico a otro republicano mediante el recurso del asesinato político necesita el crimen para mantenerse y así equilibrar el crecimiento de la población.
En consonancia con este razonamiento, Dolmancé alega a favor del crimen que tiene la facultad de regenerar, por lo que el asesino desempeña la misma función que la peste y el hambre. Podrían destruirse poblaciones enteras, e incluso medio mundo, y la naturaleza permanecería inalterable. Más aún, la Humanidad podría ser destruida y ni el Universo entero se inmutaría. Por ello el asesinato no debe ser castigado sino dejarse a merced de la venganza, siguiendo aquella norma de Luis XV, por la que otorgó el perdón a un asesino, no sin advertirle antes de que también perdonaría a quien le matara. “Todas las bases de la ley están en esta frase sublime”, concluye Dolmancé. El reconocimiento de la venganza como norma legal para castigar el crimen concuerda con su ardiente defensa de la ley de la naturaleza. El Estado hace dejación de sus funciones punitivas y delega la justicia en los individuos aislados y en permanente estado de guerra civil.
Manuscrito del libro de Sade "Las 120 jornadas de Sodoma", que escribió durante su encierro en la prisión de la Bastilla
Manuscrito del libro de Sade “Los 120 días de Sodoma”, que escribió durante su encierro en la prisión de la Bastilla y que se publicó después de su muerte en 1814. El manuscrito es un rollo de papel de 12,10 metros, compuesto por hojas de 11 centímetros
En cuanto al sistema jurídico que debe regir en la utopía sadiana, su autor empieza denostando el “interés general” de las leyes mientras propone que éstas sean pocas y respetuosas con las diferencias de los individuos, pero no por un súbito acceso de humanitarismo, sino con el propósito de establecer un “laissez-faire” destinado a sustituir el Derecho por la ley de la selva, según la cual vence el más fuerte y el débil muere aplastado por su propia debilidad.
No hay, pues, contradicción alguna en esta aparentemente extraña alianza entre el particularismo legal y  la total subordinación de la libertad individual al Estado totalitario soñado por el marqués. Encaja en su rechazo al contrato social, que considera impracticable por culpa del despotismo de los poderosos, así como a cualquier forma de organización que mantenga unidas a las personas en torno a una norma comúnmente aceptada.
Sin embargo, la promulgación de una ley para cada individuo conduce al desmantelamiento de la sociedad, a su atomización y a la selva, donde cada cual, aislado de sus congéneres, procura satisfacer únicamente sus intereses. Esto enlaza con el desprecio que Sade-Dolmancé manifiesta hacia la fraternidad universal proclamada por el cristianismo y la aseveración de que los hombres viven aislados unos de otros y que nada puede unirles porque es imposible el entendimiento.
Probable retrato del joven Sade
Probable retrato del joven Sade
Su visión de las relaciones personales no es menos atroz que la que tiene de la sociedad. Desengañado por “la ingratitud” de los hombres que “secó su corazón”, Dolmancé afirma que la desconfianza debe ser la base de las relaciones humanas, por lo que recomienda que se actúe en solitario, sin cómplices, y si se tienen, es preciso deshacerse de ellos en cuanto nos hayan sido útiles. La mentira, al igual que la apariencia, es necesaria para sobrevivir en el medio social y triunfar.
Así, quien triunfa con mentiras, tapa la boca del engañado, que por orgullo prefiere no hacer público el engaño de que ha sido objeto. Su silencio no hará más que debilitarle, en la misma medida que afianza la victoria del mentiroso, quien, finalmente, conseguirá cautivar a la opinión pública, de modo que cuando el engañado quiera inculparlo, nadie le hará caso y sólo se creerá al triunfador mentiroso. Por ello, aconseja entregarse a la falsedad, “la llave de todas las gracias”.
Pero lo que no dice es que la mentira contribuye al aislamiento de los individuos y a la disolución de los vínculos sociales, lo que se aviene con su idea de que la fuente de nuestros errores morales procede del “hilo de fraternidad” que inventaron los cristianos y que les “forzó a mendigar la piedad de los demás”. “¿No nacemos todos aislados?”, se pregunta Dolmancé.
Castillo de Vincennes, en el que Sade estuvo preso
Castillo de Vincennes, en el que Sade estuvo preso once años
La fraternidad, en tanto que invención humana, no está en la naturaleza sino que ha surgido también de la civilización, pues lo único cierto es que los hombres sólo sienten placer ante el dolor ajeno, y cuando se unen en el goce con los otros no buscan más que el suyo propio y la utilización de los cuerpos para hacerlo más intenso. Una vez concluido el acto del coito, pregunta Dolmancé, “¿qué queda entre el objeto partícipe del mismo y yo?”. Fuera del apetito sexual no hay nada que una a las personas. Y ese egoísmo innato hace que, por ejemplo, se tengan hijos sólo por el pavor a una vejez solitaria. Estamos aislados en nuestro infranqueable yo. Lo que sentimos es demasiado diferente de lo que sienten los demás como para que pueda establecerse una corriente de empatía.
