Monday, February 2, 2015

El caos perpetuo

Catalina Holguín

En septiembre de 1947 el novelista inglés Christopher Isherwood y el fotógrafo norteamericano William Caskey se embarcaron en un crucero en Nueva Jersey con destino a Cartagena. El motivo de este viaje, financiado por la editorial Random House, era documentar el recorrido por América del Sur. El resultado fue un diario de viajes acompañado por fotografías titulado El cóndor y las vacas. Antes de los mochileros y antes de que cada país tuviera una marca oficial y campañas que enmarcan las ruinas y los indígenas en postales fáciles de digerir y consumir, Isherwood y Caskey se dieron a la tarea de mostrar una región desconocida, una zona al borde del estallido.
Los viajeros entraron a Colombia por Cartagena y continuaron país adentro en un vapor por el Magdalena. Registraron los últimos cocodrilos de sus riveras y las ya extintas dinámicas sociales que ocurrían en el vapor. Usaron los ya extintos trenes, se toparon en dos ocasiones con el ya extinto Jorge Eliécer Gaitán, se alojaron en el desaparecido Hotel Astor de Bogotá, y sucumbieron, una y otra vez, a las muy vigentes atenciones de la alta sociedad bogotana, ávida de roce intelectual extranjero. Bogotá, en opinión de Isherwood, era una “ciudad de conversaciones” que sufría de una “falta de elegancia deprimente” y le producía una permanente sensación de pesadumbre y melancolía con sus lluvias eternas y su aire escaso en oxígeno. Quizá no sorprenda –o sí sorprende, y mucho– que para esa época, a pocos meses del asesinato de Gaitán, los colombianos solo le hablaran de política al viajero y que todos a quienes entrevistó fueran descritos por su bandera política: liberal o conservador.
El recorrido continuó por las selvas de Ecuador, donde visitaron las primeras explotaciones petroleras y supieron de campa-mentos tan remotos donde los marranos eran lanzados desde avionetas en paracaídas. Visitaron Quito, donde se encontraron con artistas contemporáneos que trataban de reinterpretar una herencia viva; y en Machu Pichu avistaron las primeras oleadas de turistas fotografiando las ruinas que un norteamericano había descubierto treinta años antes. Pasaron por las cimas andinas de La Paz y por Oruro retratando carnavales antiguos, vivos y extraños. En Buenos Aires conocieron a Borges y a Silvina Ocampo y escucharon rumores de gauchos pero también de nazis refugiados. 
En el texto se pone de presente que los dos creían que estaban descubriendo un mundo nuevo y así lo registraron, Caskey con su lente fotográfica e Isherwood con el minucioso ojo de un novelista, que le permitió describir en detalle el paisaje, las condicio-nes de transporte y la situación política de los Estados que visitaron. Emerge entonces el retrato de una región que comparte un pasado colonial común y un presente en perpetua ebullición. Si bien Isherwood era sensible a las diferencias raciales y geográficas, encontró en todos los países la misma temeridad suicida en sus conductores y aviadores, la misma predominancia del Ejército y la Iglesia católica, iguales condiciones de desigualdad entre ricos y pobres, e idénticas sensibi-lidades con respecto a las críticas provenientes de un extranjero. 
Atreviéndose a generalizar sobre la región, Isherwood llega a conclusiones contundentes en las últimas páginas y a las frases más inspiradas de su libro. Dice de América Latina: “Tanta energía para la destrucción, y tanta apatía cuando algo tiene que ser reparado o construido, tanto humor en el abandono, tanto fatalismo paralizante ante la pobreza y la enfermedad. Los hombros se encojen, la lánguida sonrisa del cinismo. Nunca se puede hacer nada, siempre es demasiado tarde. Siempre han muerto todos y está todo destrozado, liquidado, roto. Usen la otra puerta. Duerman en la otra habitación”. Las generalizaciones alivian, acaso porque son un consuelo de bobos. ¡Menos mal el caos perpetuo es un problema regional!

Pero este libro es un diario de viaje, y es en las pequeñas descripciones donde uno agradece que sea un novelista perspicaz quien escribe este diario. No podría decir que los detalles psicológicos de los peruanos son agudos ni que las observaciones sobre la política boliviana me parecen certeras. Los capítulos que tratan sobre Colombia, en cambio, son lúcidos y sorprendentes en lo que revelan sobre aquella época y sobre el presente.

Cuando los capítulos sobre Colombia de El cóndor y las vacas se publicaron en El Espectador en los años cincuenta, un desconocido periodista de la costa se burló de la manera como la prensa bogotana y la “santa hermandad capitalina” había recibido los despachos narrativos de Isherwood. Pensaban que por haberle dado de comer langostas al visitante britá-nico lograrían hacerle pensar que todos los colombianos se alimentaban con igual gusto. Escribió así el joven periodista costeño en una columna publicada en ene-ro de 1950: “Tales langostas no pretendieron ser sino un soborno para que Isherwood –por agradecimiento aparente– no dijera las verdades que están consumiendo y aniquilando a nuestra población rural. Sin embargo, a fin de cuentas, lo único que se puede sacar en claro de este desagradable incidente, es que Isherwood, con sólo permanecer quince días en Colombia, se saturó de nuestros problemas sociales mucho más que algunos periodistas de la capital de la república, en toda su vida”. Ese periodista, como ya lo debe sospechar el avezado lector, era Gabriel García Márquez.
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De REVISTA ARCADIA, 26/03/2014

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