Sería injusto e incorrecto decir que es un libro de memorias porque es mucho más. Cuando Pepe Ribas cuenta de su juventud en Barcelona de los años que van de 1972 a 1977 describe y, sobre todo, explica la revolución cultural que precedió a la transición a la democracia tras la muerte de Francisco Franco.
“La transición española”, explica, “fue posible porque muchas capas de la sociedad la hicieron antes en la calle”. Ribas hace la crónica, pero es mucho más que el cronista; es actor protagónico, precursor y promotor de eso que luego se nombró como el destape.
En las tertulias con los de la Facultad de Derecho, entre poesía, represión y militancia, entre noveles escritores, artistas, editores y promotores culturales, Ribas decidió crear una revista que diera voz pública a las expresiones culturales libertarias que se gestaban entre algunos jóvenes. Concibió a la revista como un medio revolucionario, de transformación entre lo que se es y lo que se quiere ser. Su nombre: Ajoblanco (nombre de una simple sopa; nada que ver con alguna droga). Por cierto, ahí y entonces, el gobierno cerraba la universidad y los activistas pedían que se abriera: “Queríamos clases, queríamos buenos profesores y exigíamos libertad dentro de un orden viable”. Asistir a la protesta callejera o al mitin no era una condición de clase, sino también el resultado de leer mucho; intercambiar ideas, confrontarlas, debatir y reflexionar. (¿Cómo no pensar en el México presente como el chabelesco reino del revés?)
“A nosotros”, explica, “lo que más nos movía era la aventura de unir arte y vida, la lucha contra cualquier autoridad impuesta, el no canon, las actitudes dadaístas, el vivir al día, el rock salvaje, el viaje sin rumbo ni fecha de retorno, la libertad sexual, la vida en comunidad y la muerte de la familia tradicional. Ésos eran los astros emergentes del imaginario de la nueva generación”. Ajoblanco fue entonces, bajo la coordinación de Ribas, una fusión de la expresión de sensaciones y crítica; de creatividad e ideas; una revista plural y abierta tanto en lo ideológico como en los temas y con colaboradores de distintos lugares del país. En sus páginas brillaba como estrella Luis Racionero, el progre que había ido a Berkeley, el intelectualcontracultural con ideas innovadoras como el desarrollo sustentable y el urbanismo humanista, quien abandonó la revista cuando no aceptaron pagarle lo que exigía. Entre las secciones se hallaban como novedades las relativas a la ecología (o ecologismo) y sexualidad. Habrá habido jóvenes radicales que hubiesen leído con devoción a Marta Harnecker o a Louis Althusser, pero estarían llenos de dudas sobre anticonceptivos y abortos.
Ajoblanco llegó a tirar números de cien mil, de los que recibía avalanchas de cartas de todo el país. Era la época en que Franco había muerto y estaba por definirse el porvenir. Ribas y quienes tomaban las decisiones de la revista se encaminaron entonces a proyectos personales. Si el autoritarismo los había unido, la expectativa de libertad los separó, mientras perdían interés en el ánimo fundamental de la revista: el lector.
Entre más de setecientas páginas Ribas nunca busca posicionarse ni apropiarse de esa zona ideológica-sagrada que los intelectuales mexicanos se disputan entre sí, a la que llaman “izquierda” (¿o es zona erógena?, porque parece que con ella se autoerotizan). Casi ni se menciona la bendita palabra. La revolución de Ajoblanco fue principalmente por la libertad y, en consecuencia, por la tolerancia, la pluralidad, el mestizaje, la diversidad, la creatividad, el humor… El subtítulo así lo dice: Ajoblanco y libertad (no Ajoblanco e izquierda). La posición de Ribas es la de libertario. Ésa es la palabra clave que recorre tanto el texto como su carrera y su vida; libertario como oposición a autoritario. Libertario es quien lucha por la libertad.
Planteaba —desde entonces, nótese— la deseable posibilidad de un régimen postcapitalista que no fuese socialista, al menos no ese socialismo estatista de las burocracias leninistas. Una revolución contra el autoritarismo y el dogmatismo de cualquier signo, fuese político, religioso o cultural, de izquierda o de derecha. El artículo de Ribas en el primer número de la revista es revolucionario respecto de lo que se supone revolucionario, por sostener “que Europa había dejado de ser el centro del mundo” y que la revolución que podía cambiarlo “debía surgir en California, donde estaban las dos universidades más contraculturales y con más premios Nobel del mundo: Berkeley y Stanford. Por lo visto, el canon obligatorio que había impuesto la izquierda dogmática era que todo lo que producía Estados Unidos era imperialismo”.
Había ya algunas evidencias de la plausibilidad y viabilidad de esa revolución: Ibiza era, desde hacía tiempo, un topos,un lugar concreto, no una fantasía, un espacio de libertad, como lo eran las comunas en Barcelona y Sevilla —donde había beatniks emigrados de Estados Unidos—; la fiesta, como las drogas, el rock y el ejercicio de la sexualidad —nos deja ver el libro en su conjunto— no son fuga ni evasión de la realidad, sino la transformación de la realidad o la experiencia de una realidad distinta. (Por cierto, el rock llegaba en buena medida gracias a las estaciones de radio de las bases navales estadounidenses y a los instrumentos y equipo que traían los marinos). No obstante, Ribas nunca fue un promotor de la promiscuidad ni del consumo indiscriminado de las drogas, sino más bien un prudente publicista de la sensualidad y el ejercicio responsable de las libertades.
Los 70 a destajo [Barcelona: RBA Libros, 2008] está magníficamente escrito, con una redacción clara, que permite una ágil lectura, capitulado de manera bien ordenada en cuanto a temas y etapas. Un libro sin rebuscamientos, pero lleno de erudición, puesto que en cada página aparece tal cantidad de referencias a libros, autores, artistas, políticos, lugares y movimientos culturales que da por resultado un índice onomástico de 23 páginas.
_____
De REPLICANTE, marzo 2013
No comments:
Post a Comment