Pablo Cerezal
Vivimos tiempos en que el ansia por paliar la vacuidad de una vida entregada a la acumulación de bienes inservibles y experiencias de disco duro empujan a medio mundo “civilizado” a buscar cobijo lo más lejos posible de dicha civilización, lo más cerca posible de lo “exótico” y “desconocido”, a kilómetros de las propias fronteras, durante el tiempo que el patrón decidió llamar vacaciones y que los trabajadores emplean como si no hubiese mañana. Es así que se contratan viajes a lugares remotos, tropicales selvas, cráteres volcánicos, geografías sesgadas por ancestrales culturas. La gente viaja a Japón o China sólo para regresar comentando a los amigos lo sucios que son los chinos o lo educados que son los japoneses.
Vivimos tiempos en que el ansia por paliar la vacuidad de una vida entregada a la acumulación de bienes inservibles y experiencias de disco duro empujan a medio mundo “civilizado” a buscar cobijo lo más lejos posible de dicha civilización, lo más cerca posible de lo “exótico” y “desconocido”, a kilómetros de las propias fronteras, durante el tiempo que el patrón decidió llamar vacaciones y que los trabajadores emplean como si no hubiese mañana. Es así que se contratan viajes a lugares remotos, tropicales selvas, cráteres volcánicos, geografías sesgadas por ancestrales culturas. La gente viaja a Japón o China sólo para regresar comentando a los amigos lo sucios que son los chinos o lo educados que son los japoneses.
Entre ambos países, anclada a una península de intrincada orografía, se halla Corea del Sur, el país de la eterna primavera que es, también, la cartografía de la amenaza constante. Una amenaza que llega del Norte. Pero no se alarme el viajero, la amenaza se percibe más en los noticiarios que en el propio país. El caso es que, a la hora de ejercer eso tan de moda que denominamos turismo, Corea se despliega a los ojos del visitante como un festival de deliciosas contradicciones que no permite regresar a casa con la maleta cargada de tópicos tan repetidos e injustos como los que mencionábamos al inicio.
Y, por tanto, tú que huyes de los viajes de pulsera todo incluido y las excursiones guiadas de comodidad high-tech y pitanza de diseño, harías bien en visitar, al menos una vez en la vida, el sur de la península coreana. Es la recomendación que no me canso de avivar desde que regresé de un largo periplo por dicho país.
Ha pasado ya tiempo, quizás demasiado, pero aún recuerdo la sensación de desconcierto, recién aterrizado en el aeropuerto de Seúl. El deslumbramiento ante las ciclópeas pantallas de plasma bombardeando las salas de espera con vibrátiles ráfagas de anuncios, el ajetreado pasear de ninfas de asombrosa palidez y desmesurada elegancia mirando siempre al frente y sin chocar con nadie, la intrincada tipografía coreana expandiendo su alfabeto incomprensible por cada rincón del aeropuerto, los aparatos digitales como sacados de un filme de ciencia ficción adheridos a las extremidades superiores de la casi totalidad del público circundante. De no ser por la sorpresa inesperada de una cabina telefónica, de las de antaño, en uno de los vestíbulos, hubiese pensado que había aterrizado en otro planeta.
El natural discreto de los surcoreanos les impide dirigir siquiera una mirada de curiosidad al turista extranjero que, desorientado, se mueve entre ellos. Salvo cuando intentas averiguar la manera de salir del aeropuerto, por ejemplo. Es entonces que decenas de coreanos se acercan a ti con la intención de prestarte ayuda. Así con todo, a lo largo y ancho de su geografía, de manera que en ningún momento siente el viajero esa comezón de intranquilidad por saber si se halla en el camino correcto propia de cualquier viaje. Siempre llegarás a tu destino. Y siempre a tiempo… si es que el tiempo te sigue preocupando.
Seúl avasalla los sentidos con su despliegue de modernidad futurista, en lúbrica y elegante cópula con lo más ancestral de la cultura coreana. A los pies de elegantes rascacielos de apariencia invertebrada puedes pasear por pequeños barrios que mantienen con orgullo sus delicados hanoks, el tipo de vivienda que sirvió (y aún lo hace) de hogar a gran parte de la población. El hanok esconde, tras sus exactas geometrías de adobe y madera, la no menos exacta geometría de lo desnudo: escaso mobiliario, ornamentación minúscula, silencio multiplicado. Pasear por estas calles supone una contradictoria inmersión en la cicatriz del progreso que se niega a perder, en su loca carrera hacia la nada, los distintivos más perdurables de la cultura ancestral. Los ciudadanos de Corea del Sur acarician apasionadamente la tecnología más aventajada sin dejar de venerar los milenarios vestigios de su civilización. Así, pasean al albur del tráfico motorizado, entre rascacielos de lucido vidrio, momentos antes de descalzar sus pies para acariciar con ellos las nobles y pulidas maderas de cualquiera de las múltiples casas de té en que la degustación de este brebaje se convierte en todo un rito de sutiles movimientos, acariciantes aromas y respetuosos mutismos.
