PABLO MENDIETA PAZ
Se dice que
el gusto por la ópera es un gusto adquirido. Siguiendo esta idea, es posible,
lógicamente, que existan algunas que no sean atrayentes para muchos -músicos y
melómanos-, pero no cabe duda de que un sinnúmero de ellas es arrebatador, sin
que interese la geografía donde estas hubieren sido creadas. Se suele
relacionar la ópera con Italia (Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni,
Giordano...), si bien a través de la historia ella evolucionó en diversas
concepciones (las primeras, italianas, de Monteverdi y Scarlatti, y de Lully en
Francia), que trocaron en ópera romántica (el alemán Weber y Der Freischütz), y
nacionalista (de los rusos Glinka, Tschaikowsky, Moussorgsky, o del checo
Smetana). Aparecieron luego "la gran ópera" y la "ópera
cómica" francesas (Boildieu, Auber, Gounod...); y más tarde el
Impresionismo, cuya Pelléas y Mélisande, de Debussy, marcó toda una época por
su innovador lenguaje. Incluso este período "revolucionario" cobró
más fuerza que la copiosa producción de Richard Strauss, muy afín, en concepción,
a la de Wagner, pero de modo paradójico, y que valga la apostilla, persuadido
Strauss de una señalada reacción contra este. Con todo, se valora con énfasis,
y no sin pasión, el paso, en el siglo XVIII, de la ópera seria de Gluck (la
belleza italiana del sonido unida al pathos de este compositor) a la ópera bufa
de Mozart (Las bodas de Fígaro). Aunque pasar por alto a Spontini, Cherubini, y
a Beethoven con su Fidelio, sería el mayor despropósito, sin duda que nadie
podría poner en tela de juicio que la ópera no sería completa en su estructura
universal si Mozart no hubiera creado un monumental Don Juan, obra tan
expresiva como seductora, alumbrada por un particular sentido estético-musical
y humano que desemboca en singularidades de tono intensamente progresistas. Una
genialidad, aun para quienes no sean militantes o simpatizantes de la ópera.
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Imagen: Christoph
Willibald Gluck por Joseph
Duplessis, 1775
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