En aquella época me encerraba en mi pieza, a escuchar a Los Beatles en mi radio Aiwa, al compás de Oh Darling apretaba los dientes y los puños y miraba una ventana con barrotes pero no, no era una cárcel, no. Era mi pieza, la del planchado, la de la tele, el comedor de diario, la de la puta que los parió. Así era. Ahora en un viejo departamento refaccionado, escuchoOh Darling y a mi costado hay unas ventanas sin barrotes, que dan a un callejón de ratones muertos y charcos putrefactos, y escucho por unos fonos a Los Beatles, leyendo Tokio Blues. Han pasado 30 años y mi yo cree que soy el mismo de ayer, pero no es así, soy mi padre de ayer. Quiero creer que soy mi hijo, pero cuando mi hijo me visita no soy él. Quiero creer siempre que soy aquel que mi esencia desea rescatar y sacar del callejón. Pero no. Quiero creer que soy aquel que me ama, pero no. Como en aquella época, en que me encerraba en mi pieza apretando los puños y los dientes y pensaba que los que cantaban a través de la radio Aiwa eran yo. O cuando flaco sucio y mal vestido tarareaba Black Bird. O que cuando escribo, millones de ojos fijan su pupila sobre mí y esperan ansiosos el libro. Pero claro, no soy Murakami, ni Lennon, ni menos el que conversa conmigo desde la mañana a la tarde, pero que jamás sale a la intemperie a mostrarse a los otros que supuestamente me rodean. Pues no me rodean. Ni siquiera me ven, ni siquiera saben que existo y los que saben no saben. Y no tengo ganas ni la más mínima intención en llenar 196 páginas, para qué. Pero sí recuerdo que deseaba cantar en un gran escenario circular In my Life, y que lloraba a mares sobre la mujer que me acompañaría mis próximos 50 años. Y que la playa y sus olas eran el mundo que vendría, pues era mi ayer y quien no vuelve al lugar donde nació no merece la inmortalidad, ni ser parte de ningún paisaje futuro. Y así entre cigarros húmedos y arena silbaba And I love her, carraspeando o meando sobre la arena las cervezas de pendejo pasado a nostalgia imposible. Y no me preocupaba de revisar los textos o tener expectativas de que estarían limpios e impresos en hojas blancas o amarillas con lomo y todo, ni menos tenía ideas que ordenaran esos textos. Todo era tan bello, todo era tan enmierdadamente bello y feo. Grotesco. Sin finalidad ni comienzo. Todo era una puesta en escena de la nada, como un túnel, un torbellino sin ojos. Todo era como siempre ha debido ser, hasta que el cuerpo se va cansando, se va haciendo duro, se va haciendo rugoso y entonces te comienza a molestar, así como te interrumpen los vagabundos y la loca que peina la muñeca, mientras tratas de tomarte un café sólo con ese yo que te conversa retrotrayéndote al mar de las canciones. Y pienso entonces en el comienzo de Tokio Blues, en el comienzo del propio Murakami, en mi propio comienzo cuando “en aquella época (…) me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo”. (1)
(1) Tokio Blues, Haruki Murakami.
Y sí... Como que comienzo a sentirme así.
ReplyDeleteMuy buen texto.