Después nacen al estrépito de neones de la noche, antes de introducirse en el estruendo de silencio del suburbano. Allí dentro, la asepsia de los corredores sólo se ve interrumpida por los paneles táctiles en los que cualquier viajero, por torpe que sea, puede seguir el recorrido de los vagones con la perspicacia que lo hace el niño que comienza a desarrollar sus capacidades motrices.
Y la salida puede situarse en otro punto de Seúl, o en la frontera con la legendaria ciudad de Suwon, unos kilómetros al sur. Hasta allí me desplacé en mi primera excursión fuera de la gran ciudad. Allí me vi sorprendido por el corredor amurallado que delineaba el perímetro de lo que antaño fue la ciudad. Una ciudad surcada, hoy, por modernos edificios en ebullición, luminosos que parpadean ralentizando el pasear consumista de los transeúntes.
Anochecía en la ciudad y yo buscaba un local agradable en que poder degustar un delicioso bibimbap. Este aparentemente sencillo plato coreano se había convertido en mi fiel acompañante culinario desde el primer día. Su ecuación de arroz, verduras, carne, setas y huevo, irasciblemente aderezados con salsa gochujang, picante en extremo, era verso libre que añadir a cualquiera de los poéticos almuerzos del país. Aunque para verso verdaderamente suelto, especialmente en las primeras jornadas, mi atropellado uso de los redondeados palillos de acero inoxidable que servían de herramienta exclusiva para alimentarse, en cualquiera de los restaurantes de la península. Así que me repetía, mentalmente, bi-bim-bap, mientras contemplaba una luna de leyenda medieval cercenando los perfiles milenarios de las murallas, en disonante competición con los faros de los utilitarios y los neones de los comercios. Por eso perdía el rumbo, premeditadamente, en los callejones menos bulliciosos, en las esquinas más oscuras. Fue así que pude encontrar uno de esos restaurantes en que, para mayor facilidad del foráneo, la vitrina exterior muestra fieles reproducciones en cera de los platos que es posible degustar en su interior. Ni rastro del bibimbap. Pero el fragante aroma a kimchi que rebasaba los límites del lugar me decidió a poner los pies en su interior. Si el bibimbap se había convertido, sin duda, en mi plato preferido, el kimchi, una variedad de col fermentada en guindilla que servían, de manera gratuita, todos los locales de comida, sazonaba con su peligrosidad de chile cualquiera de mis ingestas.
Antes incluso de tener tiempo de saludar, annyong ha se io, una jovencísima beldad se acercó portando una sonrisa como un suicidio de flores. Supongo que fue mi evidente aspecto extranjero lo que le hizo responder, a mi torpe ensayo de saludo coreano, con un correcto good afternoon. Mi sonrisa compitió por un momento con la suya. No en belleza, sino en franqueza.
Yo, que siempre he defendido la suprema superioridad estética de la piel oscura, los rasgos morenos, y las curvas sureñas, me sentía abofeteado por el desastre de luz de una piel casi translúcida y unos labios afilados como el borde de una cuartilla que hubiese rebanado ese good afternoon dejando un leve rastro de sangre que se disolvía en sonrisa. Que me fascinó la belleza inocente de la joven surcoreana, o sea. Ella me ofreció asiento en la mejor de las mesas, la que tenía como frontera un enorme acuario en que multicolores peces enredaban su natación olvidadiza con acuáticas florestas dignas de una pintura de Dalí. Al poco comenzó a ensayar sus breves conocimientos del idioma anglosajón preguntándome qué deseaba cenar, y ofreciéndome los mil y un platos distintos de que goza la gastronomía local. Yo sólo acerté a preguntarle qué es lo que más le gustaba a ella. Respondió con un nombre irrepetible y yo le aseguré that’s what I want, the one you had said.
