ROBERT BROCKMANN
En el año
70, tras la primera gran rebelión contra la ocupación romana, los judíos fueron
masivamente expulsados de su propia patria, Judea o Palestina. Fue el inicio de
ese calvario milenario llamado la Diáspora. Los judíos fueron obligados a
dispersarse alrededor del mundo entonces conocido, que estaba en su mayoría
ocupado por el Imperio Romano. Podían, y de hecho lo hicieron, asentarse en la
propia Roma, pero no podían regresar a su patria.
251
años después, es decir en el año 321, hacen hoy 1.700 años, se registró
la primera presencia de judíos en la ciudad de Colonnia Agrippina,
ciudad-fortaleza romana en la orilla izquierda del río Rin, entonces la
frontera entre la cultura y la civilización romana y los agresivos e indomables
bárbaros selváticos germanos.
Aquella
presencia judía originaria fue el inicio de una larga convivencia entre judíos
y alemanes, con momentos fulgurantes y oscuridades profundas, que tendría un
indeseable desenlace con la llegada de Adolf Hitler al poder en 1933 y el
consiguiente Holocausto de seis millones de judíos europeos.
Mauricio
Hochschild –un perfecto villano según nos contó el MNR– nació judío, seglar y
alemán, hizo fortuna en Bolivia y regresó a Alemania en 1935 a rescatar a su
familia de las garras de los nazis. Fue tan espantoso lo que vio, que decidió
rescatar a tantos judíos como fuera posible. De regreso a Bolivia, persuadió de
ello al presidente Germán Busch, quien, generoso, abrió con un decreto supremo
fechado el 8 de junio de 1938 las puertas de Bolivia no solo a los judíos, sino
a toda persona de buena voluntad y disposición al trabajo.
Sin estar
el país realmente preparado, Busch en persona recibió un río de cartas de
solicitud de información: ¿formularios, condiciones, requisitos, canales,
responsables, instituciones? No había nada. Una de esas cartas, fechada en
diciembre de 1938, era de un ingeniero vienés –ese año la Alemania nazi se
había anexionado a Austria– de 37 años, Rudolf Lawner, a quien los nazis habían
dejado sin posibilidades de trabajar.
Busch,
desesperado ante el flujo, le pidió a su canciller, Eduardo Diez de Medina, que
mandara traducir las cartas. Diez de Medina, tan abrumado como Busch, no pudo o
no quiso. Los pisó el tiempo y Lawner terminó sus días en un campo de
exterminio nazi. “Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no
hagan nada”, sentenció Edmund Burke.
Por las
mismas fechas, también en Viena, la familia del niño Wilhelm (Guillermo en
Bolivia) Wiener buscaba cómo huir de los nazis. Su padre, Bernhardt, no sentía
que su primera identidad fuera judía y se consideró protegido como oficial del
Ejército y haber luchado con el uniforme austriaco los cuatro años de la Gran
Guerra. Pero nada. En la Noche de los Cristales Rotos los nazis lo encerraron
en un campo de concentración. Suerte dentro de la desgracia, el hijo mayor de
la familia, Hans, ya estaba en Bolivia
¿Cómo había
llegado Hans a Bolivia? Un amigo suyo, miembro de la SS lo ayudó a abordar un
tren (los judíos tenían vedado el transporte público) hasta la frontera con
Suiza y allí, otro guardia de la SS, amigo del primero, hizo de la vista gorda
mientras Hans cruzaba un río fronterizo. “Si crees que no puedes llegar a la
orilla opuesta y regresas, te disparo”, le advirtió. Desde Suiza, Hans llegó a
Bolivia gracias a la red tendida por Hochschild y Busch.
En Bolivia,
de alguna manera, Hans accedió al ministro del Interior, el general Demetrio
Ramos, ya durante el gobierno del general Carlos Quintanilla, quien le preguntó
si tenía más familia atrapada en Europa. Hans dio los detalles y Ramos instruyó
al consulado boliviano en Viena otorgar visas para los Wiener. Emigrado a sus
siete años, a don Guillermo Willy Wiener, los viejos paceños le debemos los
cines Universo y Monumental Roby, en alguna medida el cine Bolívar y miles de
películas.
“Yo me
sentía tan alemán como cualquier alemán católico o protestante, sólo que de
religión judía”, diría nuestro Werner Guttentag, que murió en 2008 sintiéndose
cochabambino. El padre de Werner, Erich, igual que Bernhardt Wiener, tampoco se
sentía particularmente judío y se sintió al principio protegido por el uniforme
alemán que visitó durante la Primera Guerra.
Pero eran
los nazis quienes definían quién era judío y Erich fue internado en Buchenwald.
Pero allí también habría de intervenir la providencia y la bondad de los
malvados.
Cuando
Margarethe, la madre de Werner, fue a recoger unos certificados de antecedentes
penales para interceder por la libertad de su marido, un oficial de Policía de
apellido Rau le ordenó permanecer en su oficina “sin importar qué” hasta nueva
orden. Margarethe quedó encerrada toda la noche.
Al ser
liberada al día siguiente, se dio cuenta de que Rau la había protegido de la
Noche de los Cristales Rotos, el 9 de noviembre de 1938, cuando hordas de nazis
asesinaron a cientos de judíos en las calles o en sus casas en todo el Reich
(otros 300 se suicidaron esa noche).
Sucedieron
milagros. Erich fue liberado de Buchenwald con la condición de emigrar. La
pareja dio con la red de Hochschild y los tres Guttentag terminaron afincados
en Cochabamba, gracias a lo cual tenemos Los Amigos del Libro y una industria
editorial moderna.
Con su
soberana estupidez, la aberración nazi mutiló así uno de los componentes de la
cultura occidental, greco-romana, judeo-cristiana, que se ha visto así
sustancialmente empobrecida.
No faltaron
los miserables. Es cierto que la presencia súbita de varios miles de judíos
(dependiendo de la fuente, entre 7.000 y 22.000) en las pequeñas ciudades de la
precaria Bolivia de 1938-1940 tuvieron un impacto innegable y hasta traumático.
Escritores y políticos encabezaron brotes de antisemitismo que no llegaron a
mayores. A la larga, la contribución judía a la vida nacional fue un incremento
en la calidad de los servicios y la cultura, un enriquecimiento de la diversidad
y una institución única: el anticrético.
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SIETE, 12/09/2021
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