El solipsismo sadiano alcanza su máxima expresión en la última escena de La Filosofía en el tocador, en que a la madre de Eugénie, la dócil muchacha instruida en la perversión por Dolmancé, se le inocula el virus de la sífilis y luego la propia hija le cose la vagina y el esfínter del ano. La irrealidad de la escena, apenas disimulada por los gritos de dolor de la víctima, contrasta con el realismo de la operación para la que Eugénie utiliza una gran aguja y un “grueso hilo rojo encerado”. La atmósfera claustrofóbica y el cruel naturalismo de las fantasías sadianas se materializan con toda su crudeza en esta insólita escena.
Fotograma de la película de Pasolini "Saló o los 120 días de Sodoma" (1975), basada en  "Los 120 días de Sodoma", del marqués de Sade
Fotograma de la película de Pasolini “Saló o los 120 días de Sodoma” (1975), basada en “Los 120 días de Sodoma”, que el cineasta italiano  ambientó en la República fascista de Saló, al norte de Italia, durante los años 1944 y 1945
Para Sade los hombres y las mujeres, principalmente éstas, no son más que objetos materiales de las fantasías sexuales que cada cual debe satisfacer como mejor pueda. A las personas hay que amarlas por el provecho que se obtenga de ellas, pero nunca por lo que son en sí mismas. Si la naturaleza es egoísta, los hombres tienen que serlo también a fin de cumplir sus leyes. El dolor ajeno no significa nada si se lo compara con la conmoción que causa el propio placer.
La excitación sexual vuelve al hombre tirano y violento, le incita a hacer daño a los otros. Quiere ser el único en el mundo capaz de gozar. Si la otra persona que comparte su relación goza también, se ocupará más de sí misma “que de nosotros”. Dolmancé niega que haya placer en darlo a los demás, ya que “la idea de ver gozar” a otro le remite a “una especie de igualdad que perjudica los indecibles atractivos que el despotismo hace experimentar entonces” y amenaza con rebajar e incluso suprimir el poder del amo sexual. Tiene que infligir dolor físico al esclavo para así aumentar su sensación de dominio sobre él.
La búsqueda del placer físico unilateral, en sus múltiples pero limitadas variantes, es la forma de explotación sexual más satisfactoria que encuentra el dominador en sus víctimas. Cualquier otra -la explotación laboral, por ejemplo- les daría una ventaja, por minúscula que fuera. La sexualidad sadiana es fría, esquemática, exclusivamente genital, unilateral y masificada.
Fotograma de la película "Saló o los 120 días de Sodoma"
Fotograma de la película “Saló o los 120 días de Sodoma”
Las fantasías filosófico-sexuales de Sade se desarrollan en el claustrofóbico gabinete de un palacio o castillo herméticamente cerrado, cuya mole de piedra, como las cárceles en las que él mismo estuvo preso, con unas pocas ventanas altas y minúsculas desde las que sólo se divisa el cielo o las lejanas latitudes, se alza solitaria sobre un promontorio. Podrían degollar allí un buey sin que sus gritos sean oídos.
Ese castillo simboliza la unidad de poder aislada de las ciudades, espacio en el que se forjan los hábitos y costumbres propios de la civilización. Con sus elevados y gruesos muros, representa la quintaesencia del aislamiento y la autarquía. En sus salones el selecto grupo de aristócratas depravados da rienda suelta a sus fantasías de dominación sexual, en las que caben todo género de perversiones, incluida la coprofilia. Ninguna barrera les impide hacer lo que deseen  con sus cuerpos y con los cuerpos de los dominados. Nadie les ve, ninguna ley los gobierna. Amos y esclavos están solos, pero no les une nada, excepto la relación de dominio-explotación impuesta por los primeros. Los dominadores se encuentran solos con el fabuloso poder que les confiere la explotación sexual; los esclavos, con la esclavitud a la que son sometidos por aquéllos.
El único freno que amenaza a las fantasías de dominio de los “señores” es la muerte de los esclavos. Pero la existencia de esta barrera les otorga el poder de alargar sus vidas el tiempo que quieran, puesto que para ello son dueños absolutos de los cuerpos que explotan y manipulan como expertos mecánicos. Tenerlos encerrados en la fortaleza, de donde es imposible que puedan escapar o ser liberados, y saberse poseedores de sus vidas, intensifica la sensación de poder.