Se acercó a la ventanilla tras la que se afanaban los fogones, ofrendándome la plegaria de su caminar pausado. Por allí asomó quien, supuse en primer término, sería el cocinero pero que, tras la reprobadora mirada que lanzó a mi persona, quise imaginar el padre de la joven. No sé, no lo supe entonces y aún lo desconozco. Tampoco quise preguntárselo a ella cuando, finalizada la cena y salvadas nuestras distancias lingüísticas, logramos concertar un encuentro en el bar de copas más cercano, una vez ella hubiese finalizado su jornada laboral. En cualquier caso, las quebradas conversaciones que mantuvimos en el interior de aquel local no llegaban a buen puerto, en parte por la barrera lingüística y en parte por el atronador volumen con que los altavoces escupían los últimos éxitos del k-pop, esa vertiente local de la música ligeroadolescente que cruza fronteras, como he podido comprobar tiempo después en Bolivia. Fue curioso escuchar en Latinoamérica esos ritmos y esas voces incomprensibles cantadas por adolescentes de ascendente aymara. Aquello me hizo recordar a aquel cocinero peruano que me explicó, una noche de piscos y hermandades de saldo, las concordancias entre el idioma quechua y los que se hablan en el Lejano Oriente. No mencionó el hangul, o al menos no lo recuerdo, pero sí el japonés. Y me dio buena muestra de su teoría de las razas hermanas… Pero esa es otra historia.
Ignoro si fue ternura por su desmesurada necesidad de pronunciar en correcto inglés cada una de las frases que había aprendido en la escuela, o diversión por su orientalizada dicción, o ambas cosas juntas, lo que me hizo perder el norte aquella noche. Sólo sé que odié la capitalista marea norteamericana que anegaba las tierras surcoreanas rogando en silencio que ella me hablase en su idioma natal. Y así lo hizo, como adivinando mis deseos, antes de desplegar ante mí toda una suerte de agasajos rituales al más puro estilo, ahora sí, de los tópicos orientalistas.
Corea del Sur, ya digo, se debate entre la tradición y el progreso. Pero es una batalla incruenta en la que ambas mitades de una misma realidad se conjugan como el verbo más perfecto. Y es así que, una joven que arropa sus días con idiomas de piel extranjera, sabe desvestir sus noches con ceremoniosa gracia oriunda. Afortunadamente para mí. O desafortunadamente. Nada es seguro.
Después llegaría una despedida huérfana de lágrimas y iloveyous, el solitario paseo hasta la estación de autobuses, la desorientación ante los letreros de grafía incomprensible, y el deslumbramiento ante la amabilidad ciudadana que me condujo, casi en volandas, hasta el autobús que me depositaría sano y salvo en la siguiente parada de mi recorrido.
Durante aquel trayecto que me conducía no sabía bien hacia qué destino concreto no pude dejar de pensar en las murallas que hilvanan cual tela de araña las calles del centro de Suwon. Ella me intentó explicar que las construyó un rey de la dinastía Joseon, como muestra de amor y respeto hacia su padre, asesinado, a su vez, por su propio progenitor. Una de esas historias de obediencia y honor tan del gusto de los recopiladores de clichés. Pero lo que hacía que, una vez más, el tópico rehusase su tópica máscara veneciana, era la estructura decididamente militar de la construcción, tan en pugna con las líneas arquitectónicas que cualquiera otorgaría a una muestra de amor (véase el Taj Mahal, por ejemplo). Tal vez el tierno vástago Joseon pretendiese, dotando de estructuras militares a la citada muralla, preservar el amor hacia su padre contra cualquiera que decidiese mancillarlo. Tal vez sólo pensase en que, siglos después, habitaría la ciudad una beldad que aprendía inglés mientras servía kimchi en el negociado paterno, y a la que había que defender de cualquier intruso decidido a ultrajar su belleza. Tal vez… y los kilómetros desprestigiaban mi deambular anímico con las numerosas cruces católicas que salpimentaban el paisaje de llanuras y primavera circundante cual molinos de viento tullidos.
Jinju. Ahí fue donde decidí abandonar el cómodo trayecto. Los medios de transporte surcoreanos, sean del tipo que sean, destacan por su habitabilidad. Quiero decir que Corea del Sur es de los pocos países que emplea mayor esfuerzo en la comodidad del viajero que en dotar de vistosas formas o colores el exterior de autobuses, trenes, e incluso del transporte suburbano en las ciudades que disponen de este. Un autobús de largo recorrido, por lo general, aparenta exceso de kilómetros y falta de cuidado. Una vez adentro, carencia absoluta de elegancia estética, sí, pero confortabilidad extrema en los asientos, espacio inaudito entre los mismos, silencio acolchado que invita a la somnolencia. Pareciese como si a la red de transporte público de la península oriental no hubiesen llegado los cantos de sirena de la mercadotecnia.
Jinju, decía. Una ciudad a primera vista sin encanto alguno fuera de la ribera de un acomodado caudal de agua que había decidido partirla en dos. Después descubrí, tras alojarme en uno de los múltiples love motels de la zona comercial, que la ciudad había sido, en el pasado, escenario de cruentas batallas entre las huestes japonesas y los ejércitos coreanos, allá por el siglo XXVI, y comprendí, gracias al breve documental en 3D que programaban en el interior del museo histórico de la ciudad, la seca corrección con que el surcoreano recibe al atildado turista japonés. Aquello debió ser una auténtica sangría. No obstante, como digo, decenas de excursionistas nipones pululaban por la ciudad. Y sus habitantes, lejos de despreciarlos, les trataban con idéntica amabilidad que al resto. Se percibía una breve duda en la sinceridad de la atención, no es para menos, pero ante todo educación y cortesía.
