PATXI IRURZUN
El futbolista camerunés Josep Minala debe de tener ahora 18 años, pero hace uno tenía 42, y no es un viajero en el tiempo ni el protagonista de un capítulo de Doraemon, el prodigioso gato azul japonés sin orejas. Minala se convirtió polémicamente en famoso hace un año, cuando fue acusado de hacerse pasar por un juvenil del equipo italiano Lazio, a pesar de las arrugas de su rostro y su cuerpo fibroso y curtido, impropio de un tierno efebo. Al parecer, falsear la edad es una práctica habitual entre los africanos que llegan a Europa soñando con convertirse en estrellas del balompié, o más bien entre sus representantes, los traficantes de hombres y de sueños que alientan estos con un fajo de billetes y que cuando lo han amarrado los abandonan en la puerta de un centro de menores. Los futbolistas mienten porque de ese modo les resulta más sencillo entrar a picar una oportunidad en la cantera de los clubs profesionales. Lo sorprendente en el caso de Minala era la abismal diferencia entre su edad supuesta 17, y la real, 42. A Minala de repente le encontraban los periodistas en Camerún alopécicos y barrigones compañeros de colegio que juraban haber compartido pupitre con él hace más de tres décadas. La sombra de la sospecha se cernía sobre él con la misma implacabilidad que la del bigote de las atletas de la extinta República Democrática Alemana. Pero, sorprendentemente, las pruebas médicas acabaron determinando que Minala decía la verdad y tenía realmente 17 años.
Su caso dejó de tener interés en ese momento. El Minala que nos seducía era ese personaje virtual, ese Pigmalión modelado por la prensa y por nuestra imaginación, ese cuarentón capaz de reinventar su identidad de una forma totalmente inverosímil con tal de cumplir su sueño: ser una estrella del fútbol. El hombre tenaz que quizás había atravesado un continente a pie y en patera un mar voraz persiguiendo la gloria; el que, de hecho, la había alcanzado (Minala debutó con el primer equipo del Lazio). Minala despertaba en nosotros todo tipo de descabelladas fantasías. ¿Había hecho un pacto con el diablo en un cruce de caminos del desierto? ¿Era acaso un Benjamin Button africano, que nace anciano y muere niño —que envejunece, podríamos decir —?
En Italia, por lo demás, existe toda una tradición de rocambolescas historias de futbolistas negros, como la del jamaicano Luther Blissett, que pasó de convertirse en un delantero con poca puntería a dar nombre a un movimiento de guerrilla cultural que adoptó su alias para disolver la identidad en un activismo colectivo en el que todos eran nadie, y que acabó marcando con su nuevo avatar innumerables goles, como el secuestro de decenas de niños jesuses en iglesias cuyo rescate Blisset exigía ser repartido entre los necesitados.
Debe de existir un limbo, una brecha en el tiempo en donde conviven todas esas identidades suplantadas o virtuales, en la que el Joseph Minala de 42 años dicta su extraordinaria historia al reputado y a la vez anónimo —o al menos en el artículo que lo citaba— escritor que comparó hace unos días ni más ni menos que con Benedetti a un joven y popular político vasco que se ha estrenado como poeta.
A mí no me importaría nada atravesar ese limbo. Y luego volver a este. O como canta Doraemon: “Ojalá yo pudiera llegar allí al momento, ¡con la puerta mágica!”.
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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el suplemento ON de Grupo Noticias
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