PABLO CINGOLANI
Una de las creaciones que más me entusiasman en el ámbito de la geografía literaria boliviana, es el Abismo de Andamarca, hallado o soñado —en el fondo, es lo mismo—, por Jaime Sáenz. Todo el amor del escritor por su tierra cabe en semejante prodigio de la naturaleza, tan bello como amenazante, tan atrayente como desgarrador. Para todos los efectos prácticos, y para aquellos que creen que don Sáenz sólo escribió sobre su La Paz natal, Andamarca y su abismo se ubican en Oruro, en pleno altiplano central.
Quien haya recorrido lo suficiente las altas planicies de los Andes, quien las ame en su soledad inabarcable, en su infinito cósmico, sabrá agradecer y emocionarse con el hallazgo o el sueño saenziano. Poblar tal espacio geográfico —de por sí, habitado por todas las deidades y los demonios de las culturas y los pobladores locales— con una construcción literaria tan colosal como la que emerge desde el abismo andamarqueño, es sin dudarlo, una recompensa y un gozo tanto para lectores como para viajeros, y si se combinan ambas actividades —en el fondo, es lo mismo—, mucho mejor.
Sitúo el abismo en el papel: está localizado entre los primeros capítulos de un libro que jamás perderá ni intensidad ni vigencia. Es el que se titula Los papeles de Narciso Lima-Achá (Plural, La Paz, 2008), una obra colmada de desenfreno, sin amarres y sin brújulas y de una belleza que hay que saberla buscar, como la que atesoran los dientes del dragón o las colas de las sirenas.
Ahora, guiado por el texto, busco al abismo en el mapa. Si desean hagan lo mismo: busquen el Lago Poopó, el agua sagrada de los Urus. Ahora, muevan el dedo hacia el oeste, hacia Chile, cuidado se caigan.
Escribió Jaime Sáenz: “Así las cosas, avanzábamos con desesperante lentitud por un camino de pesadilla, hallándonos apenas a unos 8 kilómetros al norte de Andamarca, cuando de improviso Timoteo Huanca llamó mi atención con expresivos ademanes y habiendo señalado en dirección de las ventanas que miraban al oriente, me mostró un pavoroso y jamás soñado espectáculo, y tal un abismo aterrador que se hundía a poca distancia del camino, en invisibles al par insondables profundidades, las cuales sin dudas tocaban el seno mismo del planeta”.
Timoteo Huanca era el jefe de unos cazadores de vicuñas, que merodeaban la zona en busca de sus preciadas pieles. Por suerte, no las acabaron a todas y la tal casi gacela de las altipampas, hoy sigue siendo el animal emblemático del ecosistema andamarqueño.
La descripción del abismo por Sáenz posee un brío singular, aunque afirme que sólo tratará de describirlo, e insiste en ello ya que “era cosa inenarrable”. Fiel a su patriótico corazón, el poeta exclama: “Ya quisieran un Dante o un Milton aventurarse en regiones tales (…) comarcas que colindaban con el acabose y la muerte”. Imaginen esto: el diámetro del súper agujero, a ojo de rastreador experto como era Huanca, alcanzaba a unos 40 kilómetros más o menos. Impresiona: es mucho pero mucho más grande que el de un cráter de meteorito que también impactó cerca de allí. Era imposible determinar su profundidad: era el abismo sin fin, el padre y la madre de todos los abismos.
Bruma, vacío, silencio, vibraciones, aniquilaciones, fuerzas, presencias, esperas, vidas y muertes eran parte de la contextura de la tremenda grieta. “Me acuerdo claramente de un olor glacial —acota Sáenz y uno ya siente el olor del recuerdo del que lo rememora— que parecía penetrar todas las cosas. Un olor de caos, de calcinación, de ceniza, desde muy lejos, un olor a nada”. Digan si estas palabras no son portadoras de una belleza tan extraña que sobrecoge de sólo leerla y evocar ese tajo en las entrañas del planeta que anda por ahí, por Andamarca, o que anda por todas partes, porque como se percata el que escribe, el abismo es uno, el abismo también es uno mismo. Las honduras existenciales tienen su espejo en las profundidades geológicas, en la naturaleza, eso a lo que le cantó también un Hölderlin, uno como el paceño, pero alemán de cuna.
Sáenz asegura que el abismo desapareció sin dejar rastros, tras unos temblores que sacudieron esos ásperos lados, pero —digo yo— si bien pudo esa sima haber sido abolida, pudo haber renacido y acudido por otro lado, ahí mismo entre los lindes y mojones de Andamarca, o más al sur, hacia los lados de Pampa Aullagas, o más al norte, por Challacollo acaso, o más al oeste, quizás en las faldas del mismísimo volcán Sabaya.
Si el abismo hubiese resucitado hacia el este, tal vez lo hiciera en el ya citado Lago Poopó, y eso podría también explicar porqué se escurre toda su agua y cada vez se queda más seco y menos lago. No sé, todo es conjetural, pero ¿por qué no volver a intentarlo? A soñar el abismo o a buscarlo en el erial —en el fondo, es lo mismo.
Tal vez lo que convendría, y esto lo digo con mucha claridad de espíritu, es ir y levantarle un monumento, una illa de piedra negra, marcando el lugar del anterior abismo, para que todas las generaciones presentes y las que vendrán se recuerden del portento, de tamaña maravilla natural y poética, de semejante derroche combinado de potencia estética y expresiva. Podría ser un digno homenaje a la memoria de Sáenz.
O en el medio de los arenales que como ponchos de oro ardiente tapizan medio Santiago de Andamarca, podríamos erguir un faro gigantesco, de piedra negra también y cuya luz bendita llegue hasta el Sajama e ilumine y ampare a las tolas, a los zorros y a los suris, y a los arrieros que se extraviaron con sus mulas cuando ansiaron en vano arribar hasta Iquique o la enrumbaron mal o no le rezaron bien a la Mamita de Quillacas, y siguen vagando y vagando.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 14/09/2013
Imagen: Jaime Sáenz fotografiado por Alfonso Gumucio Dagrón a mediados de los 70
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