A la noche, el río sufrió una invasión de flotantes linternas de papel de colores. Un espectáculo que engrandecía los majestuosos paseos que seguían el curso del cauce guarecidos bajo la milagrosa floración de los almendros. Pero tanta y tan coordinada belleza se me atragantó, y decidí regresar a mi alojamiento. Los love motels surcoreanos son una de las más acertadas opciones de alojamiento que puede encontrar cualquier turista. Al contrario de lo que la principal actividad que suele desarrollarse en su interior pudiese indicar, sus habitaciones son amplias, limpias hasta el exceso, cómodas (¡cómo no!), y el recepcionista siempre te entrega un set de higiene corporal, de un solo uso, que haría las delicias de cualquier amante de la dermoestética. Además, son muy económicos. Aquellos de entre los lugareños que necesitan dar rienda suelta a sus más irrefrenables pasiones, deben recurrir a estos establecimientos. Esta sociedad, a pesar de su carácter aparentemente cosmopolita, se rige en la vida diaria por una estricta normativa social que impide, entre otras cosas, el contacto físico entre iguales y diferentes (si es que los sexos y las nacionalidades pueden, aún, ser considerados diferentes). Y, por supuesto, para mantener relaciones sexuales, ha de existir de por medio algún documento que asegure que quienes las mantienen ostentan título marital. Pueden imaginarse que los love motels,a determinadas horas, son un hervidero de pasos mudos y sollozos disimulados. Afortunadamente, la insonorización acústica es otra de las ventajas de estos establecimientos.
La noche, mi noche, en aquella habitación cuya totalidad de paredes estaba revestida de espejos y de cuyo techo (también laminado con mi torpe reflejo) colgaba una pantalla de dimensiones ciclópeas en la que sólo se podían ver bizarras películas de porno nipón, transcurrió como una eternidad de insomnios y pesadillas. Pretendí, una vez desnudo y cómodamente tumbado en el lecho, recordar a mi beldad surcoreana. Pero todo se ponía en contra, y consideré al poco que ella no merecía tales fantasías kitsch. Además, si a este cuerpo mío tan escueto y lamentable en su desnudez, le aplicamos la multiplicación de la óptica refractaria, la pesadilla está asegurada. Salí de la cama en varias ocasiones para buscar en internet información sobre mi próximo destino. Sí, la habitación disponía de un ordenador portátil con acceso libre a internet. Como cada habitación de cada love motel,como cada bar o restaurante, como cada tienda de ropa o comida, como cada punto neurálgico de la ciudad, como cada estación de metro en Seúl. Esto es acceso libre a internet, y no los flamantes puntos wifi que comienzan a aflorar cual flor de plástico en algunos puntos estratégicos de las ciudades españolas.
Siempre amanece temprano para los insomnes. Así que amaneció temprano, y decidí seguir camino hacia el sur, hacia la costa, donde tomaría un pequeño aeroplano que me trasladaría hasta la isla de Jeju, uno de los más paradisíacos de entre los múltiples paraísos naturales de Corea del Sur.
Jeju, isla volcánica y desastre de belleza, incendio de cavernas fluorescentes, desvarío de vegetaciones promiscuas, abrevadero de costas iracundas. Jeju, para abandonarse y perderse. Nuevamente. Una vez más. Efectivamente, la isla es un compendio de beldades naturales, y acuna al viajero la visión de la coreografía perfecta del oleaje, desde la habitación de ese hotel en que, siguiendo las más ancestrales costumbres coreanas, entras descalzo para sorprenderte por la calidez del piso. Una calidez proporcionada por elondol, un sistema de calefacción que ya quisieran para sí tantas familias torturadas por la aberrante factura de la calefacción eléctrica. Los surcoreanos carecen de mobiliario innecesario en sus domicilios y hacen vida, generalmente, en el suelo. Una vez entran en casa pueden descalzar su cansancio de zapatos y laburo tomando posición sobre unos escasos metros de madera bajo cuya suavidad arbórea funcionan cañerías que contienen agua hirviente, proporcionando de esta forma, a la estancia, una calidez perenne. Antaño lo hacían con tuberías, que distribuían la combustión de una gran hoguera situada en las afueras de la casa, o en la cocina, a modo de horno. Hoy lo hacen con modernos ingenios tecnológicos. Pero, ayer y hoy, la comodidad es imprescindible en cada hogar. Claro que no resulta confortable, los primeros días, dormir en el puro suelo, sin más colchón que una manta raída. Aunque a la larga, dicen, sea beneficioso para el sueño y la columna vertebral. Mi escoliosis sigue aún buscando tales beneficios.