La muerte de Sardanapalo, de Delacroix, uno de los cuadros que figura en la exposición
“La muerte de Sardanápalo”, de Delacroix, uno de los cuadros que figura en la exposición
En la obra de Sade sorprende la pasividad de los esclavos, a los que imagina siempre como una masa dócil y anónima. Excluye la posibilidad de la rebelión no sólo porque esté de parte de los dominadores y disfrute imaginándose en su papel, sino porque esa pasividad concuerda con su doctrina, según la cual amos y esclavos más que actuar por sí mismos, obedecen a la ley de la naturaleza y a su movimiento perpetuo de construcción-destrucción.
Esta ley natural se basa en la lucha por la supervivencia, por la que los más fuertes someten, torturan o asesinan a los más débiles. A unos les corresponde el papel de amos, como a otros el de esclavos. Ninguno puede escapar de la condición a la que les predispone azarosamente la naturaleza. En cualquier caso, ni los esclavos los son por alguna culpa que los haya conducido a ese estado, ni los amos actúan como tales impulsados por el deseo de castigar. Simplemente, se limitan a gozar infligiéndoles los suplicios que excitan su lujuria.
Considerado un filósofo menor y próximo a los teóricos del sensualismo, extravagante por la locura de su doctrina y poco representativo de su época, habría que esperar dos siglos para que las despiadadas ficciones de Sade se hicieran realidad en un mundo donde de repente todo fue posible, incluso las fantasías del Divino Marqués por las que los distintos regímenes políticos que conoció en su país lo juzgaron y encarcelaron. Ni la decadente monarquía absolutista ni la flamante república surgida de la Revolución francesa encajaron en sus teorías.
Edición de "Justine"
Edición de “Justine” fechada en Holanda en 1791
La utopía sadiana hallaría el caldo de cultivo en la sociedad atomizada de los hombres-masa del periodo de entreguerras del siglo XX, en unos países desgarrados por la descomposición social y política y la resaca de la contienda de 1914. En el mundo de Sade se anticipan las principales características de los regímenes totalitarios: el desprecio por la civilización y el retorno a una naturaleza salvaje (“la cruel reina de toda sabiduría”, como la definió Hitler); la consagración del principio de desigualdad y la declaración de guerra entre “fuertes” y “débiles”; la sustitución de la ley de interés general por la venganza; la alternancia de la destrucción con la construcción “regeneracionista”; la presencia de una casta privilegiada sobre la que no puede caer el peso de la ley, aunque la infrinja; “la perpetua conmocióninmoral de la máquina” revolucionaria, que convierte en “inmorales” a los insurrectos; la conversión de los recién venidos al mundo en hijos de la patria antes que en hijos de sus padres y la destrucción de la vida privada; la aniquilación de un estrato permanente de “población supernumeraria” compuesta por individuos improductivos, “parásitos”, seres deformes y oponentes políticos candidatos al exterminio, y el secretismo en la ejecución de los crímenes masivos ordenados por la minoría gobernante.
Entrada al Hôpital Esquirol, hospital psiquiátrico de Charenton-Saint-Maurice, donde el marqués de Sade pasó sus últimos años de vida
Entrada al Hôpital Esquirol, hospital psiquiátrico de Charenton-Saint-Maurice, donde el marqués de Sade pasó sus últimos años de vida
La naturaleza, con su movimiento perpetuo de destrucción y construcción, a la que Sade arroja al hombre para convertirlo en un salvaje esclavo de sus instintos, recuerda al campo de exterminio nazi o al gulag, donde los reclusos son convertidos en esclavos a merced de los caprichos de los “señores” y cuyas vidas pueden prorrogar el tiempo que deseen, puesto que nadie les ve ni les escucha. Los últimos restos del Tercer Reich fueron estos campos de exterminio en los que apenas sobrevivió un puñado de reclusos extenuados.
El primer efecto del abandono de la razón en favor del ”movimiento perpetuo” al que alude Sade es que el individuo pierde su condición de sujeto y se transforma inmediatamente en objeto. La acción lo va empujando fuera de sí, hasta que él mismo se convierte también en pura acción. Esto es lo que ha sucedido en las épocas revolucionarias, en las que los hombres perdieron su condición de sujetos para convertirse en esbirros de la acción. En las revoluciones fascistas de los años treinta del siglo XX se reivindicó la acción directa por oposición a la pacífica razón liberal-burguesa. En última instancia, este antagonismo no era más que un argumento racionalizado para justificar su auténtico móvil: la desesperanza. Cuando la acción se toma como un fin en sí misma es que oculta una profunda desesperación, un vacío insuperable.
Además, con sus elogios al incesto, el aborto y el infanticidio, Sade prefigura las tendencias del narcisismo más extremo que subyacen en la moderna sociedad de masas, en la que el individuo se halla al borde del desarraigo. También su pensamiento político incurre en el narcisismo al abogar por la autarquía.
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De EN LENGUA PROPIA, blog del autor, 24/11/2014

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