Freddy Zárate
Gran parte de la historia sociopolítica de
Bolivia está ligada al sector minero. A pesar que en la actualidad perdió
relevancia en el campo político, continúa siendo un sector significativo. Ya a partir del siglo XVI,
la corona española designó a funcionarios para que registren sucesos del Nuevo
Mundo: se trataba de cronistas o
“corónicas”. Algunos testimonios están influenciados por mitos, creencias y
supersticiones. El historiador Vicente G. Quezada (1830-1913) en sus Crónicas potosinas (1890) indica la
tradición de parte de los indígenas por extraer las piedras preciosas: “Colque
Porco y Andacaba, los incas hacían trabajar ricas minas, de donde extraían
inmensos tesoros, tanto más considerables al parecer, cuanto que el metal no
era exportado del reino ni entraba en el comercio, sino que servía para el
culto al Sol y el adorno y servicio de los incas”. El régimen de la colonia
española –entre muchos otros aspectos– estuvo marcado por aventureros que
buscaban la quimera de riqueza del gran cerro rico de Potosí.
El
siglo XX en Bolivia fue el tiempo del metal sindicalizado. Cualquier proyecto
de poder (independiente de su ideología) tenía que conciliar con los intereses
de este sector. La fuerza política que obtuvo la Federación Sindical de
Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) a partir de la revolución de 1952 puede
ser resumida en palabras de René Zavaleta Mercado (1937-1984) como “el poder
dual” entre el Estado y la Central Obrera Boliviana (COB). La amplia producción
académica refleja la importancia de la clase obrera. Se puede mencionar la
monumental obra de Guillermo Lora (1922-2009) que publicó su Historia del movimiento obrero boliviano (varios
volúmenes); el historiador Roberto Querejazu Calvo (1913-2006) escribió Llallagua. Historia de una montaña (1977); Jorge Lazarte trazó el Movimiento
obrero y procesos políticos en Bolivia (1989), entre
otros estudios. La literatura no estuvo ajena a esta preocupación existencial.
Se puede mencionar al Chueco Augusto
Céspedes (1904-1997) que esbozó la vida del empresario minero Simón I. Patiño
en Metal del Diablo. La vida del Rey del
estaño (1945).
A finales de la década de los años treinta
el escritor Roberto Leitón (1903-1999) publicó Los eternos vagabundos (1939). La novela trata de reflejar la vida
cotidiana de los “hombres-roca, músculos, potencia y energía” al interior de
las minas. Inicialmente describe el paisaje externo del socavón: “Tierra
polvorienta con sed de sangre. Finamente espolvorea la espalda del obrero (…).
Las rocas, desfloradas con besos sádicos por los barrenos, semejan carnes
palpitantes de mujeres lascivas, en amores voluptuosos con el Supay de las entrañas de la tierra”.
Según la descripción que pinta Leitón, los socavones están llenos de centenares
de mineros que viven bajo la enorme presión de las montañas. Una vez dentro de
la mina trasluce un submundo oscuro, ruidoso y angosto que para sus moradores
no tiene fin. La convivencia entre el dios andino Supay (dueño del metal) y los “hombres-roca” generaron sus propias
reglas, conducta, sus pasiones, sus ambiciones y su propia jerga. En el interior
de la mina se siente tierra húmeda, olor a estaño, coca y alcohol. Cada hora
transcurre entre la monotonía del silencio, el ruido de los barrenos y el
desgarro de los músculos. El escritor Roberto Leitón resume a los mineros con
tres palabras: “Humo, polvo y desesperación”. Los “hombres-roca” son descritos
como “jorobados en su miseria, sonríen y lloran la tragedia de sus espíritus
vencidos y vilipendiados”. Las largas jornadas laborales están cubiertas de una
permanente penumbra: “Desencajados, maquillados de polvo metálico, envueltos en
su desgracia suprema, como seres entenebrecidos salen los mineros”.
Los
eternos vagabundos refleja las peripecias al
interior de la mina. A pesar que el minero se encomienda devotamente al Tío de la mina ofrendando coca y
alcohol, la muerte va solazándose plácidamente a través de accidentes
laborales. Otro aspecto que describe Leitón es la discriminación existente
entre los “hermanos” mineros. Lo racial se hace latente a través de la
discriminación étnica y cultural: “Esta gente estúpida debe morir por
paleteadas (…). Más indios, más estupidez (…). Da lástima ver indios y más
indios (…). El llama aymara y el asno quechua”. A pesar que la clase
trabajadora discursivamente pregona –hasta el día de hoy– compañerismo,
igualdad y justicia, pero, en su accionar cotidiano traslucen los códigos
informales reflejados a través de favoritismos, compadrerío, autoritarismo y verticalismo.
Otro aspecto que describe Roberto Leitón es el aislamiento que sienten los
mineros: “Nuestra vida es igual a los presidiarios. Estamos tan lejos de las
ciudades”. Las pocas distracciones que tiene el campamento minero es el “Club”
donde irradia el elixir de los dioses (alcohol), la cerveza, los cigarrillos y
la sagrada hoja de coca. En el aspecto erótico las palliris (mujer dedicada a triturar trozos de mineral) son las más
cercanas a los socavones y las más deseadas por los obreros. El relato de
Roberto Leitón desnuda al sector minero y trata de mostrar sus grandezas como
también sus espectros humanos. La clase obrera –como cualquier otro grupo–
busca sobre todo proteger sus intereses de clase por encima de lo público.
Política y discursivamente los hermanos mineros son ajenos a la acumulación de
capital. Pero el sueño de la clase obrera es vivir bien. Los muchos relatos
reflejan que muchos mineros nublados por la codicia terminaron sus vidas en los
socavones fantaseando recibir la bendición del Tío y alcanzar la gloria del odiado Rey del estaño.
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De Los Tiempos (Cochabamba), 15/03/2015
Imagen: Portada de Los eternos vagabundos
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