Pasé la noche mirando el mar y fumando. Antes había degustado las delicias gastronómicas del mar en el restaurante situado en la acera frente al hotel: calamar, pulpo, atún, y un pez de extravagante aspecto e impronunciable apelativo. Todo crudo. Sazonado únicamente por un compendio de salsas y vegetales de desconocida (para mí) procedencia. Delicioso, ya digo, siempre que venzas el pavor inicial a introducir en tu estómago un animal sin cocinar. También se cocina el pescado, en ocasiones, pero no se aprecia tan gratamente su sabor de oleaje y salitre.
De nuevo me perdí por la isla, conociendo sus cavernas de estalactitas luminiscentes, los suicidios de sus ríos contra el oleaje del Mar del Este, la efervescencia trabajadora de sus pescadoras submarinas, añosas mujeres que enfrentan el batir de las aguas, a pulmón, para secuestrarle al mar sus entrañas de cefalópodo y espina. Perderse: el sueño de cualquier viajero. Y perderse sin perder el dinero, eso sí que es un sueño. Para el viajero y para todo aquel que pretende vivir los días sin provocar una tendinitis a su muñeca con ese movimiento nervioso que la dobla para comprobar que cada uno de los bolsillos de su ropa sigue portando las monedas u objetos que acogían al inicio de la jornada. En una pequeña cafetería de Jeju pude comprobar cómo mi cámara fotográfica, los carretes de película (sí, uno aún era analógico y carecía de mochila adaptada a las necesidades de todo buen fotógrafo… uno no es fotógrafo), el paquete de tabaco de liar, el mechero, e incluso la cartera con sus correspondientes tarjetas y billetes, podían descansar sobre la mesa que había elegido a efectos de disfrutar de un espresso, mientras yo merodeaba por el local observando las fotografías de la isla que decoraban sus paredes, sin miedo a ser violentadas, en su descanso, por la fulgurante sacudida de una mano ajena. No había mucha gente en el local, es cierto. Pero la que había, y la que entró mientras yo lo paseaba, ni siquiera regaló una mirada fugaz a mis pertenencias. El oriundo no comprende el robo ni la apropiación indebida de pertenencias ajenas. Es algo que ni siquiera aparece como prohibición en esas leyes no escritas de comportamiento de las que hablé antes. El hurto es un concepto que no encuentra acomodo en ningún resquicio del pensar surcoreano. Así ocurre luego, cuando los nacionales de esta tierra aprovechan sus escasos 10 días de vacaciones para visitar Europa, que son atracados sin miramientos por el primero que se cruza en su camino.
En Jeju la vegetación es promiscua hasta la barbarie, y puedes contemplar enormes cascadas derramando su vendaval de aguas y estruendo directamente sobre el oleaje de los mares, creo que ya lo he dicho. Debió ser eso, junto con lo despoblado de sus pequeñas aldeas y lo poco interesante de su metrópoli más populosa, lo que me hizo tomar otro avión de regreso a la península. A veces la naturaleza puede llegar a ser más abrumadora que cualquier humanidad.
En la sala de espera del aeropuerto pude departir con un hombre de negocios que, haciendo alarde de su dominio del idioma inglés, contradijo su excesivo uso del mismo insistiéndome en que el alfabeto coreano, el hangul, creado allá por el siglo XV, es el de más fácil uso debido a estar basado totalmente en la fonética. Yo miraba los paneles luminosos del aeropuerto, parpadeando de continuo la invertebrada manufactura del abecedario surcoreano, y asentía sin mucha convicción. El hombre de negocios partió, casi a escape, al escuchar (supongo) que llamaban a los usuarios del vuelo con destino a Seúl que me aseguró tomaría en breve. Se despidió con un correcto bye, friend que aderezó con una retahíla de guturalidades fónicas y una enorme sonrisa. Contradicciones coreanas. See you.
