OLGA AMARÍS DUARTE
Leo en
alguna parte: "La escritura de cartas es un género menor".
Me da tanta
pena que empiezo a echar de menos la llegada de una carta-objeto.
Santa
Teresa, a vuelapluma, escribió más de 15.000 cartas en su vida...
Virginia Woolf,
a su amante Vita Nicholson, le confesó en una de sus misivas que la carta era
el disfraz del ensayo: “Siempre, siempre trato de decir lo que pienso en una
carta".
La carta,
filiforme, se introduce a cuchilladas en el tiempo, crea una fisura, corta el
plan del día en filigranas. Por su carácter exógeno, de objeto extraño, obliga
a la atención, a crearle un espacio dentro de nuestra interioridad. Podría
decirse que toda carta es un artefacto capaz de hacer explotar nuestra cotidianidad.
Está,
también, la rotundidad del sobre, convertido en un envoltorio de pliegues que
hay que ir desvelando, mondando como las frutas hasta llegar al corazón. No
queda tan lejos la labor de los arúspices etruscos en esas manos que
desentrañan la carnalidad del sobre. Tras el desnudamiento, llega el resplandor
del negro sobre el blanco. No es porque sí la bicromía impúdica de la carta. Es
el intento de una primera posibilidad de ser, el nacimiento prematuro de la
palabra escrita, todavía sin adornos, sin dobles intenciones, sola y temblorosa
ante el frío de la mirada que quiere entender. ¿No da la sensación de que
desfallecen las palabras de una carta?
Después,
con la lectura, llegarán los colores, como en aquella carta en la que Frida
Kahlo le confiesa a Diego Rivera su intención de inflamar de cromatismo los
contornos de su misiva: “Tú te llamarás Auxocromo, el que capta el color. Yo
Cromoforo, la que da el color”. En sentido figurado, ella, Frida convertida en
la carta que escribe, es Cromofora y Diego, la mirada que recorre el cuerpo
gráfico del amante, el Auxocromo.
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Imagen:
"Carta" de Mary Cassatt
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