Aterrizó mi aeroplano, horas después, en las cercanías del mayor campo de té del país. Hacia allá fui, y allí, embriagado de verdor y geometría, me perdí de nuevo. Pensaríamos, recién llegados a las inmediaciones de Boseong, estar frente a un grandilocuente decorado de los que la industria hollywoodiense proporciona a los más caprichosos de entre sus cineastas. Pensaríamos, momentos después, en lo dictatorial de un trabajo que obliga a mantener tales estéticas sólo por gusto ídem. Caminas y pierdes la orientación entre redondeadas geometrías de arbustos que recorren, de manera organizada, todas las tonalidades del verde, prestas a ofertar a la población esas delicadas hojas con que se elaborará el té que es consumido de manera indiscriminada a todo lo largo y ancho del país. Pero son los esforzados recolectores los que, haciendo un alto en su laburar diario, me explican que tales geometrías, tan gratas al sentido de la vista, son necesarias para que el té pueda avasallar con su aromática perfección el sentido del gusto. El agua debe circular, de ahí las curvas. Las plantas toman mayor intensidad en su coloración a medida que envejecen, de ahí el degradado de matices, tan sublime en su plástica. De la edad del arbusto dependen su sabor y aroma, de ahí que todas sean necesarias y que las más ancianas, normalmente situadas en los estratos superiores, retengan menos agua, y dejen correr el excedente colina abajo. Todo un tratado de ingeniería botánica y sensorial.
Al no ser consumidor de tan delicioso jugo, me limité a jugar con las perspectivas frente al visor de mi cámara fotográfica, y seguí camino hasta el ciclópeo bosque de bambú de Damyang, donde paseé ensordecido por el susurro con que tales milenarias plantas enfrentaban el silbido funesto de un viento que amenazaba tormenta. El bambú está en constante crecimiento, y suena, como si le doliesen los huesos que no tiene al estirarse en busca del firmamento. Después, ver llover, parapetado en un restaurante oculto en la esquina menos iluminada de una las callejas más oscuras de la ciudad aledaña. No tenía hambre. No había dulce camarera que se dirigiese a mí en balbuceante inglés, tan sólo un anciano cocinero que también servía las mesas, con autómata diligencia, pero que no explicaba la composición de los platos. Ni falta que hacía. La comida, como siempre, deliciosa. La atención, siguiendo lo habitual, exquisita. Pero no pude evitar pensar en la joven camarera de Suwon. Quizás por eso salí a las calles y perseguí el taconeo de los neones sobre el asfalto, o las piernas que desorientaban los neones con su taconeo, entrando en cuantos tugurios promisorios de delicias asiáticas salían a mi paso. Sólo conseguí una inmunda curda de soju, la bebida alcohólica por excelencia de Corea: un destilado de arroz con regusto de vodka que alcanza con soltura los 40º. Los surcoreanos consumen numerosas botellas durante sus comidas. Yo consumí no pocas casi en ayunas, ya que la comida del restaurante se me atragantó. Melancolía, supongo. O romanticismo barato. Por eso pensé, después, que hubiese preferido estar tomando una taza de té verde en aquel bar de Suwon donde ella puso a prueba su conocimiento de la lengua inglesa, y yo la paciencia de mis glándulas salivales, en vez de no sé cuántas botellas de soju en los cuchitriles de Damyang. Afortunadamente no terminé la noche como lo hizo el ebrio contertulio que entregó un papelito al barman antes de caer redondo al suelo. El camarero, acto seguido, y con idéntica circunspección a la que ostentaron el resto de integrantes del grupo, llamó un taxi, cargó al borracho entre sus brazos, esperó la llegada del vehículo y, una vez éste allí, introdujo dentro aquel fardo humano entregando al conductor el papelito que aquel le diese antes de desplomarse en el piso del local. Intuyo que era la dirección de su casa, lo que había escrito.
El día siguiente consideré que la mejor manera de afrontar la resaca era enfrentarse a unas horas de autobús camino de Gyeongju, la antigua capital del Imperio de Silla, que gobernó la península coreana entre los siglos XVI y XIX, convirtiéndose, quizás, en el último gran reinado unitario que viesen los coreanos, antes de las disputas por su tierra entre Japón y China, Estados Unidos y la Unión Soviética, ese largo periplo de vasallaje a que fue sometido el pueblo y que hoy, lamentablemente, palpita aún en las rencillas entre la Corea sureña y la del Norte. Afirman los surcoreanos estar orgullosos de su afinidad con el pueblo estadounidense. Desfilan los atardeceres de las ciudades ejércitos de cruces que culminan los infinitos templos católicos. Invaden la oscuridad nocturna las pedradas fluorescentes de los comercios open 24 hours. Todo un catálogo de vanidades cercano a la esquizofrenia cuando lo enfrentas a los numerosos y memorables templos budistas, las recoletas casas de té, las atildadas y frías relaciones personales que impiden siquiera el estrechamiento de manos entre amigos y familiares… un país contradictorio.
Antes de llegar a Gyeongju decidí hacer parada en las cercanías del templo de Haeinsa, tras cuyos ornamentados muros descansa la Tripitaka Coreana, la compilación más antigua y completa de textos budistas que se conserva, grabada en delicadas tablas de madera. Los menos optimistas sitúan su creación a mediados del año 1.200 después de Cristo. El lugar, encaramado a la más alta cima de un ostentoso bosque de abedules ya de por sí merecería un artículo aparte. La contemplación de esas casi 80.000 tablillas de madera en el interior de una biblioteca sin público ni bibliotecarios, para un escritor, deben comprender, supone lo más cercano al nirvana. El hecho de que no existan allí bibliotecarios es debido a que las ancestrales tablillas reposan su cansancio de palabra y siglos tras unos pequeños andamiajes de madera que a nadie impiden el paso, pero que nadie osaría jamás traspasar. Tal es la veneración hacia esta obra de arte por los pocos visitantes que hasta aquí dirigen sus pasos.
Efectivamente, una grandiosa biblioteca al aire libre que sólo permite la visión sesgada de sus volúmenes, salvaguardados de la lluvia y la intemperie con habilidosos techados de madera que logran crear bajo ellos una especie de microclima perfecto para que no sean necesarios más métodos de preservación. Ancestral sabiduría de quienes amaban lo delicado del trabajo humano. Ancestral sabiduría de quienes consideraban que dejar constancia de la palabra dicha también es trabajo y como tal debe ser honrado. Así que permanecí horas allí, con la mente casi en blanco y el cansancio en retirada, antes de emprender camino hacia el poblado más cercano en busca de alojamiento. Hallé donde dormir, pero apenas pude conciliar el sueño. Me lo interrumpía una joven coreana que leía con voz trémula y timbre, una a una, para mí, las enseñanzas del gran Buda talladas en la floresta de la Tripitaka.
Al día siguiente, decidí seguir camino hacia Gyeongju, antigua capital del Reino de Silla, en cuyas inmediaciones reposaba otra joya artística relacionada con el Buda. A pocos kilómetros de la ciudad, en lo alto de un cerro, descansa una figura de Buda en posición de bhumisparsha mudra, con la que la deidad recuerda al fiel el contacto con la tierra. La figura, de notables dimensiones, está como encajada en el interior de la gruta, y el visitante sólo puede mirarla desde fuera. Pareciese que la caverna se hubiese formado sólo para que el Buda encontrase acomodo en ella. La figura vigila el horizonte, y si sigues su mirada la encuentras bañada de azul, el océano a lo lejos, como metáfora de la huida que tuvieron que emprender no pocos de los habitantes de la zona cuando la invasión japonesa. La mano en la tierra y la mirada en el mar, como cualquier marinero cuando regresa a casa. Esa escultura del monte Seokguram me proveyó de cierta calma, y bajé caminando el largo sendero que, atravesando bosques de silencio, llegaba hasta la ciudad de Gyeongju.
Horas después, paseando por entre los túmulos que engrandecían de primavera antitética las reminiscencias lúgubres de lo que bajo tierra se escondía, pude pensar de nuevo en ese Buda que miraba al mar, como en un mal título de novela de autoayuda, valga la redundancia. Y es que Gyeongju es el enclave coreano en que de manera más orquestada pueden observarse las tumbas de los antiguos reyes (y demás gerifaltes) de la dinastía Silla. Las tumbas coreanas, en la antigüedad, se caracterizaban por dar forma, sobre el cuerpo del finado a un llamativo montículo que recordase a sirvientes y populacho la importancia del difunto. De esta manera, pasados los años, el área que hacía las veces de cementerio mutaba en intrincado parque de atracciones vegetales, con sus subidas y bajadas escarchadas de arbolillos y asfaltados de césped y flores. Algo así como un sinuoso país de las maravillas estéticas desordenado en ocasiones por perspectivas más propias de los filmes de terror bondadoso que hicieran famoso a Tim Burton.
Pero fue en aquella ciudad, al límite ya del fin de mi periplo, dónde descubrí que el coreano de a pie, a pesar de su natural discreción, anda, como todos, hambriento de novedad y experiencia. En un pequeño café de la ciudad en que servían esplendorosas copas de vino pude comprobar cómo un grupo de jóvenes ensayaba, sobre un escenario de madera, canciones de Radiohead y otros grupos por aquel entonces punteros en la música rock, acompañados de instrumentación acústica y oblicua mirada de concentración. Horas más tarde ofrecerían un recital, con dichas canciones como armazón, y alguna que otra de cosecha propia deliciosamente ejecutadas. Las paredes del café estaban decoradas con fotografías de literatos, Samuel Beckett, Henry Miller, Genet, Sartre, Joyce, Baudelaire… ¿Qué más pedir? Vino, música y letras... Insisto: ¡Qué más puede uno pedir! Así que asesiné relojes en aquel local. Tantas horas transcurrieron que del vino pasé al soju, y del soju a la exaltación de una amistad que no existía con los componentes de aquel grupo musical y con los propietarios del establecimiento. La despedida fue, cuando menos, agridulce. A mí me apetecía abrazar a aquellos muchachos. A ellos tal vez les apeteciese corresponderme. Pero su cuerpo adoptó una inmediata solidez de estatua griega en la que mis brazos encontraron torpe y equívoco acomodo. No hay problema, pensé, sólo el mío con el vino, que son unas cuantas copas y ya me siento en cualquier taberna de Lavapiés. Uno, al fin, carga más con sus propios tópicos que con su reverencia por el respeto a lo ajeno. Pido disculpas, aunque ya de nada sirva.
Al día siguiente, en mi último paseo por los parques de la ciudad, asombrándome una vez más ante la grandilocuencia de alguno de los primaverales túmulos regios, convine que mi interés por las personas y sus vidas crecía en detrimento de aquel que mostraba cuando joven por los hitos históricos. La edad, creo, hace que uno se sienta ya un poco historia también, y una historia poco interesante. Así que mejor aprender a conocer a los otros, que ya iba siendo hora.
Me despedí de Gyeongju retomando en la memoria las páginas de la Tripitaka coreana que, aunque de madera, incitan, igual que las de papel, al ensueño y la sonrisa. Me dirigí de nuevo a Seúl, y ya antes de llegar decidí contravenir mis pocos planes y evitar la visita turística a la ZDC, o Zona Desmilitarizada de Corea. Contradictorio nombre para designar la frontera más fuertemente armada del planeta, la que separa a los surcoreanos de sus mal avenidos vecinos del norte. Mal avenidos por imposición, creo, no escuché a ningún surcoreano hablar despectivamente de los ciudadanos del otro país, ni siquiera alcanzar los límites de desprecio y odio irracional que emplean los seguidores de un equipo de fútbol para hablar del equipo contrario. Qué extraño, vivir al hilo de una conflagración y mantener la sonrisa respetuosa y el comentario amable.
El trayecto fue lo suficientemente largo como para analizar los motivos de mi decisión. Y no podía engañarme. Era evidente que deseaba regresar a Suwon. Ese era el motivo exclusivo de mi decisión de ni siquiera asomarme a Corea del Norte, desde la frontera. Me perdería el Norte, con lo mucho de atractivo que tiene, al regreso, comentar con amigos y demás extraños, lo peligroso de la zona, su irrespirable ambiente de discordia, el rostro pétreo de los militares de uno y otro bando, etecé ad nauseam.
Evité Suwon y anochecí, de nuevo, en Seúl. Al día siguiente decidí visitar el barrio en que me aseguraron podía encontrar carrete fotográfico. Y así fue. Calles y más calles reventadas de tienditas en cuyas vitrinas refulgían, junto a la herrumbre de ancianidad de las cámaras analógicas, los brillos digitales de última generación. No me extrañó en absoluto. Estaba en Corea del Sur, donde todo es posible. Finalmente el día quedó vencido de tienda en tienda. Entraba y preguntaba por el precio de esa FM2 que tienen en el escaparate y que parece intacta. Y lo estaba, mucho más que la facilidad comunicativa del dependiente de turno. De ahí a la siguiente tienda y ¿cuánto cuesta la F3 que tiene ahí? Sabía que no compraría una cámara analógica más, que no podía seguir acumulando y tampoco disponía de crédito, que a mi regreso a casa comprendería una vez más que no puedo seguir jugando a la nostalgia, que ya no se vende apenas película fotográfica y que los pocos laboratorios que aún hacen revelado manual ostentan precios que ningún clase media puede permitirse por algo que hoy, ahora, ya es capricho. Pero disfruté viendo a tanto surcoreano con su reliquia analógica colgada del hombro derecho y la rutilante digital colgada del izquierdo. Una amable joven que sí hablaba un correcto inglés me lo explicó: llevo las dos, porque hay instantáneas que no pueden tomarse con una digital. Pues eso. Bueno, eso y arrepentimiento profundo por no haberle pedido a aquella otra joven que me dejase tomarle una fotografía.
Fue Lawrence Durrell quien aseguró, en las memorables páginas de su Justine, aquello de que “una ciudad es un mundo si amas tan sólo a uno de sus habitantes”. Lo mismo podríamos decir de los países, y yo estoy seguro de la razón por la que perdí el norte en Corea del Sur y comencé a amar aquella tierra. Aunque seguí, por un tiempo, dando deliciosos tumbos por el país sin ceder a la tentación de regresar a Suwon, con el ánimo exclusivo, según compruebo al releer este texto, de hacerme con un buen puñado de tópicos.
Pablo Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012). Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón(Bolivia), El País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto no es una revista(Argentina). En Twitter: @pablo_cerezal
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De FRONTERAD, 26/03/2015
Fotografía: Pablo Cerezal
Fotografía: Pablo Cerezal
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